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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 8
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cosas alrededor de un hombre y al siguiente no, o a la inversa. La mayoría de las ocasiones, no percibo nada en torno a nadie. Las Aes Sedai siempre tienen imágenes que las circundan, desde luego, y los Guardianes, aunque es siempre más complicado definir su significado con ellos que con el resto de la gente. — Dirigió una escrutadora mirada a Perrin, entrecerrando los ojos—. Hay algunas otras personas, muy pocas, que también tienen una aureola constante.

—No me digas lo que ves al mirarme —advirtió con aspereza.

Luego encogió los anchos hombros. Incluso de niño había sido ya más corpulento que los demás, y pronto había comprobado cuán fácil era causar involuntariamente daño a sus compañeros si no controlaba su fuerza. Ello le había hecho desarrollar un carácter prudente y meticuloso que refrenaba la furia y lamentaba sucumbir a sus arrebatos.

—Lo siento, Min. No he debido hablarte así. No era mi intención herirte.

—No me has herido —le aseguró la muchacha, mirándolo con sorpresa—. Sólo existen unos cuantos elegidos que quieren enterarse de lo que veo. Sabe la Luz que yo no lo haría, si hubiera alguien que pudiera hacerlo por mí.

Ni siquiera las Aes Sedai tenían conocimiento de un caso como el suyo. Ellas calificaban sus facultades como un «don», aun cuando ella no lo tenía por tal.

—Es que me gustaría poder hacer algo por Leya. Yo no podría soportarlo como lo haces tú, saber algo y no tener ninguna posibilidad de hacer nada.

—Es extraño —observó quedamente Min— que te preocupes tanto por los Tuatha’an. Son gentes extremadamente pacíficas, y yo siempre percibo violencia alrededor…

Perrin volvió la cabeza y ella calló de improviso.

—¿Tuatha’an? —preguntó una voz que tenía la vibrante resonancia del vuelo de un abejorro gigante—. ¿Qué decíais de los Tuatha’an?

El Ogier fue a reunirse con ellos junto al fuego, marcando la página del libro con un dedo tan grueso como un chorizo. En la otra mano llevaba una pipa de la que surgía una fina espiral de humo de tabaco. Su capa de lana marrón oscuro, abotonada hasta el cuello, se acampanaba a la altura de las rodillas, hasta donde le llegaban las botas. Perrin apenas si le llegaba a la altura del pecho.

El rostro de Loial había asustado a más de uno, con su gruesa nariz con reminiscencias de hocico y su boca excesivamente ancha. Tenía los ojos del tamaño de un platillo, unas tupidas cejas que le colgaban como bigotes casi hasta las mejillas y unas orejas que asomaban entre largos pelos que las remataban en la punta. Algunas personas que no habían visto nunca a un Ogier lo tomaban por un trolloc, precisamente porque para ellos los trollocs eran seres tan legendarios como los Ogier.

La ancha sonrisa de Loial vaciló y sus ojos pestañearon como si cayera en la cuenta de que acababa de interrumpirlos. Perrin se preguntó cómo podía alguien sentir temor por un Ogier. «Y, sin embargo, en los antiguos relatos se afirma que son feroces, e implacables como enemigos.» Él no podía creerlo. Los Ogier no eran enemigos de nadie.

Min comunicó a Loial la llegada de Leya, pero omitió mencionar lo que había visto. Habitualmente era discreta en lo que se refería a aquellas visiones, sobre todo cuando eran aciagas.

—Tú deberías saber cómo me siento, Loial, atrapada de repente entre las Aes Sedai y estos especímenes de Dos Ríos.

Loial emitió un sonido ambiguo que Min interpretó como de aquiescencia.

—Sí —continuó enfáticamente—. Allí estaba yo, viviendo en Baerlon según se me antojaba, cuando de pronto me agarraron por el cuello y me arrojaron sólo la Luz sabe dónde. Bueno, puede que yo misma hubiera ido allí por mis propios medios. Desde que conocí a Moraine no he sido dueña de mi vida. Y a estos campesinos de Dos Ríos… —Miró de reojo a Perrin y esbozó una irónica sonrisa—. Todo cuanto quería era vivir según mis deseos, enamorarme de un hombre que yo eligiera… —De improviso, se ruborizó y carraspeó—. Lo que quiero decir es: ¿qué tiene de malo querer vivir sin todos estos sobresaltos?

—Ta’veren —sentenció Loial. Perrin le hizo señas para que callara, pero no era sencillo conseguir que el Ogier abandonara, así como así, uno de sus temas preferidos de conversación. Según los criterios de los Ogier, Loial era un individuo extremadamente impulsivo. Guardó el libro en un bolsillo y siguió hablando, gesticulando con la pipa—. Todos nosotros, todas nuestras vidas, producen efectos en las vidas de los demás, Min. La Rueda del Tiempo nos teje formando el Entramado, y el hilo vital de cada uno tira y presiona de los hilos vitales circundantes. Con los ta’veren ocurre lo mismo, con la diferencia de que su influencia es muchísimo más fuerte. Ellos tiran de la totalidad del Entramado, durante un tiempo al menos, y lo obligan a conformarse en torno a ellos. Cuanto más cerca se encuentra uno de ellos, más marcadas son las consecuencias experimentadas personalmente. Se dice que si uno se hallara en la misma habitación que Artur Hawkwing, podría notar cómo el Entramado se adaptaba a él. No sé hasta qué punto será cierto, pero así lo leí. El proceso no es, sin embargo, unívoco. Los propios ta’veren sufren más poderosamente las presiones para encajar en el tejido que el resto de nosotros y tienen un margen aún menor de elección.

Perrin esbozó una mueca. «Un margen condenadamente estrecho para decidir lo que realmente importa.»

—Si al menos —hizo votos Min, con un respingo— no fueran tan…, tan monstruosamente ta’veren todo el tiempo. Ta’veren tirando por un lado y las Aes Sedai inmiscuyéndose por el otro. ¿Qué posibilidades tiene ante ello una mujer?

—Muy pocas, supongo —concedió Loial, encogiéndose de hombros—, siempre que permanezca cerca de los ta’veren.

—Como si tuviera otra alternativa —gruñó Min.

—Fue un golpe de suerte, buena o mala, según lo consideres, lo que te puso en contacto no con uno, sino con tres ta’veren. Rand, Mat y Perrin. Yo, por mi parte, me considero afortunado por ello, y por afortunado me tendría aunque no fueran amigos míos. Creo que incluso puede que… —El Ogier los miró con súbita timidez, agitando las orejas—. ¿Me prometéis que no os vais a reír? Creo que tal vez escriba un libro sobre

ello. He estado tomando notas.

Min le sonrió amistosamente, y Loial volvió a erguir las orejas. —Es fantástico —aprobó—. Pero algunos, como yo misma, nos sentimos manejados como marionetas por esos ta’veren.

—Yo no elegí serlo —protestó Perrin—. Yo no lo decidí.

—¿Es eso lo que te sucedió a ti, Loial? —inquirió Min, sin hacerle caso—. ¿Es ése el motivo por el que viajas con Moraine? Tengo entendido que los Ogier no salís nunca de vuestro stedding. ¿Te arrastró consigo uno de estos ta’veren?

Loial se concentró en un minucioso examen de su pipa.

—Yo sólo quería ver las arboledas que plantaron los Ogier —murmuró—. Sólo quería ver las arboledas. —Lanzó una mirada a Perrin, como si le pidiera socorro, pero éste se limitó a sonreír.

«Veamos cómo se te clava la herradura en el casco.» Aun cuando ignoraba todos los pormenores de su aventura, sabía que Loial se había escapado de casa. Aunque tenía noventa años, de acuerdo con las normas con que se regían los Ogier era demasiado joven para abandonar el stedding —salir Afuera, lo llamaban ellos— sin el consentimiento de los mayores. Los Ogier vivían mucho tiempo, según el punto de vista humano. Loial decía que los mayores no serían nada complacientes con él cuando volvieran a ponerle las manos encima y, al parecer, pretendía postergar lo más posible ese momento.

Los shienarianos se pusieron agitadamente en pie. Rand salía de la cabaña de Moraine.

Aun a esa distancia Perrin distinguió con claridad los rasgos de un joven de pelo rojizo y ojos grises. Tenía la misma edad que Perrin y era un palmo más alto que él, pero más delgado, aunque también ancho de hombros. Las mangas de su chaqueta roja de cuello alto estaban bordadas en toda su longitud con espinas doradas, y en el pecho de su oscura capa llevaba reproducida la misma criatura del estandarte: la serpiente de cuatro patas con melena de león. Rand y él habían crecido juntos y eran amigos desde niños. «¿Aún somos amigos? ¿Podemos serlo ahora?»

Los shienarianos se inclinaron a la vez, con las cabezas erguidas pero llevándose las manos a las rodillas.

—Lord Rand —habló Ino—, estamos dispuestos. Honor para serviros.

Ino, casi incapaz de pronunciar una frase sin proferir una maldición, hablaba ahora con el más profundo de los respetos.

—Honor para serviros —repitieron, como un eco, los demás. Masema, que siempre veía pegas en todo y cuyos ojos relucían con devoción; Ragan; todos esperaban una orden por si Rand tenía el capricho de impartir alguna.

Rand los miró un momento desde la ladera y luego se volvió y desapareció entre los árboles.

—Ha vuelto a discutir con Moraine —susurró Min—. Todo el día, esta vez.

Aun cuando no le resultara sorprendente, Perrin sintió, de todos modos, una pequeña conmoción. Discutir con una Aes Sedai. Todos los cuentos de su infancia acudieron a su memoria. Las Aes Sedai, que hacían bailar tronos y naciones según movieran las invisibles cuerdas con que los manejaban. Las Aes Sedai, cuyos dones siempre tenían un anzuelo prendido, cuyo precio era siempre menor de lo que uno creía y, sin embargo, acaba siendo invariablemente superior a lo que uno podía imaginar. Las Aes Sedai, cuya furia era capaz de quebrar el suelo y provocar descargas de relámpagos. Ahora sabía que algunas de las historias no se correspondían con la realidad. Y, al mismo tiempo, ninguna reflejaba ni de lejos los tortuosos métodos de que se valían las Aes Sedai.

—Será mejor que vaya a hacerle compañía —decidió—. Después de esas discusiones, siempre necesita hablar con alguien.

Y, aparte de Moraine y Lan, ellos tres —Min, Loial y él— eran los únicos que no se comportaban como si Rand se hubiera elevado a la categoría de rey de reyes. Y de los tres sólo Perrin lo conocía desde la época en que no era más que un simple campesino.

Subió por la pendiente, deteniéndose sólo para lanzar una ojeada a la choza de Moraine. Leya debía de estar dentro, y también Lan, ya que éste raras veces se separaba de Moraine.

La cabaña de Rand, mucho más pequeña que la de la Aes Sedai, se hallaba un poco más abajo, oculta entre los árboles, apartada de las demás. Había intentado vivir abajo entre el resto de los hombres, pero sus constantes muestras de devoción lo habían alejado de ellos. Ahora se mantenía aislado. Demasiado aislado, en opinión de Perrin. Sabía, no obstante, que en esa ocasión Rand no se dirigía a su cabaña.

Perrin avanzó con paso presuroso hacia el punto en que el ovalado valle acababa abruptamente en una escarpada pared vertical de cincuenta metros de altura en cuya lisa superficie sólo crecían algunos arbustos que aferraban con tenacidad sus raíces a ella. Conocía exactamente el lugar en que la roca gris quedaba partida por una falla apenas lo bastante ancha para que él pudiera pasar de frente. Con sólo una cinta de luz crepuscular iluminando las cumbres, tuvo la sensación de estar adentrándose en un túnel.

La hendidura se prolongaba medio kilómetro y de improviso se ensanchaba formando un angosto valle de aproximadamente un kilómetro de longitud de lecho cubierto de rocas y cantos rodados y abruptas laderas pobladas de altos abedules, pinos y abetos. El sol asentado en las cimas de las montañas proyectaba largas sombras. Las paredes de

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