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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 87
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sé mucho acerca de las Profecías del Dragón, pero conozco algunos retazos. Uno de los que recuerdo es: «En las laderas del Monte del Dragón nacerá de una doncella no desposada con hombre alguno». Egwene, Rand tiene todo el aspecto de un Aiel. Bueno, también se parece a los retratos que he visto de Tigraine, pero ella desapareció antes de que él naciera y, de todas formas, no me parece que ella pudiera haber sido su madre. Creo que la madre de Rand fue una Doncella Lancera.

Egwene frunció el entrecejo en actitud reflexiva, repasando mentalmente cuanto sabía respecto al nacimiento de Rand. Tras la muerte de Kari al’Thor, lo había criado Tam al’Thor, pero, si lo que afirmaba Moraine era cierto, ellos no podían ser sus verdaderos padres. Nynaeve había dejado entrever en alguna ocasión que conocía algún secreto sobre el nacimiento de Rand. «¡Pero apuesto a que no se lo sacaría ni con tenazas!»

Dieron alcance a Nynaeve. Egwene mostraba una furibunda mirada, sumida en sus cavilaciones; Nynaeve miraba fijamente al frente en dirección a Jurene y el barco, y Elayne las observaba ceñuda a las dos, como a un par de chiquillas enfurruñadas en una disputa en que se decidiría quién se comía el pedazo del pastel más grande.

—Has actuado muy acertadamente, Nynaeve, en lo referente a la curación y a todo lo demás —la felicitó Elayne tras un rato de silenciosa marcha—. No creo que pusieran siquiera en duda que eras una Aes Sedai. Ni de que nosotras lo fuéramos, gracias a tu comportamiento.

—Has realizado un buen trabajo —se sumó un minuto después a sus alabanzas Egwene—. Ésta ha sido la primera vez que he observado realmente la realización de una curación. Formar relámpagos es, en comparación, tan sencillo como amasar un pastel.

—Gracias —murmuró Nynaeve con una sonrisa de asombro en la cara. Luego tiró ligeramente del pelo de Egwene, tal como lo hacía cuando ésta era una niña.

«Ya no soy una niña.» El momento de distensión se disipó tan velozmente como se había producido, y entre ellas volvió a instalarse el silencio. Elayne suspiraba ruidosamente de tanto en tanto.

Recorrieron rápidamente unos dos kilómetros, o tal vez más, a pesar de los rodeos dados para evitar los bosquecillos que bordeaban el río. Nynaeve insistía en no acercarse a los árboles. Egwene consideraba una tontería pensar que hubiera más Aiel escondidos en los sotos, pero, como éstos no eran extensos, el hecho de esquivarlos apenas si alargaba su camino.

Elayne, que observaba, sin embargo, la espesura, fue la que gritó de repente:

—¡Cuidado!

Egwene alzó con sobresalto la cabeza; entre los árboles surgían hombres haciendo girar hondas sobre sus cabezas. Recurrió al Saidar, y algo le golpeó la cabeza, y la oscuridad lo absorbió todo. Egwene notaba un balanceo, algo que se movía bajo ella. Su cabeza parecía un puro residuo de dolor. Intentó llevarse una mano a la sien, pero algo se hundió en su muñeca, impidiéndole moverla.

—… mejor que quedarnos tumbados todo el día esperando a que anochezca —dijo una bronca voz masculina—. ¿Quién sabe si llegaría otro barco? Y no me fío de ese bote. Hace agua.

—Más te vale que Adden crea que has visto esos anillos antes de tomar la decisión —manifestó otro hombre—. Él quiere cuantiosos cargamentos y no mujeres.

El interpelado murmuró un soez comentario acerca de lo que Adden podía hacer con su agrietada barca y con los cargamentos.

Egwene abrió los ojos, y una danza de manchas plateadas enturbió su visión; también temió que fuera a vomitar en el suelo que oscilaba bajo su cabeza. Estaba atada al lomo de un caballo, con las muñecas y los tobillos unidos con una cuerda que pasaba bajo el vientre del animal y el pelo colgando.

Todavía era de día. Estiró el cuello para mirar en derredor. Había tantos hombres vestidos con toscas ropas a su alrededor que no pudo averiguar si Nynaeve y Elayne habían sido capturadas también. Algunos de aquellos individuos llevaban componentes de armaduras —un yelmo abollado, un peto roído o un jubón recubierto de escamas metálicas— pero en su mayoría vestían chaquetas que no habían sido lavadas en meses, por no decir nunca. A juzgar por el olor, sus propietarios también llevaban meses sin lavarse. Todos iban armados con espadas, colgadas a la cintura o a la espalda.

La rabia se adueñó de ella, mezclada con temor al que, no obstante, superaba. «No pienso ser una prisionera. ¡No permitiré que me tengan atada!» Invocó el Saidar, y el dolor casi le hizo estallar la cabeza; a duras penas reprimió un gemido.

El caballo se detuvo unos instantes en los que se oyeron gritos y el crujido de oxidados goznes; después avanzó un poco y los hombres comenzaron a desmontar. Cuando se dispersaron, pudo entrever el lugar donde se hallaban: un recinto rodeado de una larga palizada construida sobre un gran promontorio redondeado de tierra con una pasarela donde montaban guardia, armados con arcos, unos hombres cuyas cabezas sólo asomaban hasta la altura de los ojos sobre la irregular línea de troncos. Una casa baja del mismo material sobresalía entre el montículo de tierra y, aparte de algunos cobertizos de una sola vertiente, no se advertían más edificios. Había varias hogueras y entre ellas caballos atados y más hombres desaseados que, con los recién llegados, debían de sumar más de cien. Las cabras, cerdos y pollos enjaulados lanzaban chillidos, gruñidos y cloqueos que, junto con los roncos gritos y risotadas, formaban una algarabía que le atormentaba los oídos.

Localizó a Nynaeve y Elayne, atadas boca abajo sobre sus monturas al igual que ella. Ninguna de las dos parecía moverse en lo más mínimo; la punta de la trenza de Nynaeve se arrastraba en el suelo con los movimientos de su caballo. La esperanza de que una de ellas estuviera libre para ayudar a escapar a las demás se desvaneció. «Luz, no puedo soportar ser de nuevo una prisionera. Ya no.» Cautelosamente, trató de nuevo de encauzar el Saidar. Aunque el dolor, semejante al de una pedrada en la cabeza, no fue tan terrible esa vez, bastó para hacer trizas el vacío antes incluso de que pudiera imaginar una rosa.

—¡Una de ellas está despierta! —gritó con alarma alguien.

Egwene intentó adoptar flaccidez y ofrecer una apariencia inofensiva. «¿Cómo diablos podría aparecer amenazante atada como un saco de patatas? Diantre, he de ganar tiempo. ¡He de hacerlo!»

—No os haré daño —dijo al sujeto de rostro sudoroso que fue corriendo hacia ella. Al menos intentó decírselo. No estaba segura de haber acabado de pronunciar esas palabras, cuando algo volvió a golpearle la cabeza y la oscuridad la envolvió con oleadas de náusea.

El siguiente despertar no fue tan desazonante. Aún le dolía la cabeza, aunque no tanto como antes, y sus pensamientos parecían girar vertiginosamente. «Al menos el estómago no… Luz, mejor será no pensar en eso.» Notó un sabor a vino agrio y a algo amargo en la boca. Yacía de espaldas, a oscuras, presumiblemente sobre la tierra desnuda, pero por las rendijas de la tosca pared penetraban franjas de luz sin duda procedente de una lámpara. La puerta tampoco tenía aspecto de encajar demasiado bien, pero parecía muy gruesa.

Se levantó ayudada de manos y pies y descubrió con sorpresa que no estaba atada. Salvo aquel muro de troncos sin descortezar, el resto tenía apariencia de ser de burda piedra. Con la luz que se filtraba por los entresijos vio a Nynaeve y Elayne tumbadas en el suelo. Había sangre en el rostro de la heredera del trono. El único movimiento perceptible en ellas era el vaivén de sus pechos al respirar. Egwene dudó entre probar a despertarlas enseguida y ver lo que había al otro lado de la pared. «Sólo una ojeada —se dijo—. Así sabré cómo nos custodian antes de despertarlas.»

Tal razonamiento no tenía otro objeto que enmascarar el temor de que no lograra despertarlas. Al pegar el ojo a una de las rendijas próximas a la puerta, pensó en la sangre que manchaba la cara de Elayne y trató de recordar qué era exactamente lo que había hecho Nynaeve para sanar a Dailin.

La amplia habitación contigua, que seguramente ocupaba el resto del edificio, carecía de ventanas, pero estaba fuertemente iluminada por unas lámparas de oro y plata colgadas de los ganchos que sobresalían en las paredes y los troncos del elevado techo. No había chimenea. Sobre el suelo de tierra apisonada, se mezclaban mesas y sillas propias del mobiliario de las casas de campo con arcones cubiertos de dorados e incrustaciones de marfil. Junto a una alfombra con reproducciones de pavos se alzaba una enorme cama con dosel de barrocas columnas, provista con una pila de mugrientas mantas y edredones.

Había una docena de hombres sentados o de pie cuya mirada pendía de un corpulento individuo rubio que tal vez hubiera resultado bien parecido de haber tenido la cara más limpia. Con una mano en la empuñadura de la espada, éste hacía rodar con un dedo de la otra algo que no logró distinguir sobre una mesa de esbeltas patas y volutas de oro.

Cuando se abrió la puerta de afuera, dando paso a un desgarbado sujeto al que le faltaba la oreja izquierda, vio que era de noche.

—Aún no ha llegado —informó desabridamente. También le faltaban dos dedos de la mano izquierda—. No me gusta tener tratos con clientes de esa calaña.

El fornido individuo rubio siguió moviendo lo que había en la mesa sin prestarle mayor atención.

—Tres Aes Sedai —murmuró y luego se echó a reír—. Pagan buenas sumas por las Aes Sedai, si uno tiene los arrestos de tratar con el comprador apropiado. Si uno está dispuesto a arriesgarse a que le rajen el vientre en caso de tratar de venderle un cerdo en un saco. No es tan seguro como degollar a los marineros de un barco mercante, ¿eh, Coke? Ni tan fácil tampoco, ¿no te parece?

Entre los reunidos se produjo un patente nerviosismo y el interpelado, un corpulento individuo de inquietos ojos, se inclinó ansiosamente hacia adelante.

—Son Aes Sedai, Adden. —Egwene reconoció la voz; era el hombre que había pronunciado la grosera sugerencia—. Han de serlo, Adden. ¡Te digo que los anillos lo demuestran!

Adden tomó algo de la mesa, un pequeño círculo que desprendió un brillo dorado al darle la luz de las lámparas. Egwene emitió una exclamación y se palpó los dedos. «¡Me han quitado el anillo!»

—No me gusta —murmuró el desgarbado sujeto al que le faltaba la oreja—. Aes Sedai. Cualquiera de ellas podría matarnos a todos. ¡Así la Fortuna me hinque su aguijón! Eres un mentecato con piedras en la cabeza, Coke, y debería pincharte en la garganta. ¿Y si una de ellas despierta antes de que llegue él?

—Tardarán horas en despertarse —aseguró con voz ronca un hombre obeso y desdentado—. Mi abuela me enseñó esa poción que les he dado. Dormirán hasta el amanecer, y él vendrá mucho antes.

Egwene paladeó, notando el regusto del vino agrio y la amarga sustancia. «Fuera lo que fuese, tu abuela te mintió. ¡Debería haberte estrangulado en la cuna!» Antes de que llegara aquel misterioso personaje, aquel hombre que pensaba que podía comprar a las Aes Sedai —«¡Como un condenado seanchan!»— ya habría puesto en pie a Nynaeve y Elayne. Se arrastró hasta Nynaeve.

Todo indicaba que Nynaeve dormía y por ello comenzó zarandeándola. Para su sorpresa, su amiga abrió los ojos de par en par. —¿Qué…?

Le tapó la boca para hacerla callar.

—Estamos prisioneras —susurró—. Hay una docena de hombres al

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