que hallaron en la población, un bajo arco de piedra tendido sobre un curso de agua de unos veinticinco metros de ancho, y tras haber pasado por otros dos similares, cayó en la cuenta de que Illian estaba entrecruzada por igual número de canales que de calles y que el transporte se realizaba tanto por medio de barcazas como de carros. Entre el gentío de las calles se abrían paso, serpenteantes, las sillas de manos y, con menor frecuencia, los lacados carruajes de algún rico mercader o noble, con el timbre o el emblema de su casa pintado en las puertas. Eran muchos los hombres que llevaban unas peculiares barbas sin bigote y las mujeres parecían tener predilección por los sombreros de ala ancha y los pañuelos anudados al cuello.
En cierto momento atravesaron una gran plaza rodeada de colosales columnas de mármol blanco de más de veinticinco metros de altura y tres de grosor que sólo soportaban una guirnalda de ramas de olivo esculpida encima de cada una de ellas. A ambos lados de la explanada se alzaban dos enormes palacios blancos totalmente rodeados de pilares, espaciosos balcones, esbeltas torres y tejados púrpura. A primera vista eran exactamente iguales, pero a poco Perrin advirtió que uno de ellos, cuyas torres quedaban como mucho un metro más bajas, estaba construido a una escala casi imperceptiblemente más reducida.
—El palacio del rey —anunció Zarina a su espalda— y la Gran Sede del Consejo. Dicen que el primer rey de Illian promulgó que el Consejo de los Nueve podía tener el palacio que quisiera, a condición de que no erigieran uno de mayores dimensiones que el suyo. De modo que el Consejo copió exactamente el palacio del rey, pero medio metro más pequeño en cada uno de los tramos. Así han funcionado las cosas en Illian desde entonces. El rey y el Consejo de los Nueve rivalizan entre sí, y la Corporación lucha contra ambos, y, mientras se concentran en sus disputas, el pueblo vive a su gusto, sin nadie que lo vigile demasiado. No es un mal tipo de vida, si uno debe permanecer ligado a una ciudad. Supongo que también te interesará saber, herrero, que ésta es la Plaza de Tammuz, donde yo presté juramento como cazador. Creo que acabaré enseñándote tantas cosas que nadie se fijará en la paja prendida en tu pelo.
Perrin se mordió la lengua y resolvió no volver a contemplar nada con tanto embeleso.
Nadie pareció tomar a Loial como algo fuera de lo común. Unas cuantas personas demoraron la mirada en él y algunos niños los siguieron un rato, pero todo indicaba que los Ogier no eran desconocidos en Illian. Ninguno de los ciudadanos parecía reparar tampoco en el calor.
Por una vez, Loial no dio muestras de complacencia por la naturalidad con que la gente aceptaba su presencia. Las largas cejas le llegaban a las mejillas y tenía las orejas abatidas, aunque Perrin no estaba seguro de si ello no se debía simplemente al bochorno reinante. Él mismo tenía la camisa pegada a la piel a causa del sudor y la humedad del aire.
—¿Temes encontrar otros Ogier aquí, Loial? —preguntó.
Notó que Zarina se agitaba tras él y maldijo su falta de precaución. Se había propuesto dejarle entrever la menor cantidad de información posible, menor incluso de la que Moraine tenía, al parecer, intención de revelarle. De ese modo tal vez se cansara y decidiera irse. «Si Moraine se lo permite ahora. Diantre, no quiero ningún condenado halcón encaramado a mis hombros, ni aunque sea bonita.»
—Nuestros picapedreros vienen aquí —asintió Loial con un susurro normal, impropio de un Ogier, que apenas resultó audible para Perrin—. Del stedding Shangtai, me refiero. Fueron albañiles de nuestro stedding quienes construyeron una parte de Illian: el palacio de la Corporación, la Gran Sede del Consejo y algunos otros, y por eso siempre nos mandan a buscar cuando se necesita repararlos. Perrin, si hay Ogier aquí, me obligarán a regresar al stedding. Debí haberlo previsto. Este lugar me produce desasosiego, Perrin. —Agitó las orejas con nerviosismo.
Perrin acercó a Brioso para darle una palmada en el hombro, para lo cual hubo de estirar bien el brazo. Consciente de que Zarina iba montada en la grupa, pensó bien lo que iba a decir.
—Loial, no creo que Moraine permitiera que te llevaran con ellos. Llevas mucho tiempo con nosotros, y parece que quiere que sigas acompañándonos. No dejará que te lleven, Loial.
«¿Por qué no? —se preguntó de repente—. A mí me retiene porque piensa que quizá soy importante para Rand y tal vez para prevenir que cuente lo que sé. Es posible que ésa sea la razón por la que quiere que continúe con nosotros.»
—Desde luego que no lo permitiría —convino con voz algo más animada Loial, irguiendo las orejas—. Soy muy útil, en fin de cuentas. Puede que necesite volver a viajar por los Atajos y no podría hacerlo sin mí. —Zarina volvió a revolverse detrás de Perrin, y éste sacudió la cabeza tratando de llamar la atención de Loial. Pero el Ogier no estaba mirando. Parecía que acababa de tomar conciencia de lo que había dicho y había doblado un poco las puntas de las orejas—. Espero que no sea por eso, Perrin. —Paseó la mirada en derredor y volvió a abatir por completo las orejas—. No me gusta este sitio, Perrin.
Moraine pegó su montura a la de Lan y habló en voz baja, pero Perrin logró percibir sus palabras.
—Flota algo maligno en esta ciudad. —El Guardián asintió con la cabeza.
Perrin notó un hormigueo entre los hombros. La Aes Sedai había hablado con tono lúgubre. «Primero Loial, y ahora ella. ¿Qué es lo que yo no veo?» El sol brillaba en los relucientes tejados y arrancaba reflejos en las paredes de pálida piedra. Aquellos edificios daban la impresión de ser frescos en su interior. Eran limpios y luminosos, y lo mismo podía decirse de la gente. La gente…
Al principio no advirtió nada anormal. Hombres y mujeres acudiendo a sus quehaceres, con paso decidido pero más lento de lo que había observado en poblaciones más al norte, cosa que atribuyó al calor y al esplendente sol. Entonces se fijó en un aprendiz de panadero que bajaba por una calle con una gran bandeja de pan recién cocido en la cabeza y una desagradable mueca en la cara; casi enseñaba los dientes. Una mujer examinaba unas coloridas telas frente a la tienda de un tejedor como si estuviera a punto de morder al hombre que las sostenía para que las mirara. Un malabarista instalado en una esquina comprimía las mandíbulas y miraba con odio a los transeúntes que arrojaban monedas al sombrero que tenía delante. No todo el mundo daba esa impresión, pero le pareció que al menos una de cada cinco personas tenía una expresión de ira y de odio. Y no creía que tuvieran siquiera conciencia de ello.
—¿Qué ocurre? —preguntó Zarina—. Estás tenso. Es como si estuvieras agarrando una piedra.
—Hay algo malo en el ambiente —respondió—. Ignoro qué, pero algo no funciona como debiera. —Loial asintió con tristeza y murmuró algo acerca del procedimiento que utilizarían para obligarlo a regresar.
Los edificios circundantes comenzaron a cambiar a medida que atravesaban Illian. La clara piedra aparecía ahora a menudo sin pulir y las torres y palacios eran reemplazados por posadas y almacenes. Muchos de los hombres que deambulaban por las calles, y algunas de las mujeres, caminaban con un curioso contoneo y todos iban descalzos, detalle éste que él asociaba con los marineros. El olor acre a cieno imperaba sobre los de brea y cáñamo y sobre el aroma a madera, en el que se distinguía el de la recién cortada y la curada. El olor de los canales se había vuelto más pestilente. «Orinales —distinguió, arrugando la nariz—. Orinales y retretes.» Sintió náuseas.
—El Puente de las Flores —anunció Lan cuando cruzaron uno de los tantos puentes. Aspiró a fondo—. Y ahora nos encontramos en el Barrio Perfumado. Los illianos son un pueblo poético.
Zarina sofocó una carcajada en la espalda de Perrin.
Como si de improviso se hubiera impacientado con la lentitud del tráfico de Illian, el Guardián los guió con paso rápido por las calles hasta una posada de dos pisos, de tosca piedra veteada de verde y tejado del mismo color. La luz menguaba con el atardecer y el sol poniente ofrecía una tenue tregua, aun cuando el calor siguiera siendo intenso. Los mozos sentados delante del establecimiento acudieron a hacerse cargo de sus caballos. Un moreno chiquillo de unos diez años preguntó a Loial si era un Ogier y cuando éste asintió dijo «Ya me lo parecía» con aire satisfecho. Se llevó la voluminosa montura de Loial, lanzando y recogiendo en el aire la moneda que éste le había dado.
Perrin observó un momento el letrero de la posada antes de entrar. Un tejón con rayas blancas bailaba sobre las patas traseras con un hombre que llevaba algo parecido a una pala de plata. «Aligerar el Tejón», rezaba. «Será alguna novela que no he leído.»
En la sala principal había serrín en el suelo y el humo de tabaco impregnaba el aire. También olía a vino, a pescado cocido y un dulzón perfume floral. Las desnudas vigas del techo, rudamente cortadas, estaban oscurecidas por el paso del tiempo. A esa hora de la tarde, los clientes, hombres sencillamente vestidos, algunos descalzos, ocupaban tan sólo una cuarta parte de la capacidad de la sala. Todos estaban arracimados en torno a una mesa en la que una guapa muchacha de ojos oscuros, la que llevaba el perfume, cantaba acompañada de un instrumento de doce cuerdas y bailaba encima de una mesa haciendo ondular la falda. Su holgada blusa blanca tenía un escote extremadamente abierto. Perrin identificó la melodía, La danzarina, pero la letra que cantaba la joven no era la misma que él conocía.
Una chica lugareña se vino a la ciudad, a ver qué había. Con un guiño y la sonrisa que tenía enamoró a un joven, o a tres sería. Con tan finos tobillos y piel de cerería conquistó a un capitán, la arpía. Con un suspiro y riendo, niña mía, se fue, libre, que mundo ancho había.
Inició otra estrofa y, cuando Perrin cayó en la cuenta de su sentido, se le acaloró la cara. Pensaba que nada podía escandalizarlo después de haber visto bailar a las gitanas, pero ellas solamente insinuaban ciertas cosas, mientras que aquella muchacha las cantaba sin tapujos. Zarina movía, sonriente, la cabeza al compás de la música. Su sonrisa se ensanchó al mirarlo.
—Vaya, campesino, no creo que haya conocido nunca a un hombre de tu edad que todavía se ponga colorado.
La miró con rabia y a duras penas se contuvo para no decirle algo que habría sido una estupidez. «Esta condenada mujer me ataca los nervios. ¡Luz, apuesto a que piensa que nunca he besado a una chica!» Intentó no escuchar el resto de la canción. Si no podía disipar el sonrojo de su cara, era seguro que Zarina aprovecharía para mofarse de él otra vez.
La propietaria, una voluminosa y obesa mujer con un grueso moño en la nuca que olía a jabón, había mostrado cierto estupor en el momento en que habían entrado, pero pronto se había recobrado y había acudido, solícita, hacia Moraine.
—Señora Mari —la saludó—, no pensaba veros aquí hoy. —Vaciló, mirando a Perrin y Zarina y lanzó una ojeada a Loial que no fue, empero, tan escrutadora como la