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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 97
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ojos con gusto.

—¿Queréis que haga parar a la cantante, señora Mari? —inquirió Nieda mientras depositaba en la mesa escudillas con guisantes y una especie de gachas amarillas—. Para que podáis comer con tranquilidad…

Moraine mantuvo la mirada fija en el plato y no dio señales de haberla oído.

Lan prestó oído a la canción —el mercader había perdido, sucesivamente, el carruaje, la capa, las botas, su oro y el resto de la ropa y ahora forcejeaba con un cerdo, intentando derribarlo para comérselo para cenar— y sacudió la cabeza.

—No nos molestará. —Pareció a punto de sonreír, antes de posar la mirada en Moraine. Entonces la preocupación volvió a asentarse en su semblante.

—¿Qué ocurre? —preguntó Zarina, que aún no había probado el pescado—. Sé que algo va mal. No había visto tanta expresión en vuestra cara, semblante pétreo, desde que os conozco.

—¡Nada de preguntas! —espetó Moraine—. ¡Sabrás sólo lo que yo te diga!

—¿Y qué vais a decirme? —inquirió Zarina. —Cómete el pescado —contestó, sonriendo, la Aes Sedai.

La cena se desarrolló en un silencio casi completo, sólo turbado por las canciones que sonaban en el otro extremo de la sala. Había una sobre un rico potentado cuya esposa e hijas ponían en ridículo una y otra vez sin hacer siquiera mella en sus aires de autosuficiencia, otra que hablaba de una joven que decidía dar un paseo sin ropa y una que relataba las desventuras de un herrero que acababa herrándose a sí mismo en lugar de al caballo. Zarina casi se atragantó riendo al escuchar esta última, se distrajo lo bastante como para llevarse un bocado de pescado a la boca y de repente puso una mueca como si estuviera paladeando barro. «No voy a reírme de ella —resolvió Perrin—. Le enseñaré modales por más risible que sea su comportamiento.»

—Están exquisitos, ¿verdad?

Zarina le dirigió una amarga mirada y Moraine lo miró con mala cara por interrumpir sus reflexiones, y ésa fue toda la conversación.

Nieda estaba retirando los platos y distribuyendo un surtido de quesos en la mesa cuando un hedor a malevolencia erizó el vello de la nuca de Perrin. Era un olor a algo que no debería existir y que ya había percibido antes en dos ocasiones. Miró inquieto en derredor.

La muchacha seguía cantando para el puñado de espectadores, varios hombres atravesaban la sala procedentes de la puerta y Bili continuaba apoyado en la pared moviendo el pie al ritmo de la música. Nieda se toqueteó el moño, observó brevemente la estancia y se volvió para llevarse el carrito.

Volvió la mirada hacia sus compañeros. Como de costumbre, Loial había sacado un libro del bolsillo de la chaqueta y parecía haber olvidado dónde se encontraba. Zarina, que hacía girar distraídamente una bola de queso, los miraba alternativamente, con disimulo, a él y a Moraine. Eran, no obstante, Lan y Moraine las personas que en realidad le interesaban. Ellos podían detectar a un Myrddraal, un trolloc o cualquier Engendro de la Sombra en un radio de unos centenares de metros, pero la Aes Sedai tenía la mirada perdida y el Guardián cortaba un pedazo de amarillento queso con la vista pendiente de ella. Sin embargo, el olor a maldad flotaba allí, igual que en Jarra y en Remen, y esta vez era persistente. Parecía emanar de algo que se hallaba en la sala.

Volvió a examinar la estancia: Bili junto a la pared, varios hombres caminando, la chica cantando en la mesa, los hombres que reían sentados en torno a ella. «¿Hombres caminando?» Los observó con más detenimiento. Seis individuos de rostro anodino que se dirigían al sitio donde estaba sentado él. De rostros muy anodinos. Se disponía a volver a inspeccionar a los clientes que escuchaban a la muchacha cuando de improviso tuvo la certeza de que la pestilencia procedía de aquellos seis hombres. En un abrir y cerrar de ojos empuñaron dagas en las manos, como si se hubieran percatado de que los había visto.

—¡Llevan cuchillos! —rugió, arrojándoles la bandeja de quesos.

La confusión se adueñó de la sala. Los hombres gritaban, la cantante chillaba, Nieda llamaba a Bili; todo sucedía a un tiempo. Lan se levantó de un salto, de la mano de Moraine brotó una bola de fuego, Loial levantó la silla a modo de garrote y Zarina se hizo a un lado, maldiciendo. Ella también empuñaba un cuchillo, pero Perrin estaba demasiado ocupado para reparar en detalle en lo que hacían los demás. Daba la impresión de que aquellos tipos iban directos a él, y su hacha estaba colgada de un clavo en su habitación.

Agarró una silla, le arrancó una gruesa pata que se prolongaba hasta el respaldo y, lanzando el resto del asiento a los hombres, se dispuso a defenderse con la larga e improvisada cachiporra. Trataban de llegar hasta él con sus armas al desnudo, como si Lan y los otros fueran meros obstáculos en su camino. Entre aquel amasijo de cuerpos sólo consiguió contener las cuchilladas, pues sus golpes amenazaban con herir tanto a Lan, Loial y Zarina como a sus seis atacantes. Vio de soslayo que Moraine se apartaba con expresión contrariada; entre aquella barahúnda no podía hacer nada sin poner en peligro a sus amigos. Ninguno de los intrusos le dedicó siquiera una mirada; no se interponía entre ellos y Perrin.

Jadeante, logró golpear en la cabeza a uno de los individuos con tal violencia que oyó el crujido de los huesos, y de pronto cayó en la cuenta de que todos estaban en el suelo. Se le antojaba que había transcurrido un cuarto de hora o más, pero vio que Bili interrumpía su carrera, moviendo con aspaviento las manos al ver a los seis muertos. Bili no había tenido tiempo de sumarse a la refriega.

Con una expresión más lúgubre de lo habitual, Lan comenzó a registrar minuciosamente los cadáveres, si bien con una celeridad que delataba su aversión. Loial, que todavía tenía la silla en alto, dio un respingo y la bajó con una sonrisa de embarazo. Moraine observaba a Perrin, igual que Zarina, que arrancaba su cuchillo del pecho de uno de los muertos. Aquel hedor a maldad había desaparecido, como si hubiera muerto con ellos.

—Hombres Grises —dijo quedamente la Aes Sedai—, e iban tras de ti.

—¿Hombres Grises? —Nieda soltó una sonora y a la vez nerviosa carcajada—. Vaya, sólo os falta decir que creéis en ogros y cocos y en Buscadores, y en el Viejo Siniestro corriendo con los perros negros en la Cacería Salvaje.

Algunos de los hombres que escuchaban las canciones se echaron a reír también, si bien las miradas que dirigían a Moraine eran tan aprensivas como las dedicadas a los cadáveres. La cantante miraba, asimismo, a Moraine, con ojos desorbitados. Perrin recordó aquella única bola de fuego, antes de que todo se volviera demasiado confuso. Uno de los Hombres Grises tenía un aspecto algo chamuscado y desprendía un nauseabundo olor a quemado.

—Un hombre puede seguir la senda de la Sombra —declaró con calma la Aes Sedai, volviéndose hacia la gorda posadera— sin ser un Engendro de ella.

—Oh, sí, Amigos Siniestros. —Nieda apoyó las manos en sus generosas caderas y observó ceñuda los cadáveres. Lan, que había finalizado su registro, lanzó una mirada a Moraine y sacudió la cabeza como si verdaderamente no hubiera esperado encontrar nada—. Lo más probable es que fueran ladrones, aunque no sé de ningún caso en que tuvieran la osadía de entrar directamente en una posada. Hasta ahora no había tenido ningún muerto en el Tejón. ¡Bili! Llévate esto, tíralo al canal, y cambia el serrín. Por la puerta trasera, ¿eh? No quiero que la Guardia venga a husmear al Tejón.

Bili asintió, ansioso por ser útil tras lo ocurrido sin su intervención. Agarró por el cinturón a un muerto en cada mano y se los llevó hacia la cocina.

—Aes Sedai —dijo la artista de oscuros ojos—, no pretendía ofenderos con mis vulgares cancioncillas. —Se tapaba el generoso escote con las manos—. Puedo cantar otras si lo deseáis.

—Canta lo que quieras, muchacha —le respondió Moraine—. La Torre Blanca no está tan aislada del mundo como al parecer creéis, y he escuchado canciones más soeces que las tuyas.

Con todo, no parecía complacerle el hecho de que todos supieran ahora que era una Aes Sedai. Miró a Lan, se ajustó la capa de lino y se encaminó a la puerta.

El Guardián se fue presuroso a cortarle el paso y los dos se pusieron a hablar en voz baja delante de la puerta, pero Perrin oyó tan claro lo que decían como si hubieran susurrado justo a su lado.

—¿Vas a irte sin mí? —dijo Lan—. Me comprometí a mantenerte sana y salva, Moraine, cuando me vinculé a ti.

—Siempre has sabido que existen peligros contra los que nada puedes hacer, mi Gaidin. Debo ir sola.

—Moraine…

—Obedéceme, Lan —lo interrumpió—. Si fracaso, lo sabrás, y estarás compelido a regresar a la Torre Blanca. No cambiaría eso ni aunque tuviera tiempo. No quiero que perezcas en un vano intento de vengar mi muerte. Llévate a Perrin contigo. La Sombra me ha dado a conocer, si bien de manera imprecisa, su importancia en el Entramado. He sido una necia. Rand es un ta’veren tan poderoso que pasé por alto el sentido que pueda tener la existencia de otros dos próximos a él. Con Perrin y Mat, la Amyrlin podrá influir tal vez en el curso de los acontecimientos. Estando Rand fuera de control, así habrá de ser. Explícale lo ocurrido, mi Gaidin.

—Hablas como si ya hubieras muerto —observó rudamente Lan.

—La Rueda gira según sus designios, y la Sombra oscurece el mundo. Sigue mis indicaciones, Lan, como juraste hacer. —Dicho esto, salió.

CAPÍTULO 43 Hermanos en la sombra

La muchacha de ojos oscuros volvió a subirse a la mesa y se puso a cantar de nuevo con voz insegura. La melodía se correspondía con la que Perrin conocía por el título de El gallo de la señora Aynora, y, aunque la letra era distinta una vez más, comprobó, decepcionado, y azorado por ello, que realmente narraba las peripecias de un gallo. Ni la misma señora Luhhan habría hallado nada censurable en ella. «Luz, estoy volviéndome igual de malicioso que Mat.» Ninguno de los espectadores se quejó; aunque algunos parecían algo contrariados, era evidente que estaban tan ansiosos por no suscitar la desaprobación de Moraine como la cantante. Nadie quería ofender a una Aes Sedai, ni siquiera estando ausente. Bili regresó a la sala y cargó otros dos Hombres Grises; algunos de los parroquianos ojearon los cadáveres y sacudieron la cabeza. Uno de ellos escupió en el suelo. Lan se acercó a Perrin.

—¿Cómo los has reconocido, herrero? —preguntó quedamente—. Su malignidad no es tan marcada como para que podamos percibirla yo o Moraine. Los Hombres Grises han pasado inadvertidos una criba de cientos de guardias, y entre ellos había Guardianes.

Consciente de que Zarina tenía la mirada pendiente de él, Perrin trató de hablar aún más bajo que Lan.

—Los…, los he olido. Había percibido anteriormente su olor, en Jarra y en Remen, pero siempre desaparecía. En ambas ocasiones, se habían marchado antes de nuestra llegada.

No estaba seguro de si Zarina lo había oído o no. En todo caso ella había hecho lo posible por escuchar con disimulo.

—Entonces debían de seguir a Rand. Y ahora a ti, herrero. —El Guardián no dio muestra alguna de sorpresa. Elevó la voz a su tono normal—. Voy a dar una mirada afuera, herrero. Puede que tus ojos capten algo que pase inadvertido a los míos.

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