Estoy seguro de que lo era; ¡no puede ser de otro modo!, pero no por ello ha de ser real lo que he visto. Lo que ocurre es que vos dijisteis que algunos de los Renegados están libres, y él la ha llamado Lanfear y… ¿Es importante, o estoy aquí haciendo simplemente el ridículo?
—Existen mujeres —declaró lentamente la Aes Sedai— que no repararían en medios para amansarte si hubieran escuchado lo que yo acabo de oír. —Tuvo la sensación de que se le habían helado los pulmones; no podía respirar—. No estoy acusándote de que tengas potencial para encauzar —prosiguió, y el hielo se fundió dentro del joven— ni de que tengas posibilidades de aprender a hacerlo. El intento de amansarte no te causaría daño alguno, dejando de lado el rudo trato que te dispensaría el Ajah Rojo antes de advertir su error. Esa clase de hombres son tan raros que, incluso con todas sus ansias de persecución, las Rojas no han localizado más de tres en el transcurso de los últimos diez años. Cuando menos, antes del brote de la epidemia de falsos Dragones. Lo que trato de dejar bien claro es que no creo que vayas a comenzar de improviso a manejar el Poder. No tienes que temer nada a ese respecto.
—Muchas gracias por aclararlo —replicó con amargura—. ¡No teníais por qué infundirme tanto miedo sólo para poder decirme que no había necesidad de asustarme!
—Oh, sí tienes motivos para asustarte. O al menos para ser cauteloso, tal como te ha aconsejado el lobo. Las hermanas Rojas, o las de otro Ajah, podrían matarte antes de descubrir que no había nada que amansar en ti.
—¡Luz! ¡Así me consuma la Luz! —La observó con entrecejo fruncido—. Tratáis de llevarme por donde os conviene, Moraine, sin tener en cuenta que yo no soy un ternero y que no llevo ningún aro en la nariz. Ni al Ajah Rojo ni a ningún otro se les ocurriría amansarme a menos que haya algo real en lo que he soñado. ¿Significa eso que los Renegados han recobrado la libertad?
—Ya te había dicho antes que ello era posible. Algunos de ellos, como mínimo. Tus… sueños no son de la clase que yo preveía, Perrin. Las Soñadoras han escrito acerca de los lobos, pero no era esto lo que esperaba.
—Bueno, yo pienso que era real. Creo que he visto algo que realmente ha ocurrido, algo que en principio no debía ver. —«Lo que debes ver»—. Me parece que, al menos, Lanfear está libre. ¿Qué vais a hacer?
—Voy a ir a Illian. Y después iré a Tear, procurando llegar allí antes que Rand. Hemos tenido que abandonar Remen con demasiada precipitación para que Lan averiguara si cruzó el río o siguió curso abajo. No obstante, seguramente lo sabremos antes de llegar a Illian. Si ha ido por aquí, advertiremos indicios de ello. —Posó la mirada en el libro como si deseara proseguir su lectura.
—¿Es eso cuanto vais a hacer? ¿Estando libre Lanfear, y la Luz sabe cuántos otros más?
—No me interrogues —advirtió con frialdad—. No sabes qué preguntas formular, y comprenderías menos de la mitad de las respuestas en caso de que te las diera, cosa que no pienso hacer.
Permaneció incómodo bajo su mirada hasta que resultó evidente que no iba a añadir nada más sobre el tema. El roce de la camisa sobre la quemadura le resultaba doloroso. No parecía una herida seria —¡desde luego no habiendo sido causada por un rayo!— pero su origen era otra cuestión.
—Eh… ¿Me curaréis esto?
—¿Ya no te inquieta que utilicen el Poder Único en tu persona, Perrin? No, no la curaré. No es grave, y te recordará la necesidad de obrar con cuidado. —Con cuidado de no presionarla, interpretó, tanto en lo concerniente a los sueños como a su divulgación—. Si no tienes nada más que consultarme, Perrin…
Se encaminó a la puerta y se paró de repente.
—Hay algo más. Si supierais que una mujer se llama Zarina, ¿pensarías que de ello se desprende algo respecto a su persona?
—¿Por qué demonios preguntas eso?
—Hay una muchacha —respondió torpemente—, una joven. La conocí anoche. Es uno de los pasajeros.
Dejaría que descubriera por sí misma que Zarina sabía que era una Aes Sedai. Y que al parecer creía que siguiéndolos llegaría hasta el Cuerno de Valere. No mantendría en secreto algo que considerara importante, pero, si Moraine podía mostrarse reservada, también podía hacerlo él.
—Zarina. Es un nombre saldaeano. Ninguna mujer pondría ese nombre a su hija a menos que esperara verla convertirse en una belleza. Y una rompecorazones. Una de esas que viven en palacios rodeadas de cojines, de criados y de pretendientes. —Sonrió, brevemente pero con gran regocijo—. Quizá tengas otro motivo para ser cauteloso, Perrin, si hay una Zarina como pasajera con nosotros.
—Así lo haré —le aseguró.
Al menos sabía por qué a Zarina le disgustaba su nombre: era poco adecuado para un cazador del Cuerno. «Siempre que no se haga llamar “halcón”.»
Al llegar a cubierta, Lan se encontraba allí, revisando a Mandarb. Y Zarina estaba sentada en un rollo de cuerdas cerca de la barandilla, afilando uno de sus cuchillos y mirándolo. Las grandes velas triangulares estaban tensas y el Ganso níveo corría veloz río abajo.
Zarina lo siguió con la mirada cuando pasó a su lado para dirigirse a proa. El agua se rizaba a ambos lados como la tierra que se aparta al paso de un buen arado. Se puso a meditar sobre sueños y Aiel, sobre las percepciones de Min y sobre halcones. Le dolía el pecho. La vida nunca se le había presentado tan complicada como entonces.
Rand despertó fatigado, jadeante, y la capa que había utilizado a modo de manta cayó al incorporarse. Le dolía el costado; la vieja herida recibida en Falme le daba punzadas. La hoguera que había encendido había quedado reducida a brasas de las que se elevaban tan sólo algunas vacilantes llamas, suficientes, sin embargo, para ahuyentar las sombras. «Era Perrin. ¡Era él! Extrañamente, era él y no un sueño. ¡Por poco no lo he matado! ¡Luz, he de tener cuidado!»
Estremeciéndose, recogió un trozo de rama de roble y se dispuso a arrojarlo en las brasas. Aunque no abundaban los árboles en aquellas colinas murandianas, aún próximas al Manetherendrelle, había encontrado unas cuantas ramas caídas para el fuego, de leña lo bastante seca pero no podrida. Antes de que la leña tocara el fuego, se detuvo. Se acercaban diez o doce caballos a paso lento. «Debo ser prudente. No puedo cometer otra equivocación.»
Los caballos giraron hacia su mortecina hoguera, penetraron en el círculo de tenue luz y se pararon. Las sombras obstruían la visión de los jinetes, pero en su mayoría parecían hombres de rudos semblantes que llevaban yelmos redondos y largos jubones de cuero con toda la superficie cubierta de discos metálicos que semejaban escamas de pescado. Uno de los recién llegados era una mujer de pelo gris y expresión severa, ataviada con un vestido de tosca lana, aunque primorosamente tejida, y adornada con un alfiler de plata con forma de león. Una mercader, dedujo Rand, que había visto personas parecidas entre los que acudían a comprar tabaco y lana a Dos Ríos. Una mercader y sus guardias.
«Debo tener cuidado —pensó al tiempo que se levantaba—. Nada de errores.»
—Habéis elegido un buen paraje para acampar, joven —dijo la recién llegada—. Yo misma lo he utilizado con frecuencia de camino a Remen. Hay un pequeño manantial cerca. Confío en que no tendréis inconveniente en que lo comparta con vos… —Sus guardias estaban ya desmontando, abrochándose los cintos de las espadas y aflojando las cinchas de las sillas.
—En absoluto —respondió Rand.
«Con cuidado.» Se acercó dos pasos, saltó en el aire —El vilano flota en el remolino— y en sus manos afloró una espada con la marca de la garza con la que la decapitó sin darle tiempo siquiera a mostrar sorpresa en el semblante. «Ella era la más peligrosa.»
Tocó tierra cuando la cabeza de la mujer caía rodando por la grupa de su montura. Los guardias aprestaron gritando las espadas y prorrumpieron en alaridos al descubrir que su espada quemaba. Danzó entre ellos interpretando las figuras que Lan le había enseñado, sabiendo que podría haberlos matado a los diez con un arma ordinaria de acero, pero la que empuñaba entonces formaba parte de sí. Había sido tan sencillo, tan parecido a la práctica de las distintas figuras que, abatido el último adversario, ya se disponía a envainar la hoja realizando la serie de movimientos conocida como Pliegue del abanico cuando recordó que no tenía funda alguna y que, de haberla tenido, su espada la habría reducido a cenizas con sólo tocarla.
Dejó que desapareciera el arma y se volvió para examinar las monturas. Casi todas habían huido, aunque algunas no se hallaban lejos, y el alto caballo castrado de la mujer permanecía inmóvil con los ojos en blanco, relinchando con nerviosismo. El cuerpo decapitado, tendido en el suelo, no había soltado las riendas que mantenían al animal con la cabeza gacha.
Rand las despegó de sus manos y sólo se detuvo para recoger su escaso equipaje antes de montar. «Debo obrar con cautela —se recordó mientras observaba a los muertos—. Sin cometer ninguna equivocación.»
El Poder todavía lo henchía, el flujo del Saidin más dulce que la miel, más fétido que la carne descompuesta. De improviso encauzó, sin comprender realmente qué hacía ni de qué modo, con la sola impresión de que aquello era lo adecuado; y obtuvo efecto, al levantar los cadáveres. Los dispuso en una hilera frente a él, de hinojos, con la cara pegada al suelo. Cuando menos aquellos que aún conservaban la cara. De rodillas ante él.
—Si yo soy el Dragón Renacido —les dijo—, éste es el tratamiento que debéis dispensarme, ¿verdad?
Aunque le costaba hacerlo, cortó el contacto con el Saidin. «Si lo retengo en exceso, ¿cómo mantendré a raya la locura?» Rió amargamente. «¿O es ya tal vez demasiado tarde para ello?»
Miró con ojos entornados la fila. Tenía la certeza de que había sólo diez hombres, pero allí había postrados once, uno de ellos sin armadura de ninguna clase que aún empuñaba una daga.
—No elegiste la compañía adecuada —le dijo Rand.
Volvió grupas, espoleó la montura y se alejó a galope tendido en la noche. Aún le quedaba un largo camino hasta Tear, pero estaba decidido a llegar por la vía más rápida, aunque tuviera que reventar caballos o robarlos. «Voy a poner fin a todo esto. A las provocaciones y al hostigamiento. ¡Acabaré con ellos!» Callandor. La espada lo llamaba.
CAPÍTULO 37 Incendios en Cairhien
Egwene agradeció con una graciosa inclinación de cabeza la respetuosa reverencia del marinero que pasó descalzo junto a ella para ir a atirantar una cuerda que ya parecía tensa, posiblemente con objeto de modificar de forma imperceptible la disposición de las grandes velas cuadradas. Al volver presuroso al lugar donde se encontraba junto al timonel el mofletudo capitán, volvió a dedicarle una reverencia y ella inclinó de nuevo la cabeza antes de volver a centrar la atención en la boscosa orilla cairhienina, separada de la Grulla azul por menos de una milla de agua. Ante sus ojos se deslizaba un pueblo, o lo que antaño había sido un pueblo. La mitad de las casas eran sólo montones calcinados de escombros con chimeneas que surgían desnudas entre las ruinas. En las otras viviendas, las puertas se bamboleaban con el viento, y en las calles rodaban pedazos de mobiliario, jirones de ropa y