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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 88
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otro lado de la pared y más afuera. Son muchos. Nos han dado algún somnífero, pero no ha sido muy efectivo. ¿Lo recuerdas?

—Lo recuerdo —respondió ferozmente y en voz baja Nynaeve al tiempo que le apartaba la mano. Torció la boca haciendo una mueca y de repente exhaló una queda carcajada—. Raíz de pasionaria. Los tontos nos han dado raíz de pasionaria mezclada con vino. Vino casi convertido en vinagre, a juzgar por el sabor. Deprisa, ¿recuerdas algo de lo que te enseñé? ¿Para qué sirve la raíz de pasionaria?

—Disipa el dolor de cabeza facilitando el sueño —repuso Egwene con voz igualmente queda y casi con igual ferocidad, hasta que oyó lo que ella misma decía—. Produce cierta somnolencia, pero nada más. —El gordo no había escuchado bien lo que le había dicho su abuela—. Lo único que han conseguido es mitigar el dolor provocado por los golpes recibidos en la cabeza.

—Exactamente —convino Nynaeve—. Y, en cuanto hayamos despertado a Elayne, les daremos tan cumplidamente las gracias que no lo olvidarán nunca. —Se incorporó para ponerse en cuclillas junto a la muchacha de cabellos dorados.

—Me ha parecido ver más de un centenar de hombres afuera al llegar —susurró Egwene—. Estoy segura de que no te importará que utilice el Poder como un arma esta vez. Y, por lo visto, va a venir alguien a comprarnos. ¡Me propongo hacerle algo a ese tipo que le hará seguir la senda de la Luz hasta el día de su muerte! —Nynaeve seguía agazapada al lado de Elayne, pero ninguna de las dos se movía—. ¿Qué sucede?

—Está gravemente herida, Egwene. Creo que tiene el cráneo roto, y apenas respira. Egwene, está agonizando.

—¿No puedes hacer algo? —Egwene trató de recordar todos los flujos que Nynaeve había entrelazado para curar a la Aiel, pero su memoria sólo conservaba la tercera parte del proceso—. ¡Debes hacerlo!

—Me han quitado las hierbas —murmuró ardientemente Nynaeve, con voz temblorosa—. ¡Sin las hierbas no puedo! —Egwene advirtió con asombro que a Nynaeve se le saltaban las lágrimas—. ¡Malditos sean todos, no puedo hacerlo sin…! — De improviso agarró a Elayne de los hombros como si pretendiera levantarla y zarandearla—. ¡Vamos, muchacha —dijo con voz ronca—, no te he traído hasta aquí para que murieras! ¡Debí dejarte fregando ollas! ¡Debí atarte dentro de un saco para que Mat te llevara con tu madre! ¡No permitiré que mueras estando conmigo! ¿Me oyes? ¡No lo permitiré! —El Saidar resplandeció de repente en torno a ella, y Elayne abrió desmesuradamente los ojos y la boca.

Egwene le tapó los labios con las manos para sofocar un posible grito y, al tocarla, los torbellinos de la curación de Nynaeve la atraparon como una paja a merced de un remolino. Se quedó helada hasta los huesos, y las carnes se le tensaron como si fueran a resquebrajarse; el mundo desapareció al tiempo que se sumía precipitadamente en un abismo, girando y volando.

Cuando por fin cesó aquella sensación, observó jadeante a Elayne, que le devolvió la mirada por encima de las manos que aún tenía pegadas a su boca. El dolor de cabeza había desaparecido por completo, seguramente como efecto tangencial de lo realizado por Nynaeve. El murmullo de voces procedente de la otra habitación no se había intensificado, prueba de que si Elayne, o ella, habían hecho algún ruido, Adden y sus acompañantes no lo habían advertido. Nynaeve estaba de rodillas, con las manos apoyadas en el suelo, temblorosa y cabizbaja.

—¡Luz! —murmuró—. Hacerlo así… ha sido como… si me despellejara. ¡Oh, Luz! —Lanzó una mirada a Elayne—. ¿Cómo te encuentras? —Egwene apartó las manos.

—Cansada —respondió Elayne—. Y hambrienta. ¿Dónde estamos? Había unos hombres con hondas…

Egwene le refirió rápidamente lo ocurrido. El rostro de Elayne comenzó a ensombrecerse mucho antes de que hubiera concluido.

—Y ahora —añadió con voz férrea Nynaeve— vamos a enseñarles a esos palurdos a qué se exponen entrometiéndose en nuestro camino. —El Saidar brilló de nuevo a su alrededor.

Elayne se puso inciertamente en pie, pero rodeada también del nimbo. Egwene estableció contacto con la Fuente Verdadera casi con entusiasmo.

Cuando miraron por las rendijas para ver con qué habían de enfrentarse exactamente, había tres Myrddraal en la habitación.

Con sus negros atuendos de tiesa e inmóvil caída, se hallaban junto a la mesa y, con excepción de Adden, todos los presentes se habían alejado lo más posible, hasta pegar la espalda a la pared, donde permanecían con la vista fija en el suelo de tierra. Con la mesa de por medio, Adden sostenía aquellas miradas de cuencas vacías, pero el sudor formaba regueros en la mugre de su cara.

El Fado cogió uno de los anillos de la mesa, y entonces Egwene vio que era un círculo de oro mucho mayor que las sortijas con la Gran Serpiente.

Con la cara pegada a la grieta abierta entre dos troncos, Nynaeve emitió una queda exclamación y se palpó bajo el escote del vestido.

—Tres Aes Sedai —siseó con regocijo el Semihombre, con voz que sonó como un montón de hojas secas desintegrándose—, y una lleva esto. —El anillo golpeó pesadamente la madera cuando el Myrddraal lo dejó caer sobre la mesa.

—Son las que buscamos —afirmó con voz rasposa otro—. Seréis bien recompensado, humano.

—Hemos de tomarlos por sorpresa —indicó Nynaeve—. ¿Qué clase de candado cierra esta puerta?

Egwene localizó el candado en la parte exterior de la hoja, una masa de hierro prendida a una cadena tan gruesa como para contener a un toro enfurecido.

—Preparaos —dijo.

Formó una delgada hebra de Tierra, más fina que un cabello, con la esperanza de que los Semihombres no detectaran un encauzamiento tan tenue, y lo dirigió al interior de la cadena, a las mínimas partes integrantes de su materia.

Uno de los Myrddraal alzó la cabeza y otro adelantó el torso sobre la mesa en dirección a Adden.

—Siento un escozor, humano. ¿Estáis seguro de que duermen? —Adden tragó saliva y asintió mudamente.

El tercer Myrddraal se giró hacia la puerta tras la cual se agazapaban Egwene y las demás.

La cadena cayó al suelo, y el Myrddraal que miraba enseñó los dientes; en ese momento la puerta de afuera se abrió de golpe, y por ella entró la muerte velada de negro.

En la sala se produjo una algarabía de gritos y alaridos al tiempo que los hombres desenfundaban las espadas para contener las embestidas de las lanzas de los Aiel. Los Myrddraal también desenvainaron armas más negras que sus ropas para luchar, asimismo, por sus vidas. Egwene había visto en una ocasión seis gatos peleándose; el combate que acababa de iniciarse era cien veces más encarnizado y confuso. Al cabo de unos segundos, no obstante, se hizo el silencio. O algo próximo a él.

Todos los humanos que no tenían la cara tapada con un velo yacían muertos atravesados por una lanza; Adden estaba clavado en la pared. Había también dos Aiel abatidos entre el desorden de muebles volcados y cadáveres. Los tres Myrddraal formaban un círculo en el centro de la habitación, empuñando sus negras espadas. Uno se tocaba el costado como si estuviera herido, aunque por lo demás no daba ninguna muestra de ello. Otro tenía un largo corte en el pálido rostro del que no manaba sangre. A su alrededor giraban, agachados, los cinco Aiel aún vivos. Los gritos y los sonidos del entrechocar de metal indicaban que había más Aiel luchando en la noche, pero allá adentro el ruido era más escaso.

A medida que giraban, los Aiel golpeaban con las lanzas sus pequeños escudos de cuero. Bum-bum-BUM-bum… burn-bum-BUM-bum… bum-bum-BUM-bum. Los Myrddraal daban vueltas con ellos con expresión de incerteza y patente inquietud por el hecho de que el miedo que atenazaba el corazón de todo humano que fuera objeto de su mirada no pareciera afectar a aquéllos.

—Baila conmigo, Hombre de la Sombra —gritó de improviso, con tono burlón, uno de los Aiel. Era la voz de alguien joven.

—Danza conmigo, Ser de Cuencas Vacías. —La invitación procedía de una mujer.

—Danza conmigo.

—Danza conmigo. —Creo —decidió Nynaeve, enderezándose— que ha llegado el momento.

Abrió la puerta y las tres mujeres salieron envueltas con la aureola del Saidar. Pareció que, para los Myrddraal, los Aiel hubieran dejado de existir, y para los Aiel, los Myrddraal. Los Aiel observaron a Egwene y a sus amigas por encima de sus velos como si no acabaran de creer lo que veían; oyó que una de las mujeres emitía una sonora exclamación. La mirada de los Myrddraal, que no controlaba ojo alguno, fue diferente. Egwene casi sintió la certidumbre de sus propias muertes en ella; los Semihombres reconocían cuando una mujer abrazaba la Fuente Verdadera con sólo verla. Estaba segura de experimentar un deseo de morir, de ofrendar su muerte a cambio de la suya, y un impulso aún más fuerte de arrancarse el alma y hacer de ella un juguete de la Sombra, y un ansia de…

Acababa de entrar en la sala y, sin embargo, tenía la impresión de que hacía horas que sostenía esa mirada.

—No pienso soportar esto por más tiempo —gruñó; y descargó un haz de Fuego.

Las llamas brotaron de los tres Myrddraal y se dispersaron en todas direcciones; sus chillidos sonaron como huesos astillados atascados en una máquina de picar carne. Había olvidado que no estaba sola, que Elayne y Nynaeve se hallaban con ella. Al tiempo que las llamas los consumían, el mismo aire pareció elevarlos de improviso y precipitarlos en una negra bola de fuego que luego fue reduciéndose. Mientras sus gritos se clavaban en el cerebro de Egwene, algo surgió de las manos de Nynaeve: una fina barra de luz blanca en comparación con la cual el sol de mediodía parecía oscuro, un bloque de fuego junto al cual era frío el metal candente, que conectaba sus manos con los Myrddraal. Entonces desaparecieron como si nunca hubieran existido. Nynaeve tuvo un sobresalto, y la aureola se disipó a su alrededor.

—¿Qué…, qué era eso? —preguntó Elayne.

—No lo sé. —Nynaeve sacudió la cabeza, igual de perpleja que Elayne—. Estaba… tan furiosa y tenía tanto miedo por lo que se proponían… No sé qué era.

«Fuego compacto», pensó Egwene. Sin saber por qué, tenía la certeza de no equivocarse. Reacia a desprenderse del Saidar, se esforzó por separarse de él, por obligarlo a abandonarla. No acabó de decidir qué le había costado más. «¡Y no he visto en lo más mínimo cómo lo ha hecho!»

Los Aiel se descubrieron los rostros entonces. De manera algo precipitada, habría jurado Egwene; como si quisieran indicarle a ella y a sus dos compañeros que ya no estaban en son de guerra. De los tres varones Aiel, uno era un hombre algo mayor con abundantes canas en su pelo de tono rojizo oscuro. Eran altos aquellos Aiel y, tanto los jóvenes como los más viejos transmitían una sensación de calmosa seguridad en los ojos y poseían aquella peligrosa gracilidad de movimientos que Egwene asociaba con los Guardianes; la muerte cabalgaba sobre sus hombros, y ellos lo sabían y no tenían miedo. Una de las mujeres era Aviendha. Los gritos y alaridos iban remitiendo afuera.

Nynaeve se encaminó hacia los Aiel derribados.

—No es preciso, Aes Sedai —indicó el hombre de más edad—. Los Hombres de la Sombra los han tocado con su acero.

Nynaeve se inclinó de todos modos ante cada uno de ellos y les retiró los velos para cerrarles los párpados y buscarles el pulso en la garganta. Al levantarse junto al segundo, tenía la cara blanca. Era Dailin.

—¡La Luz os fulmine! ¡Así os fulmine! —No quedaba claro si se

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