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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 96
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dirigida a ellos. En realidad se le había iluminado la mirada al ver al Ogier, pero su atención se centraba realmente en la «señora Mari»—. ¿No han llegado a buen puerto mis palomas? —inquirió, bajando la voz. A Lan parecía aceptarlo como parte integrante de Moraine.

—Estoy convencida de que sí, Nieda —aseguró Moraine—. Aunque he estado ausente, estoy segura de que Adine ha anotado todo cuanto habéis informado. —Desvió los ojos hacia la muchacha que cantaba en la mesa sin dar muestras de desaprobación ni de complacencia en el semblante—. El Tejón era mucho más tranquilo la última vez que estuve aquí.

—Sí, señora Mari, así es. Pero parece que esos brutos aún no se han recuperado del invierno. No había tenido ni una pelea en el Tejón durante diez años, hasta finales del invierno pasado. —Señaló con la cabeza el único hombre que no estaba sentado cerca de la cantante, un individuo aun más fornido que Perrin que, plantado de brazos cruzados al lado de la pared, seguía el compás de la música con el pie—. Incluso Bili tenía dificultades para sofocarlas, de manera que empleé a la chica para que les quitara la ofuscación de las mentes. Es de un pueblo de Altara. —Ladeó la cabeza para escuchar—. Tiene una bonita voz, pero yo cantaba mejor, y bailaba mejor también, cuando tenía su edad.

Perrin quedó perplejo ante la noción de que aquella oronda matrona pudiera brincar encima de una mesa, cantando esa canción, a la que prestó de nuevo oídos: «No llevaré ropa ninguna. Ninguna…», hasta que Zarina le dio un fuerte codazo en las costillas. Soltó un gruñido.

—Te prepararé una mezcla de miel y azufre para esa garganta, chico —se ofreció Nieda—. No querrás pillar un resfriado antes de que se caldee el tiempo, teniendo a una muchacha tan hermosa colgada del brazo.

Moraine lo acusó con la mirada de interferir en su conversación.

—Es extraño que hayáis permitido peleas en vuestro establecimiento — comentó—. Recuerdo bien cómo vuestro sobrino las atajaba. ¿Ha sucedido algo que volviera más irritable a la gente?

—Tal vez —respondió Nieda tras meditar un instante—. Es difícil de decir. Los señoritingos jóvenes siempre bajan a los muelles en busca de las juergas y las mozas que no se les permite disfrutar en los barrios donde el aire huele más limpio. Quizás ahora vienen más a menudo, desde que empezó a recrudecerse el invierno. Quizás. Y a otros les dio por regañar con más frecuencia entre sí, también. Ha sido un duro invierno, y eso agria tanto el temperamento de los hombres como de las mujeres. Toda esa lluvia y ese frío… Si hasta encontré hielo en mi jofaina una mañana. No fue tan duro como el invierno anterior, por supuesto, pero ése fue un invierno como no se dan dos en mil años. Poco me faltó para creer esas patrañas que cuentan los viajeros de que cae agua helada del cielo. —Emitió una risita, extraña en una mujer tan gruesa, para demostrar el poco crédito que daba a tal idea.

«¿No cree que exista la nieve?», pensó con asombro Perrin. Bien mirado, no era tan descabellado si tenía en cuenta que consideraba frío el tiempo que hacía entonces.

Moraine inclinó pensativamente la cabeza y la capucha le ocultó el rostro.

La muchacha de la mesa inició una nueva estrofa, y Perrin no pudo sustraerse a la tentación de escucharla. Aunque nunca había oído hablar de una mujer que hiciera cosas remotamente parecidas a las que enunciaba en su canto, suscitó su interés. Advirtió que Zarina lo miraba y trató de simular que no escuchaba.

—¿Qué ha ocurrido de particular en Illian en los últimos tiempos? —preguntó al cabo Moraine.

—Supongo que puede considerarse algo fuera de lo común la ascensión de lord Brend al Consejo de los Nueve —repuso Nieda—. Así la Fortuna me pinche con su aguijón, no recuerdo haber oído jamás su nombre antes del invierno, pero llegó a la ciudad, procedente de algún sitio cercano a la frontera con Murandy, según se rumorea, y al cabo de una semana ya lo habían aceptado en el Consejo. Dicen que es un buen hombre, y el más poderoso de los Nueve, que todos acatan su liderazgo, aunque sea el más nuevo y el menos conocido, pero yo a veces tengo sueños extraños en los que aparece él.

Moraine había abierto la boca —para decirle a Nieda que su pregunta se refería a los últimos días, imaginó Perrin— pero titubeó un segundo y en su lugar inquirió:

—¿Qué clase de extraños sueños, Nieda?

—Oh, tonterías, señora Mari. Sólo tonterías. ¿De veras queréis que os lo cuente? Sueños en los que veo a lord Brend caminando en sitios extraños, en puentes colgantes. Son bien brumosos esos sueños, pero casi cada noche se repiten. ¿Habéis oído nunca algo semejante? ¡Sandeces, la Fortuna me clave su aguijón! De todas formas, es muy raro porque Bili dice que sueña lo mismo que yo. Seguramente oye cómo son los míos y los copia. Bili no es una persona muy inteligente, a veces.

—Tal vez seáis injusta con él —murmuró Moraine.

Perrin dirigió la mirada a su oscura capucha. Su voz se notaba alterada, incluso más que en la ocasión en que había creído que había surgido otro falso Dragón en Ghealdan. Él no percibía el olor del miedo, pero… Moraine estaba asustada, lo cual era mucho más terrorífico que verla enojada. Podía imaginarla enfadada, pero no alcanzaba a concebir la idea de que algo la amedrentara.

—Estoy divagando —se reprochó Nieda, golpeándose el moño—. Como si mis extravagantes sueños fueran importantes. —Volvió a lanzar una risita, más breve esta vez, dando a entender que aquello no era tan estrafalario como creer en la nieve—. Parecéis cansada, señora Mari. Os acompañaré a vuestras habitaciones. Y después os serviré una buena cena con pescado fresco.

—Habitaciones —dijo Moraine—. Sí. Tomaremos habitaciones. La comida puede esperar. Barcos. Nieda, ¿qué barcos parten para Tear? A primera hora de la mañana. Hay algo que debe hacerse esta noche. —Lan la miró ceñudo.

—¿Para Tear, señora Mari? —Nieda se echó a reír—. Ninguno hace el recorrido hasta Tear. Los Nueve prohibieron hace un mes que cualquier barco navegara hasta Tear, ni que viniera aquí ninguno de Tear, aunque no creo que los Marinos se atengan a lo ordenado. Pero no hay ninguna embarcación de los Marinos en el puerto. Es bien raro. El mandato de los Nueve, quiero decir, y el silencio del rey al respecto, cuando siempre hace oír su voz si dan siquiera un paso sin que él se ponga a caminar primero. O quizá no sea exactamente eso. Todo el mundo habla de una guerra con Tear, pero los marineros y los carreteros que llevan provisiones al ejército dicen que los soldados tienen puestas sus miras en el norte, en Murandy.

—Las sendas de la Sombra son enrevesadas —sentenció, tensa, Moraine—. Haremos lo que debemos. Las habitaciones, Nieda. Y después tomaremos la cena.

El dormitorio de Perrin era mucho más acogedor de lo que había esperado a raíz del aspecto que presentaba el resto del Tejón. La cama era amplia y el colchón, mullido. La puerta estaba hecha con tablillas inclinadas, y, cuando abrió las ventanas, la brisa entró trayéndole los olores del puerto. Y también algo de los canales, pero resultaba cuando menos refrescante. Colgó la capa en un clavo junto al hacha y la aljaba y apoyó el arco en un rincón. Lo demás lo dejó en las alforjas, previendo que la noche sería tal vez agitada.

Si Moraine había dejado traslucir temor antes, éste no había sido nada en comparación con la sensación que le había producido al decir que algo debía hacerse esa noche. Entonces, por un instante, el olor a miedo había emanado de ella como de una mujer que anunciara que iba a introducir la mano en un nido de avispas y aplastarlas sin guantes siquiera. «¿Qué demonios se propone? Si Moraine está asustada, yo debería estar aterrorizado.»

No lo estaba, advirtió; ni aterrorizado ni atemorizado siquiera. Se sentía… excitado. Dispuesto, casi ansioso, porque algo ocurriera. Determinado. Reconocía aquellos sentimientos. Eran los mismos que experimentaban los lobos justo antes de pelear. «¡Condenación, más me valdría tener miedo!»

Cuando volvió a la sala, únicamente había bajado Loial. Nieda les había preparado una amplia mesa, con sillas de respaldo de cuero en lugar de bancos, y hasta había encontrado una de dimensiones acordes a las de un Ogier. La muchacha cantaba al otro lado de la estancia una canción que hablaba de un rico mercader que acababa de perder de manera un tanto estrafalaria su tiro de caballos y por algún motivo había decidido tirar él mismo de su carruaje. Los hombres que escuchaban a su alrededor estallaron en risas. En las ventanas la oscuridad avanzaba más deprisa de lo que había previsto, y en el aire se percibía un olor que auguraba lluvia.

—Esta posada tiene una habitación para Ogier —anunció Loial cuando Perrin tomó asiento—. En todas las posadas illianas tienen una, por lo visto, con la esperanza de atraer clientes Ogier cuando vienen los albañiles. Nieda asegura que es síntoma de buena suerte tener un Ogier bajo el propio techo. No creo que consigan muchos, porque los picapedreros siempre se alojan juntos cuando salen a trabajar al Exterior. Los humanos son muy atolondrados, y los Mayores temen que en un arrebato de genio alguien nos ataque. —Miró a los parroquianos que rodeaban a la cantante como si recelara de ellos, con orejas nuevamente gachas.

El rico mercader estaba perdiendo ahora su carruaje, lo cual provocaba grandes risotadas entre el público.

—¿Has averiguado si hay algún Ogier del stedding Shangtai en Illian?

—Los había, pero Nieda ha dicho que se marcharon durante el invierno, sin haber concluido el trabajo. No lo comprendo. Los albañiles no habrían dejado las obras por acabar a no ser que no les pagaran, y Nieda sostiene que no fue ése el caso. Una mañana habían desaparecido simplemente, aunque alguien los vio caminando de noche por el camino de Maredo. Perrin, no me gusta esta ciudad. No sé por qué, pero me produce… inquietud.

—Los Ogier —observó Moraine— son perceptivos para ciertas cosas.

Todavía tenía la cara tapada, aunque esta vez con una capa de lino azul oscuro que al parecer Nieda había enviado a alguien a comprar. El olor a miedo se había disipado en ella, pero su voz sonaba sometida a un férreo control. Lan le sostuvo la silla con preocupación patente en el semblante.

Zarina fue la última en bajar, retocándose con los dedos el pelo recién lavado. El aroma a hierbas era más intenso a su alrededor. Fijó la vista en el plato de pescado que Nieda había traído a la mesa y murmuró entre dientes:

—Detesto el pescado.

La corpulenta mujer había traído toda la comida en un carrito con estantes, que tenía restos de polvo, como si lo hubieran rescatado precipitadamente del desván en honor de Moraine. La vajilla era, asimismo, de porcelana de los Marinos, aunque desportillada.

—Come —indicó Moraine, mirando directamente a Zarina—. Recuerda que cualquier comida puede ser la última. Elegiste viajar con nosotros y en consecuencia comerás pescado esta noche. Mañana puede que mueras.

A Perrin no le eran familiares los redondeados peces blancos con rayas rojas, pero su olor le resultó agradable. Se sirvió un par de ellos y luego sonrió a Zarina con la boca llena. Su sabor, ligeramente sazonado, era también agradable. «Cómete tu repugnante pescado, halcón», la urgió mudamente, advirtiendo, por su expresión, que Zarina le habría arrancado los

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