dirigía a Dailin, al hombre de pelo cano, a Aviendha, o a todos los Aiel—. ¡No la he curado para que pudiera morir de esta manera!
—La muerte nos llega tarde o temprano a todos —se dispuso a aducir Aviendha, pero, cuando Nynaeve se encaró a ella, guardó silencio.
Los Aiel intercambiaron miradas, como si tuvieran la aprensión de que Nynaeve fuera a hacerles lo mismo que a los Myrddraal. En sus ojos no había miedo; sólo conocimiento.
—El acero de los Hombres de la Sombra no hiere —declaró Aviendha—, mata.
El Aiel mayor la miró con un ligero asomo de sorpresa en los ojos. Egwene dedujo que, al igual que en Lan, aquel parpadeo representaba para aquel hombre el equivalente a una evidente muestra de asombro en otro.
—Saben poco respecto a ciertas cuestiones, Rhuarc —explicó Aviendha.
—Siento —se disculpó Elayne con cantarina voz— haber interrumpido vuestra… danza. Quizá no hemos debido interferir.
Tras un primer momento de sorpresa, Egwene comprendió qué se proponía. «Tranquilizarlos, y dar ocasión a que Nynaeve se apacigüe.» —Llevabais las de ganar —dijo a su vez—. Tal vez os hemos ofendido con nuestra intromisión.
—Yo, por mi parte, Aes Sedai —replicó, riendo, el hombre de pelo gris, Rhuarc— , me he alegrado de… lo que sea que hayáis hecho. —Por un instante no pareció muy seguro de lo que afirmaba, pero enseguida recuperó su buen humor. Tenía una sonrisa abierta y firmeza en el cuadrado rostro; era atractivo, aunque algo viejo—. Podríamos haberlos liquidado, pero tres Hombres de la Sombra… Habrían matado a dos o tres más sin duda, tal vez a todos, y no puedo asegurar que los hubiéramos exterminado. Para los jóvenes, la muerte es un enemigo contra el que quieren medir sus fuerzas. Para los que ya hemos dejado atrás la juventud, es una vieja amiga, una vieja amante que, sin embargo, no anhelamos volver a ver pronto.
Nynaeve pareció relajarse con sus palabras, como si el hecho de conocer a un Aiel que no estuviera ansioso por morir la hubiera liberado de su tensión.
—Es mi obligación daros las gracias —dijo—, y así lo hago. Reconozco que me ha sorprendido veros. Aviendha, ¿esperabais encontrarnos aquí?
—Os he seguido —explicó sin empacho la Aiel—. Para ver qué hacíais. He visto cómo os apresaban, pero estaba demasiado lejos para ayudaros. Como sabía que me descubriríais si me acercaba más, permanecía a unos cien metros de distancia. Cuando he visto que os hallabais indefensas, era demasiado tarde para tratar de rescataros yo sola.
—Estoy convencida de que has hecho cuanto has podido —la tranquilizó, con voz desmayada, Egwene. «¿Estaba a tan sólo cien metros de nosotras? Luz, los bandidos no han visto nada.»
—Sabía dónde debía encontrarse Coram —continuó Aviendha, interpretando sus palabras como una invitación a proseguir—, y él sabía dónde estaban Dhael y Luaine, que a su vez sabían… —Calló un momento y miró ceñuda al Aiel de más edad—. No preveía encontrar a un jefe de clan, y mucho menos del mío, entre quienes han acudido. ¿Quién dirige el Taardad Aiel, Rhuarc, estando vos aquí?
—Los jefes de los septiares —respondió Rhuarc, encogiéndose de hombros para restar importancia a la cuestión— se turnarán en el mando, e intentarán descubrir si realmente desean ir a Rhuidean cuando yo muera. No habría venido si Amys, Bair, Melaine y Seana no me hubieran hostigado como gatos monteses a un rebeco. Los sueños señalaban que debía ir. Me preguntaron si de verdad quería morir gordo y viejo en una cama.
Aviendha rió como si hubiera contado un chiste graciosísimo.
—He oído decir que un hombre atrapado entre su mujer y una Sabia desea a menudo tener doce enemigos contra quienes luchar en lugar de con ellas. Un hombre atrapado entre una esposa y tres Sabias, siendo la esposa una Sabia también, debe plantearse hasta la posibilidad de dar muerte al Cegador de la Vista.
—Admito que consideré la idea. —Miró algo que había en el suelo; tres anillos con la Gran Serpiente, identificó Egwene, y una sortija más pesada de oro destinada al dedo de un hombre—. Y sigo haciéndolo. Todas las cosas deben cambiar, pero yo no formaría parte de ese cambio si me quedara al margen de él. Tres Aes Sedai que viajan a Tear. —Los otros Aiel cambiaron miradas entre sí.
—Habéis hablado de sueños —observó Egwene—. ¿Conocen vuestras Sabias el significado de sus sueños?
—Algunas. Si os interesa saber algo más sobre el tema, deberíais hablar con ellas.
Tal vez se lo digan a una Aes Sedai. A los hombres sólo nos comunican lo que indican los sueños que debemos hacer. —De improviso, se notó fatiga en su voz—. Y normalmente se trata de algo que omitiríamos, si estuviera en nuestras manos hacerlo.
Se encorvó para recoger el anillo de hombre, en el que volaba una grulla sobre una lanza y una corona. Egwene lo reconoció entonces. Lo había visto con frecuencia colgado del cuello de Nynaeve en un cordel de cuero. Nynaeve pisó las otras dos sortijas para quitárselo de la mano; tenía la cara ruborizada, de rabia y de otras muchas emociones que Egwene no supo identificar. Sin hacer nada para recuperarlo, Rhuarc siguió hablando con la misma voz cansina. —Y una de ellas lleva un anillo del que oí hablar de niño. El anillo de los reyes malkieri. Lucharon con los shienarianos contra los Aiel en tiempos de mi padre. Eran buenos bailando la danza de las lanzas. Pero Malkier sucumbió a la Llaga. Dicen que solamente sobrevivió un infante rey, que corteja la muerte que arrasó su tierra como otros hombres cortejan a las mujeres hermosas. Es en verdad algo extraño, Aes Sedai. De todas las rarezas que preví ver cuando Melaine me hizo salir precipitadamente de casa y trasponer la Pared del Dragón, ninguna ha sido tan singular como ésta. Jamás creí que mis pies seguirían la senda que me marcáis.
—Yo no os marco ningún camino —replicó secamente Nynaeve—. Lo único que quiero es proseguir el mío. Esos hombres tenían caballos. Tomaremos tres y nos pondremos en marcha.
—¿De noche, Aes Sedai? —se extrañó Rhuarc—. ¿Es tan urgente vuestro viaje que recorreríais estas peligrosas tierras en la oscuridad?
—No —repuso, tras un momento de vacilación, Nynaeve—. Pero me propongo partir al alba —añadió con tono más firme.
Los Aiel trasladaron a los muertos fuera de la palizada, pero ni Egwene ni sus compañeras quisieron hacer uso de la sucia cama en que había dormido Adden. Recogieron sus anillos y se acostaron a la intemperie, abrigadas con sus capas y las mantas que les dieron los Aiel.
Cuando la aurora arreboló el cielo por levante, los Aiel las invitaron a un desayuno consistente en dura carne seca —que Egwene dudó al principio en comer, hasta que Aviendha le dijo que era de cabra—, un pan que costaba casi tanto de masticar como la correosa carne y queso azulado de agrio sabor, cuya dureza hizo murmurar a Elayne que los Aiel debían de practicar mascando piedras. La heredera del trono dio cuenta, sin embargo, de una cantidad de comida equivalente a la que consumieron Egwene y Nynaeve juntas. Tras seleccionar los tres mejores caballos para ellas, los Aiel dejaron sueltos a los demás. Ellos no cabalgaban a menos que fuera imprescindible, explicó Aviendha, dando a entender que ella preferiría antes correr con los pies llagados. Los ejemplares que les reservaron eran altos y corpulentos como caballos de guerra, de altivo y ardiente porte. Un semental negro para Nynaeve, una yegua ruana para Elayne y una yegua gris para Egwene.
Decidió llamarla Niebla, con la esperanza de que un nombre agradable la volviera apacible, y, efectivamente, Niebla parecía trotar con ligereza cuando partieron en dirección sur, justo en el momento en que el sol trazaba un rojo cerco sobre el horizonte.
Todos los Aiel que habían salido con vida de la escaramuza las acompañaron a pie. Aparte de los que habían matado los Myrddraal habían perecido tres más. Ahora eran diecinueve en total. Andaban con paso largo junto a las monturas. Primero Egwene trató de imprimir una marcha lenta a Niebla, pero sólo provocó la hilaridad de los Aiel.
—Haría una carrera de quince kilómetros contigo —afirmó Aviendha—, y veríamos quién gana, tu caballo o yo.
—¡Y yo una de treinta kilómetros! —añadió, riendo, Rhuarc.
Egwene pensó que posiblemente hablaban en serio, y, cuando ella y sus amigas dejaron que los caballos adoptaran un paso más rápido, los Aiel no se rezagaron en lo más mínimo.
—Adiós, Aes Sedai —se despidió Rhuarc cuando divisaron los tejados de paja de Jurene—. Ojalá siempre encontréis agua y sombra. Puede que volvamos a vernos antes de que se produzca el cambio —señaló con tono algo solemne.
Mientras se desviaban hacia el sur, Aviendha, Chiad y Bain levantaron la mano a modo de despedida. No daba impresión de que aminoraran la marcha ahora que ya no iban junto a los caballos, sino más bien lo contrario. Egwene tuvo la sospecha de que pretendían mantener aquel ritmo hasta llegar a su destino.
—¿Qué ha querido decir con eso? —preguntó—. De que puede que volvamos a vernos antes del cambio. —Elayne sacudió la cabeza.
—No importa lo que haya querido decir —le restó importancia Nynaeve—. Aunque me alegro de que acudieran anoche, no me apena haberme separado de ellos. Confío en que haya un barco aquí.
Jurene era un pueblecito de casas bajas de madera sobre el que destacaba, prendido de una alta asta, el estandarte con el León Blanco de Andor. La aldea estaba controlada por cincuenta miembros de la Guardia Real vestidos con rojas chaquetas con largas chorreras blancas bajo relucientes petos. Los habían destacado allí, explicó su capitán, para proteger a los refugiados que querían huir a Andor, pero el número de éstos disminuía día a día. Ahora la mayoría iban a pueblos situados más cerca de Aringill. Era una suerte que las tres mujeres hubieran llegado entonces, pues esperaba recibir de un momento a otro órdenes de volver con su compañía a Andor. Los pocos habitantes de Jurene se marcharían seguramente con ellos, dejando lo que quedaba de la población a merced de los bandidos y los soldados cairhieninos de las casas enfrentadas en el conflicto.
Elayne mantuvo la cara oculta bajo la capucha de su sencilla capa de lana, aunque no pareció que ninguno de los soldados asociara a la muchacha de pelo dorado rojizo con la heredera del trono de su país. Algunos le pidieron que se quedara; Egwene no supo si ello la había complacido o escandalizado. Ella por su parte respondía a quienes le formularon la misma solicitud que no tenía tiempo para dedicárselo a ellos. Fue un detalle agradable que se lo pidieran ya que, si bien no sentía para nada deseos de besar a aquellos individuos, era un placer que le recordaran que algunos hombres, al menos, la consideraban tan hermosa como Elayne. Nynaeve abofeteó a uno; Egwene barruntó que la había tomado por sorpresa porque, a pesar de la furia de su mirada, en el fondo no parecían haberle disgustado los agasajos.
No llevaban puestos los anillos. Nynaeve no había tenido que esforzarse para persuadirlas de que Tear no era precisamente el lugar donde les convenía que las identificaran como Aes Sedai, sobre todo estando el Ajah Negro allí. Egwene llevaba el suyo en la bolsa junto con el ter’angreal de piedra, la cual palpaba a menudo para comprobar que seguían allí. Nynaeve había colgado el suyo en la misma cuerda que mantenía sobre su pecho la pesada sortija de Lan.
Había una embarcación en Jurene, amarrada al solitario muelle lamido