acechar cualquier peligro. Entre ellos había diseminados algunos arbustos bajos, demasiado pequeños para que se ocultara en ellos un niño y mucho menos un bandido.
—Si veo bandidos —anunció Egwene—, pienso defenderme. Aquí no hay ninguna Amyrlin para vigilar lo que hago.
—En caso necesario —precisó Nynaeve, sin dirigirse a nadie en particular—, podemos ahuyentar a cualquier rufián del mismo modo que hicimos con los Capas Blancas. Si no existe otra alternativa.
—Preferiría que no hablarais de bandidos —observó Elayne—. Quisiera llegar a ese pueblo sin…
Detrás de un arbusto se alzó una figura de tonos marrones y grises y se plantó casi delante de ellas.
CAPÍTULO 38 Doncellas Lanceras
Egwene abrazó el Saidar antes incluso de emitir el grito que se formó en su garganta, y vio la aureola que rodeaba también a Elayne. Por un instante se preguntó si Ellisor las habría oído gritar y mandaría ayuda; la Grulla azul no podía hallarse a más de un kilómetro de distancia. Después desechó toda idea referente a la necesidad de auxilio, entrecruzando ya flujos de Aire y de Fuego para formar relámpagos cuando apenas se habían apagado sus gritos. Nynaeve se limitó a permanecer de pie con los brazos cruzados bajo el pecho y una expresión de firmeza en el rostro, pero Egwene no estaba segura de si ello se debía a que no estaba lo bastante enojada para establecer contacto con la Fuente Verdadera o a que ya se había percatado de lo que Egwene advertía ahora. La persona que tenían ante ellas era una mujer cuya edad no superaba la de Egwene, aunque era algo más alta que ella.
No cortó el contacto con el Saidar. Los hombres eran a veces suficientemente estúpidos como para creer que una mujer era un ser indefenso por el solo hecho de ser mujer; Egwene no albergaba tal noción. Advirtió vagamente que Elayne ya no estaba envuelta por el nimbo de Poder. Sin duda la heredera del trono aún sostenía erróneas creencias. «Ella nunca ha sido prisionera de los seanchan.»
Egwene no creía, no obstante, que hubiera muchos hombres tan insensatos como para considerar que la mujer que tenían delante no era peligrosa, aun cuando no tuviera nada en las manos y fuera, al parecer, desarmada. Ojos verdeazules y pelo rojizo corto salvo en el cerco del que brotaba la mata de pelo que conformaba una estrecha cola que le caía sobre los hombros; flexibles botas ajustadas con cintas hasta la rodilla y chaqueta y calzones con tonalidades similares a las de la tierra y las rocas; todo coincidía con la descripción que le habían hecho en una ocasión. Aquella mujer era una Aiel.
Al mirarla, Egwene sintió una súbita afinidad por ella que no acababa de comprender. «Parece como si fuera una prima de Rand, eso es.» Aquel sentimiento, casi el inspirado por un pariente, no mitigó, sin embargo, su curiosidad. «¿Qué diablos hace aquí una Aiel? Nunca abandonan el Yermo; no han salido de él desde la Guerra de Aiel.» Aunque durante toda su vida había oído decir cuán peligrosos eran los Aiel —y esas Doncellas Lanceras no lo eran menos que los varones de las asociaciones guerreras— no experimentó miedo, sino más bien irritación por haberse asustado antes. Con el Saidar que la proveía de Poder Único, no tenía por qué temer a nadie. «Salvo a una hermana plenamente entrenada, tal vez —reconoció—. Pero sin duda no a una mujer, aunque sea una Aiel.»
—Soy Aviendha —se presentó la Aiel—, del septiar Agua Amarga del Taardad Aiel. —Su cara permaneció tan impasible e inexpresiva como su voz—. Soy Far Dareis Mai, una Doncella Lancera. —Calló un momento para observarlas—. Aunque no se percibe en vuestros semblantes, hemos visto los anillos. En vuestras tierras, tenéis mujeres muy parecidas a nuestras Sabias, las mujeres llamadas Aes Sedai. ¿Sois o no mujeres de la Torre Blanca?
Egwene sintió un momento de inquietud. «Ha hablado en plural.» Miró atentamente en derredor, pero no vio a nadie escondido en ningún arbusto en un radio de quince metros.
Si había otras, debían de estar ocultas en el siguiente bosquecillo, a doscientos metros de distancia, o en el que habían dejado medio kilómetro más atrás. Demasiado lejos para representar una amenaza. «A menos que tengan arcos.» En todo caso, deberían ser expertas tiradoras, pues en las competiciones que se celebraban en el Campo de Emond en Bel Tine y el Día Solar, sólo los mejores arqueros disparaban a un blanco situado más allá de doscientos metros.
De cualquier forma, se sentía más segura sabiéndose en condiciones de arrojar un rayo a cualquiera que intentara efectuar tal disparo.
—Somos mujeres de la Torre Blanca —respondió con calma Nynaeve, que evitaba ostentosamente buscar con la vista a otras posibles Aiel. Incluso Elayne miraba en todas direcciones—. ¿Qué queréis de nosotras?
Aviendha sonrió, y entonces Egwene advirtió la belleza que su feroz semblante había ocultado.
—Habláis igual que las Sabias: directa al grano. —Su sonrisa se disipó, pero su voz conservó la calma—. Una de nosotras está gravemente herida, agonizando tal vez. Las Sabias suelen curar a personas que morirían sin su atención, y tengo entendido que las Aes Sedai poseen dotes aun superiores a ellas. ¿La socorreréis?
Egwene casi sacudió la cabeza en su confusión. «¿Que una de ellas se está muriendo? ¡Tiene la misma parsimonia que si estuviera pidiéndonos una taza de harina de cebada!»
—La ayudaré en cuanto esté en mis manos —repuso Nynaeve—. No puedo prometer nada, Aviendha. Puede que muera pese a lo que yo haga.
—La muerte nos llega a todos —sentenció la Aiel—. Sólo nos queda elegir la manera de afrontarla llegado el momento. Os llevaré hasta ella.
A menos de diez metros de ellas surgieron dos mujeres vestidas con prendas propias de los Aiel, una de un pequeño pliegue del terreno en el que Egwene no hubiera sospechado que pudiera esconderse un perro, y la otra de unas matas de hierba que ni siquiera le llegaban a la rodilla. Al levantarse se bajaron sus negros velos —lo cual le produjo un nuevo sobresalto, pues recordaba perfectamente que Elayne le había dicho que los Aiel sólo se tapaban la cara cuando había perspectivas de que fueran a matar a alguien— y dejaron apoyada sobre los hombros la tela con que se habían envuelto la cabeza. Una de ellas tenía el mismo tono rojizo de pelo que Aviendha y ojos grises, la otra ojos azul oscuro y cabellos tan luminosos como el fuego. Ninguna de las dos superaba en edad a Egwene ni a Elayne y ambas parecían dispuestas a utilizar las lanzas cortas que llevaban en la mano.
La joven de dorado pelo entregó sus armas a Aviendha: un largo cuchillo de gruesa hoja que se colgó de la cintura, un erizado carcaj también prendido al cinto, un oscuro arco curvado que tenía la luminosidad apagada del cuerno, con una funda para sujetárselo a la espalda, y cuatro lanzas cortas con largas puntas que tomó con la mano izquierda junto con un pequeño escudo redondo de cuero. Aviendha las llevaba con tanta naturalidad como una mujer del Campo de Emond habría llevado un pañuelo, y lo mismo ocurría con sus compañeras.
—Venid —indicó, encaminándose al bosquecillo junto al que habían pasado.
Egwene soltó finalmente el Saidar. Sospechaba que las tres Aiel eran capaces de atravesarla con aquellas lanzas antes de que ella pudiera hacer nada para impedirlo, si así se lo proponían, pero, pese a su actitud recelosa, no creía que fueran a hacerlo. «¿Y qué ocurrirá si Nynaeve no puede curar a su amiga? ¡Ojalá consultara antes de tomar decisiones que nos comprometen a todas!»
De camino a la arboleda, las Aiel escrutaban el terreno como si esperaran que los desiertos parajes que las rodeaban encubrieran enemigos tan hábiles en ocultarse como ellas. Aviendha iba a la cabeza, y Nynaeve ajustaba el paso al suyo. —Soy Elayne de la casa Trakand —se presentó con desenvoltura la amiga de Egwene—, hija heredera de Morgase, reina de Andor.
Egwene dio un traspié. «Luz, ¿está loca? Hasta yo sé que Andor luchó contra ellos en la Guerra de Aiel. Hará veinte años de eso, pero la gente asegura que los Aiel no olvidan fácilmente el pasado.»
—Yo soy Bain —se limitó a decir, sin embargo, la Aiel de rojizo pelo que se hallaba más cerca de ella—, del septiar Roca Negra del Shaarad Aiel.
—Yo soy Chiad —añadió la más rubia y bajita que se encontraba al otro lado—, del septiar Río Pedregoso del Goshien Aiel.
Bain y Chiad lanzaron repetidas miradas a Egwene y, a pesar de lo inmutable de su expresión, ella tuvo la impresión de que consideraban que no estaba comportándose como exigían los buenos modales.
—Soy Egwene al’Vere —les dijo y, como parecían esperar algo más, agregó—, hija de Marin al’Vere, del Campo de Emond, en Dos Ríos.
Aquello pareció satisfacerlas, en cierto modo, pero habría jurado que no lo comprendieron más de lo que ella entendía todo lo relativo a los septiar y a los clanes. «Debe de significar lazos familiares o algo por el estilo.»
—¿Sois hermanas primeras? —La pregunta de Bain pareció abarcar a las tres.
Egwene pensó que se refería a hermanas en el sentido en que se utilizaba el término entre las Aes Sedai y contestó que sí, al tiempo que Elayne respondía que no.
Chiad y Bain cruzaron una breve mirada en la que daban a entender que hablaban con mujeres que tal vez no estaban totalmente en sus cabales.
—Primera hermana —explicó Elayne a Egwene como si estuviera impartiéndole una clase— significa mujeres que tienen la misma madre. Segunda hermana significa que sus madres son hermanas. —Pasó a dirigirse a las Aiel—. Ninguna de las dos poseemos grandes conocimientos acerca de vuestro pueblo. Os pido disculpas por nuestra ignorancia. A veces considero a Egwene como una primera hermana, pero no tenemos ningún vínculo de sangre.
—¿Por qué no pronunciáis entonces las palabras delante de vuestras Sabias? preguntó Chiad—. Bain y yo nos hicimos primeras hermanas.
—¿Cómo puede alguien convertirse en primera hermana de alguien? —exclamó Egwene con estupor—. O bien se tiene la misma madre o no. No es mi intención ofenderos. Casi todo lo que sé acerca de las Doncellas Lanceras me lo ha contado Elayne. Sé que peleáis en batallas y que no os interesan los hombres, pero nada más.
Elayne asintió; la descripción que había hecho a Egwene de las Doncellas era algo así como un cruce entre Guardianes y el Ajah Rojo.
En los semblantes de las Aiel volvió a reflejarse la incertidumbre respecto al sano juicio de Egwene y Elayne.
—¿Que no nos interesan los hombres? —murmuró, desconcertada, Chiad.
—Lo que decís no dista de ser verdad —concedió con ademán reflexivo Bain— y, sin embargo, no le hace en absoluto honor. Cuando nos desposamos con la lanza, nos comprometemos a no mantener vínculo alguno con hombre ni con hijo. Algunas renuncian a la lanza, por un hombre o un hijo —su expresión mostraba que no comprendía tal actitud—, pero, una vez que se ha renunciado a ella, la lanza no se puede recuperar.
—O también si la eligen para ir a Rhuidean —añadió Chiad—. Una Sabia no puede estar desposada con la lanza.
Bain la miró como si hubiera anunciado que el cielo era azul o que las nubes producían la lluvia, pero en la mirada que dirigió a Egwene y Elayne se traslucía su sospecha de que tal vez ellas no sabían nada de todo aquello.
—Sí, es verdad. Aunque algunas tratan de rebelarse contra ello.
—Sí, lo hacen. —Chiad habló como si ella y Bain compartieran un secreto.
—Pero me