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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 86
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tejido cuatro alfombras a la vez con los ojos vendados.

Nynaeve enjugó el estómago de Dailin con los ensangrentados vendajes, limpiando la roja sangre reciente y las negras costras de sangre coagulada. No había herida, ni cicatriz; sólo lisa piel, mucho más pálida que el rostro de Dailin.

Nynaeve cogió con una mueca las sucias telas, se levantó y las arrojó al río.

—Acabad de limpiarla —indicó— y abrigadla. Tiene frío. Y tenedle comida a punto. Tendrá hambre. —Se arrodilló junto al agua para lavarse las manos.

CAPÍTULO 39 Hebras en el Entramado

Jolien palpó con pulso tembloroso el lugar que había ocupado la herida de Dailin y, al notar la lisa piel, emitió una exclamación, como si no hubiera dado crédito a sus ojos. Nynaeve se enderezó y se secó las manos con la capa. Egwene hubo de admitir que una lana de calidad servía mejor como toalla que la seda o el terciopelo.

—He dicho que la lavéis y le pongáis algo de ropa encima —espetó Nynaeve.

—Sí, Sabia —acató sin chistar Jolien, y ella, Chiad y Bain se apresuraron a obedecerla.

Aviendha soltó una risita, casi al borde de las lágrimas.

—Me han dicho que hay una Sabia en el septiar de la Aguja Dentada que es capaz de hacer esto, y una en el septiar de los Cuatro Agujeros, pero pensé que eran fanfarronadas. —Respiró hondo para recobrar la compostura—. Aes Sedai, estoy en deuda con vos. Mi agua es vuestra y la sombra de los dominios de mi septiar os acogerá. Dailin es mi segunda hermana. —Al ver la perpleja mirada de Nynaeve añadió—: Es hija de la hermana de mi madre. Un vínculo de sangre muy próximo, Aes Sedai. Mantengo con vos una deuda de sangre.

—Si tengo sangre que derramar —contestó secamente Nynaeve—, lo haré yo misma. Si deseáis compensarme, decidme si hay un barco en Jurene, el próximo pueblo que se encuentra yendo hacia el sur.

—¿El pueblo donde ondea el estandarte del León Blanco? —preguntó Aviendha—. Había un barco allí cuando lo exploré ayer. Las antiguas historias mencionan los barcos, pero me resultó extraño ver uno.

—Quiera la Luz que aún siga allí. —Nynaeve comenzó a guardar las papeletas con las hierbas en polvo—. He hecho lo que podía por la muchacha, Aviendha, y debemos marcharnos. Todo cuanto necesita ahora es comida y reposo. Y tratad de no dejar que nadie le clave una espada.

—Nada se puede hacer contra lo que ocurre, Aes Sedai —replicó la Aiel.

—Aviendha —inquirió Egwene—, ¿cómo cruzáis los ríos teniendo tanta aprensión hacia ellos? Me consta que hay como mínimo un río casi tan caudaloso como el Erinin entre el Yermo y las tierras de Occidente.

—El Algueña —apuntó Elayne—. A menos que lo hayáis evitado dando un rodeo.

—Aquí tenéis muchos ríos, pero en algunos hay construcciones llamadas puentes para pasar a la otra orilla y otros pudimos vadearlos. En cuanto a los demás, Jolien recordó que la madera flota. —Dio una palmada al tronco de un chopo—. Estos troncos son grandes, pero flotan igual que una rama. Encontramos varios muertos y fabricamos un… barco…, un pequeño barco atando tres de ellos para cruzar el gran río. —Lo explicó como si no tuviera mayor mérito.

Egwene la observó con asombro. Si ella tuviera tanto miedo de algo como evidentemente lo tenían los Aiel de los ríos, ¿sería capaz de afrontarlo como lo hacían ellos? Tenía serias dudas al respecto. «¿Y el Ajah Negro? —le preguntó una vocecilla— . ¿Acaso ya no les tienes miedo?» «Eso es distinto —se dijo—. No es ningún acto de valentía. No tengo más alternativa que perseguirlas o quedarme paralizada como un conejo sobre el que se cierne un halcón.» Citó para sus adentros el viejo refrán: «Más vale ser martillo que clavo».

—Será mejor que nos pongamos en camino —recordó Nynaeve.

—Un momento —pidió Elayne—. Aviendha, ¿por qué habéis viajado hasta tan lejos, soportando tantas penurias?

—No hemos llegado lejos en absoluto —respondió Aviendha, sacudiendo la cabeza con disgusto—. Fuimos de las últimas en partir. Las Sabias me acorralaron como a un ternero rodeado de perros salvajes, arguyendo que tenía otras obligaciones queatender. —De repente sonrió, señalando a sus compañeras—. Éstas se quedaron para mofarse de mi desgracia, o así lo aseguran, pero no creo que las Sabias me hubieran permitido irme si no hubieran estado ellas para acompañarme.

—Buscamos a aquel cuya llegada auguran las profecías —declaró Bain, que sostenía a Dailin, dormida, para que Chiad pudiera ponerle una camisa de lino marrón— . El que Viene con el Alba.

—Él nos sacará de la Tierra de los Tres Pliegues —agregó Chiad—. Las profecías afirman que nació del vientre de una Far Dareis Mai.

—Me parecía que habíais dicho que las Doncellas Lanceras no podían tener hijos —señaló, desconcertada, Elayne—. Estoy segura de que así me lo enseñaron.

Bain y Chiad volvieron a intercambiar miradas, como si Elayne no anduviera desencaminada y, sin embargo, estuviera en un error.

—Si una Doncella da a luz a un hijo —explicó Aviendha—, lo entrega a las Sabias de su septiar y éstas lo transfieren a otra mujer de tal forma que nadie sepa quién es la madre. —Ella también empleaba el tono de quien estuviera explicando que una piedra es dura—. Todas las mujeres desean acoger en su hogar a esos niños con la esperanza de que él pueda ser El que Viene con el Alba.

—O también puede renunciar a la lanza y casarse —puntualizó Chiad.

—A veces hay motivos por los que se debe renunciar a la lanza —añadió Bain.

—Lo que ocurre —continuó Aviendha, como si las otras dos no hubieran intervenido— es que ahora las Sabias aseguran que lo encontraremos aquí, al otro lado de la Pared del Dragón. «Sangre de nuestra sangre mezclada con la antigua sangre, criado por un antiguo linaje que no es el nuestro.» Yo no lo entiendo, pero las Sabias se expresaron claramente, sin dejar margen de duda. —Calló un momento y resultó evidente que elegía con cuidado lo siguiente que dijo—. Habéis hecho muchas preguntas, Aes Sedai. Yo querría formular una. Debéis comprender que nosotras indagamos la existencia de señales y portentos. ¿Por qué caminan tres Aes Sedai por una tierra donde la única mano que no empuña un cuchillo es la que el hambre ha debilitado hasta el punto de impedírselo? ¿Adónde os dirigís?

—A Tear —respondió vivazmente Nynaeve—, a no ser que nos quedemos aquí charlando hasta que el Corazón de la Ciudadela se derrumbe y no quede de él sino polvo.

Elayne comenzó a ajustarse las cuerdas de sus hatillos, dispuesta a echar a andar, y Egwene la imitó al cabo de un momento.

Las Aiel se miraban unas a otras y Jolien, que estaba abrochando la chaqueta de color gris amarronado de Dailin, se había quedado paralizada.

—¿A Tear? —dijo con tono cauteloso Aviendha—. Tres Aes Sedai recorriendo una tierra arrasada por la guerra de camino a Tear. Es bien extraño. ¿A qué vais a Tear, Aes Sedai?

Egwene lanzó una mirada a Nynaeve. «Luz, hace un momento reían y ahora están más tensas que al principio.»

—Perseguimos a unas mujeres malas —repuso con prudencia Nynaeve—. Amigos Siniestros.

—Seguidores de la Sombra. —Jolien torció la boca al pronunciar la palabra como si hubiera mordido una manzana podrida.

—Seguidores de la Sombra en Tear —dijo Bain.

—Y tres Aes Sedai buscando el Corazón de la Ciudadela —añadió Chiad como si completara la frase.

—No he dicho que fuéramos al Corazón de la Ciudadela —precisó secamente Nynaeve—. Sólo he dicho que no quería quedarme aquí hasta que se derrumbe. Egwene, Elayne, ¿estáis listas? —Se puso a andar sin aguardar respuesta y, a rítmicos golpes de bastón y largas zancadas, salió del bosquecillo en dirección sur.

Egwene y Elayne se despidieron apresuradamente de las mujeres antes de ir en pos de ella, y las cuatro Aiel que se sostenían en pie observaron cómo se marchaban.

—Casi me ha dado un vuelco el corazón cuando has anunciado tu identidad — comentó Egwene cuando ya se habían alejado de los árboles—. ¿No temías que fueran a tratar de matarte o de hacerte prisionera? La Guerra de Aiel no se produjo hace tanto tiempo, y por más que digan que no agreden a las mujeres que no llevan lanzas, a mí me ha parecido que estaban dispuestas a utilizar las suyas contra cualquiera.

—Acabo de darme cuenta de lo poco que sé sobre los Aiel —reconoció pesarosamente Elayne—, pero me enseñaron que ellos no consideran la Guerra de Aiel como tal. Por la manera como se han comportado conmigo, creo que tal vez entre todo lo que aprendí eso se ajusta a la realidad. O quizá se deba a que piensan que soy una Aes Sedai.

—Sé que son extraños, Elayne, pero nadie puede considerar un período de tres años de batallas como algo que no es una guerra. Da igual la frecuencia con que luchan entre sí; una guerra es una guerra.

—Para ellos no. Es cierto que los Aiel atravesaron por millares la Columna Vertebral del Mundo, pero al parecer se consideraban a sí mismos como justicieros o verdugos que acudían a castigar al rey Laman de Cairhien por el crimen cometido al cortar el Avendoraldera. Para los Aiel no fue una guerra, sino una ejecución.

Según les había explicado Verin en una de las clases, el Avendoraldera había sido un retoño del propio Árbol de la Vida que habían llevado a Cairhien unos cuatrocientos años antes como una insólita ofrenda de paz por parte de los Aiel, concedida junto con el derecho a cruzar el Yermo, que hasta entonces sólo se dispensaba a los buhoneros, a los juglares y a los Tuatha’an. Gran parte de la riqueza de Cairhien se había forjado a raíz del comercio de marfil, perfumes, especias y en especial de seda, procedentes de los países situados más allá del Yermo. Ni siquiera Verin tenía idea de cómo había llegado un retoño del Avendesora a manos de los Aiel, puesto que en los antiguos libros se aseguraba que el Árbol de la Vida no daba semillas y, además, nadie sabía dónde se encontraba, si no se daba crédito a algunos relatos que eran a todas luces falsos. De lo que sí no había duda era de que el Avendesora no tenía ninguna conexión con los Aiel. Verin ignoraba asimismo por qué los Aiel habían dado a los cairhieninos el nombre de Compartidores del Agua y por qué razón insistían en que sobre sus carros ondeara un estandarte con la hoja trifoliada de Avendesora.

Egwene reconoció a regañadientes que era comprensible que hubieran iniciado una guerra —aun cuando ellos no la consideraran como tal— después de que el rey Laman talara su regalo para hacerse un trono como no había otro igual en el mundo. Había oído designar tal acto como el Pecado de Laman. De acuerdo con lo que les había enseñado Verin, con la guerra no sólo se había interrumpido el tráfico comercial con las tierras del otro lado del Yermo, sino que ahora los cairhieninos que se aventuraban a entrar en el Yermo desaparecían. Verin explicaba que muchos decían que eran «vendidos como animales» en los países de allende del Yermo, pero ni tan sólo ella comprendía cómo se podía vender a un hombre o a una mujer.

—Egwene —dijo Elayne—, sabes quién debe ser El que Viene con el Alba, ¿verdad?

Egwene sacudió la cabeza contemplando la espalda de Nynaeve de la que todavía las separaba un buen trecho —«¿Es que se propone llevarnos a la carrera hasta Jurene?»— y luego se detuvo en seco.

—¿Te refieres a…?

—Eso creo —asintió Elayne—. No

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