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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 92
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murmurando para sí al tiempo que sacudía el agua. Llevaba el pelo dispuesto en una multitud de pequeñas trenzas y su vestido de seda, presumiblemente de color verde pálido, tenía complicados bordados en el pecho. Había sido una prenda elegante en un tiempo, pero ahora estaba manchada y hecha jirones. Se masajeó la espalda con los nudillos, sin parar de hablar para sus adentros en voz baja, y se dirigió presurosa a las puertas del establo para mirar afuera. Con igual rapidez, cerró los grandes batientes, dejando la cuadra a oscuras. Abajo se oyó un roce, un tintineo y una especie de restallido, y de improviso se encendió una pequeña llama en una linterna que llevaba en la mano. La desconocida miró en derredor, localizó un gancho en una viga, colgó la linterna y se puso a rebuscar debajo de la lona que cubría el carro.

—Lo ha hecho muy deprisa —comentó en voz baja Thom—. Ha podido prender fuego al establo frotando de ese modo el eslabón y el pedernal a oscuras.

La mujer sacó la punta de una barra de pan y se puso a masticarla como si estuviera dura y el hambre le impidiera ponerle reparos.

—¿Queda un poco de queso? —susurró Mat. Thom negó con la cabeza.

La desconocida olisqueó el aire, y entonces Mat cayó en la cuenta de que probablemente había percibido el olor a tabaco de la pipa de Thom. Estaba a punto de levantarse y anunciar su presencia cuando una de las puertas del establo se abrió de nuevo.

La mujer se agachó, dispuesta a echar a correr, al tiempo que cuatro hombres entraban quitándose las mojadas capas, bajo las cuales vestían pálidas chaquetas de mangas ahuecadas con bordados en el pecho y calzones abombados también bordados. A pesar de sus artificiosos atuendos eran todos corpulentos y tenían expresiones feroces.

—Veo, Aludra —gritó uno que llevaba una chaqueta amarilla—, que no has corrido tan deprisa como pensabas, ¿eh? —Mat percibió un acento extraño en su habla.

—Tammuz —dijo la mujer como si profiriera una maldición—. No te bastó con ser el causante de que me expulsaran de la Corporación por tu metedura de pata, cabeza de chorlito, que ahora tienes que venir persiguiéndome también. —Tenía la misma forma peculiar de hablar que el hombre—. ¿Crees que me alegra verte?

—Eres una redomada necia, Aludra —replicó, riendo, el tal Tammuz—, cosa que por lo demás yo siempre supe. Si te hubieras limitado a marcharte, podrías haber llevado una larga vida en un lugar tranquilo. Pero no podías olvidar los secretos que alberga tu cabeza, ¿verdad? ¿Pensabas que no nos enteraríamos de que intentas ganarte la vida fabricando lo que sólo la Corporación tiene derecho a fabricar? —De pronto apareció un cuchillo en su mano—. Será un gran placer apuñalarte la garganta, Aludra.

Mat no tuvo conciencia de haberse incorporado hasta tener entre las manos una de las cuerdas que pendían del techo y haberse propulsado fuera del pajar. «¡Soy un maldito estúpido!»

Únicamente tuvo tiempo para formular aquel arrebatado pensamiento antes de precipitarse sobre los hombres, y derribarlos en cadena como bolos. La mano le resbaló en la cuerda y cayó dando tumbos sobre el suelo cubierto de paja, desparramando monedas de los bolsillos, hasta que lo paró un poste. Cuando se puso en pie, los cuatro intrusos se levantaban también. Y ahora todos iban armados con cuchillos. «¡Un ciego estúpido! ¡Un condenado tonto!»

—¡Mat!

Alzó la cabeza, y Thom le lanzó su barra. La pescó en el aire justo a tiempo para desarmar a Tammuz de un golpe y propinarle un fuerte estacazo en la cabeza. Tammuz se desplomó, pero los otros tres estaban justo detrás, y por espacio de un frenético momento Mat hubo de aplicarse a fondo haciendo molinetes con el bastón para mantener las hojas de los cuchillos alejadas de él, golpeando rodillas, tobillos y costillas hasta poder asestarla directamente contra una cabeza. Cuando el último de sus adversarios cayó, los observó un instante y después miró airadamente a la mujer.

—¿Teníais que escoger este establo como escenario de vuestro asesinato?

—Os habría ayudado —repuso la desconocida, envainando una daga de fina hoja en la funda de su cinturón—, pero he temido que fuerais a confundirme con uno de estos grandes bufones si me acercaba a vos empuñando un arma. Y he elegido este establo porque afuera llueve y estoy mojada, y porque nadie vigilaba este lugar.

Era mayor de lo que había creído, al menos diez o veinte años más vieja que él, pero aún hermosa, con grandes ojos oscuros y una pequeña y carnosa boca que parecía a punto de hacer pucheros. «O de dar un beso.» Emitió una carcajada y se apoyó en la barra.

—Bien, lo hecho hecho está. Supongo que no era vuestra intención traernos complicaciones.

Aludra dirigió la mirada hacia Thom, que bajaba con torpeza del pajar a causa de la cojera. El juglar se había vuelto a poner la capa, fiel a su costumbre de no dejar que nadie lo viera sin ella, en especial la primera vez.

—Esto es como un cuento —se maravilló—. Un juglar y un joven héroe acaban de salvarme —miró con una mueca a los hombres tendidos en el suelo— ¡de estos hijos de perra!

—¿Por qué querían mataros? —preguntó Mat—. Ha dicho algo sobre los secretos.

—Los secretos —respondió por ella Thom casi con voz declamatoria— de la fabricación de fuegos de artificio, si mal no me equivoco. Sois una Iluminadora, ¿verdad? —Realizó una cortés reverencia imprimiendo un artificioso revuelo a su capa—. Soy Thom Merrilin, juglar de profesión, como ya habéis advertido. Y éste es Mat —añadió—, un joven con un don especial para meterse en problemas.

—Era una Iluminadora —precisó Aludra—, pero este gran cerdo de Tammuz echó a perder el espectáculo encargado por el rey de Cairhien y poco faltó para que destruyera nuestra sede allí. Pero como yo era la encargada, la Corporación descargó la responsabilidad en mí. Yo no propago los secretos de la Corporación —aseguró a la defensiva—, por más que diga Tammuz, pero no pienso morirme de hambre teniendo la posibilidad de elaborar artículos de pirotecnia. Puesto que ya no formo parte de la Corporación, no tengo por qué obedecer sus leyes.

—Galldrain —dijo Thom casi con igual rigidez en su tono—. Bien, ahora es un monarca muerto y ya no verá más fuegos de artificio.

—La Corporación —declaró con voz cansada la mujer— prácticamente me achaca a mí la culpa de esta guerra que asola Cairhien, como si esa noche de desastre hubiera sido la causa de la muerte de Galldrain. —Thom torció el gesto—. Creo que no podré quedarme más aquí —continuó—. Tammuz y estos otros bueyes no tardarán en despertar. Quizás esta vez me acusen ante los soldados de haber robado lo que he fabricado. —Miró con ademán pensativo a Thom y a Mat y luego pareció llegar a una conclusión—. Os debo una recompensa, pero no tengo dinero. No obstante, poseo algo que quizá sea tan valioso como el oro o más. Veremos qué opináis.

Mat intercambió miradas con Thom al tiempo que la mujer se iba a rebuscar bajo la lona del carro. «Ayudaré a quien me pague el servicio.» Creyó advertir un aire especulativo en los azules ojos de Thom.

Aludra separó un fajo entre varios idénticos, un corto rollo de pesada tela de hule de un perímetro casi tan largo como el formado por sus brazos al abrazarlo. Luego lo depositó en la paja del suelo, desató las cuerdas que lo cerraban y lo desenrolló. De punta a punta, había cuatro hileras de bolsillos de distinto tamaño, ordenadas de menor a mayor, y en cada bolsillo sobresalía un cilindro de papel encerado del que asomaba una oscura cuerda.

—Fuegos de artificio —dijo Thom—. Lo sabía. Aludra, no debéis hacer esto. Podéis venderlo y sacar el dinero suficiente para vivir como mínimo diez días en una buena posada y comer abundantemente cada día. Bueno, en otro sitio que no sea Aringill.

Arrodillada junto a la larga tira de tela de hule, irguió altivamente la cabeza.

—Callad, viejo —indicó sin parecer grosera—. ¿No tengo derecho a demostrar mi gratitud? ¿Creéis que iba a daros esto si no tuviera más? Prestad atención.

Mat se agachó, fascinado, a su lado. Había visto fuegos artificiales dos veces en su vida. El Consejo del Pueblo había incurrido en un gran gasto haciéndolos traer al Campo de Emond por los buhoneros. A la edad de diez años, había intentado cortar uno para ver lo que había adentro, y había provocado un gran alboroto. Bran al’Vere, el alcalde, lo había abofeteado; Doral Barran, por aquel tiempo la Zahorí, le había propinado unos latigazos; y al llegar a casa su padre le había pegado con la correa. Durante todo un mes nadie le dirigió la palabra en el pueblo, salvo Rand y Perrin, y casi siempre que lo hacían era para insistir en regañarlo. Alargó la mano para tocar uno de los cilindros, y Aludra la apartó de un manotazo.

—¡He dicho que atiendas primero! Estos más pequeños producen una fuerte detonación, pero nada más. —Aquéllos tenían las dimensiones de su dedo meñique—. Estos otros, originan una detonación y una brillante luz. Los siguientes provocan la detonación, la luz y una multitud de chispas. Los últimos —ésos eran más gruesos que su pulgar— producen el mismo efecto, con la diferencia de que las chispas son multicolores. Casi como una flor de noche, pero no llegan tan arriba.

«¿Una flor de noche?», se extrañó Mat.

—Debes tener especial cuidado con éstos. Como ves, la mecha es muy larga. —Al ver su expresión embobada, agitó una de las oscuras cuerdas en dirección a él—. ¡Esto, esto!

—Donde se prende el fuego —murmuró—. Ya lo sé. —Thom carraspeó y se mesó los bigotes con un nudillo como si ocultara una sonrisa.

—Donde se prende el fuego —gruñó Aludra—. Sí. No se debe permanecer cerca en ninguno de los casos, pero, cuando enciendas la mecha de los mayores, has de echar a correr. ¿Me entiendes? —Enrolló con rapidez la larga tela—. Puedes venderlos si lo deseas, o lanzarlos. Recuerda que nunca debes ponerlos cerca del fuego, pues estallarían todos a la vez. Habiendo tantos juntos, bastaría tal vez para destruir una casa. —Su mano vaciló antes de volver a atar el cordel—. Hay, además, otra cuestión que seguramente no será nueva para ti. No cortes la cobertura de ninguno de ellos, como hacen algunos insensatos para ver lo que hay en su interior. A veces, cuando el contenido entra en contacto con el aire, hacen explosión sin necesidad de encenderlos. Podrías perder varios dedos, o incluso una mano.

—Estoy al corriente de ello —reconoció secamente Mat.

La mujer lo observó frunciendo el entrecejo, como si pusiera en duda que no fuera a probarlo, y al fin le tendió el fajo.

—Toma. Ahora debo irme, antes de que despierten estos hijos de perra. —Al mirar la puerta aún abierta y la lluvia que caía más allá del dintel, exhaló un suspiro—. Quizás encuentre otro sitio resguardado. Me parece que mañana iré hacia Lugard. Estos cerdos pensarán que voy a Caemlyn.

Lugard quedaba todavía más lejos que Caemlyn, y Mat recordó de improviso el duro trozo de pan. Había dicho que no tenía dinero, y los artículos de pirotecnia no se lo aportarían hasta que no encontrara a alguien en condiciones de poder comprarlos. En ningún momento había detenido la mirada en las monedas de oro y plata que se le habían caído de los bolsillos al aterrizar en el suelo, las cuales centelleaban entre

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