en Rand. Estoy atado a él igual que un caballo repropio al que se empeñan en herrar.»
—Éste no es el sitio indicado, Gaul. Yo también voy tras él y sé que se dirige a Tear.
—¿Tear? —dijo, sorprendido, el Aiel—. ¿Por qué…? Bueno, tiene sentido. La Profecía augura que, cuando caiga la Ciudadela de Tear, abandonaremos por fin la Tierra de los Tres Pliegues. —Así era como llamaban los Aiel al Yermo—. En ella se afirma que sufriremos una transformación y recuperaremos lo que antaño fue nuestro y perdimos.
—Puede ser. Desconozco vuestras profecías, Gaul. ¿Te falta mucho para recuperarte? De un momento a otro puede venir alguien.
—Es demasiado tarde para huir —dijo Gaul.
—¡El salvaje ha escapado! —gritó una profunda voz.
A la plaza llegaron a la carrera, desenvainando espadas, una docena de hombres vestidos con capas blancas y cónicos yelmos que relucían bajo la luz de la luna: Hijos de la Luz.
Como si tuviera todo el tiempo del mundo, Gaul levantó calmosamente una tela oscura que llevaba en el hombro y se envolvió con ella la cabeza. Luego se tapó la cara con un negro velo que sólo le dejaba al descubierto los ojos.
—¿Te gusta danzar, Perrin Aybara? —preguntó. Dicho lo cual se alejó como una centella de la jaula, saliendo directamente al encuentro de los Hijos de la Luz.
La sorpresa los dejó aturdidos sólo un instante, pero eso era, al parecer, cuanto necesitaba el Aiel. De un puntapié hizo saltar la espada del primero que llegó hasta él y, descargando el canto de la mano en su garganta con la eficacia de una daga, esquivó al soldado que caía. Tras romper con un sonoro chasquido el brazo de un segundo Capa Blanca, lo interpuso en el camino del tercero y propinó una patada en la cara al siguiente. Evolucionaba realmente como si bailara, yendo de uno a otro sin detenerse ni aminorar el ritmo, a pesar de que el individuo que había tropezado con su compañero se incorporaba ya y el del brazo roto había cambiado la espada de mano. Gaul danzaba grácilmente entre ellos.
Perrin hubo de superar pronto su estupor, pues no todos los Capas Blancas habían centrado la atención en el Aiel. Justo a tiempo, empuñó el mango del hacha con ambas manos para contener una estocada, la hizo oscilar… y a punto estuvo de gritar un lamento cuando la hoja en forma de media luna desgarró la garganta de su atacante. Pero los Capas Blancas que siguieron al primero que había abatido no le dejaron tiempo para entregarse a lamentaciones. Execraba las terribles heridas que abría el hacha, la manera como atravesaba la malla para hundirse en la carne y partía los yelmos con la misma facilidad con que abría cráneos. Todo le resultaba odioso. Pero no quería morir.
El tiempo pareció comprimirse y prolongarse a la vez. Su cuerpo habría jurado que llevaba luchando horas. Con respiración jadeante, veía a los hombres moverse como si flotaran en gelatina. En el espacio de un instante se abalanzaban y caían derribados. El sudor le empapaba la cara y, sin embargo, tenía frío. Combatía para preservar la vida, y no tenía noción de si aquello había durado unos segundos o toda la noche.
Cuando al fin quedó inmóvil, jadeante y casi aturdido, mirando la docena de hombres de blanca capa tendidos sobre el pavimento de la plaza, la luna no parecía haberse movido en absoluto. Algunos de ellos gemían; otros yacían silenciosos e inertes. Gaul estaba de pie entre ellos, todavía con el rostro velado y sin ninguna arma en la mano. La mayoría de los Hijos de la Luz habían sido abatidos por su mano. Perrin lamentó, avergonzado, que no fueran todos. El olor a sangre y muerte era incisivo y amargo.
—No bailas mal la danza de las lanzas, Perrin Aybara.
—No comprendo cómo —murmuró, aquejado de vértigo, Perrin— han podido enfrentarse doce hombres a veinte de vosotros y ganar, incluso si dos de ellos eran cazadores.
—¿Es eso lo que dicen? —Gaul rió quedamente—. Sarien y yo llevábamos ya mucho tiempo en estas tierras y descuidamos la guardia, y, como el viento soplaba a favor suyo, no los vimos llegar. Topamos prácticamente con ellos. Sarien está muerto, y a mí me enjaularon como a un idiota, de modo que quizá ya hemos pagado nuestra imprudencia. Es tiempo de huir ahora, hombre de las tierras húmedas. Tear; lo recordaré. —Se bajó por fin el velo—. Que siempre encuentres agua y sombra donde cobijarte, Perrin Aybara. —Luego giró sobre sí y se perdió en la noche.
Cuando se disponía a echar a correr también, Perrin advirtió que tenía el hacha ensangrentada y limpió apresuradamente la curvada hoja con la capa de uno de los cadáveres. «Están muertos, válgame la Luz, y todavía no se ha ido toda la sangre.» Se colgó, acongojado, el arma en el cinturón y se alejó al trote.
Al dar el segundo paso la vio, una esbelta forma en el linde de la plaza vestida con oscuras y estrechas faldas. Cuando se volvió para marcharse, advirtió que eran faldas de amazona. La mujer retrocedió hasta la calle y desapareció.
Lan salió a su encuentro antes de que llegara al lugar donde la había visto. El Guardián advirtió la jaula vacía bajo la horca, los confusos bultos que reflejaban la luz de la luna, y dio un cabeceo como si estuviera a punto de estallar.
—¿Es esto obra tuya, herrero? —preguntó con voz tan tensa y dura como la llanta de una rueda—. ¡La Luz me consuma! ¿Hay alguien que pueda relacionarte con ello?
—Una muchacha —contestó Perrin—. Creo que me ha visto. ¡No quiero que le hagáis nada, Lan! Podrían haberlo visto muchas personas más. Hay luces en muchas ventanas.
El Guardián lo agarró por la manga de la chaqueta y lo empujó en dirección a la posada.
—He visto a una joven corriendo, pero he creído que… Da igual. Saca al Ogier de la cama y llévalo al establo. Después de lo ocurrido, hemos de llevar lo antes posible los caballos a los muelles. Sólo la Luz sabe si habrá un barco que zarpe esta noche o lo que habré de pagar por alquilar uno en caso contrario. ¡No hagas preguntas, herrero! ¡Haz lo que te he dicho! ¡Deprisa!
CAPÍTULO 35 El halcón
Con sus largas zancadas, el Guardián dejó atrás a Perrin y, cuando éste se abrió paso entre el gentío reunido en las puertas de la posada, Lan ya subía por la escalera sin aparente premura. Perrin redujo el paso siguiendo su ejemplo. A sus espaldas sonaron los gruñidos y protestas de la gente ante la que intentaban colarse a empujones los de atrás. —¿Otra vez? —decía Orban, sosteniendo en alto la copa de plata para que volvieran a llenársela—. Bueno, de acuerdo. Nos aguardaban emboscados junto al camino por el que viajábamos, algo que no esperaba yo a tan corta distancia de Remen. Salieron gritando de la espesa maleza y en un abrir y cerrar de ojos ya estaban entre nosotros, ensartando con sus lanzas a dos de mis mejores hombres y a uno de los de Gann. Sólo con verlos, supe que eran Aiel y…
Perrin se alejó escaleras arriba. «Bueno, ahora Orban los conoce realmente.»
Oyó voces procedentes de la habitación de Moraine. Como no quería oír lo que ella diría respecto a lo sucedido, apretó el paso y asomó la cabeza en el dormitorio de Loial.
La cama del Ogier era un bajo e imponente mueble, dos veces más larga y mucho más ancha que cualquiera de los lechos para humanos que Perrin había visto. Aun cuando la habitación era igual de grande y lujosa que la de Moraine, el mueble ocupaba buena parte de su superficie. Perrin recordó vagamente que Loial había dicho que era de madera cantada y en otra ocasión se habría detenido a admirar aquellas gráciles curvas gracias a las cuales la cama parecía haber crecido allí mismo. Los Ogier debían de haber pasado sin duda por Remen antiguamente, pues el posadero también había encontrado un sillón de madera de la talla de Loial y lo había llenado de cojines. El Ogier estaba cómodamente sentado sobre ellos en camisa y calzones, rascándose con aire distraído el tobillo con la uña del otro pie mientras escribía, apoyado en el brazo del asiento, en un gran libro encuadernado con tela.
—¡Nos vamos! —anunció.
Loial se sobresaltó y casi volcó el tintero y tiró el libro al suelo.
—¿Que nos vamos? Si acabamos de llegar —protestó. —Sí, nos marchamos. Baja al establo lo más rápido posible. Y procura que nadie te vea. Me parece que hay una escalera al fondo que pasa junto a la cocina. —El olor a comida se había concentrado demasiado en ese sector del pasillo como para que no la hubiera.
El Ogier dirigió una pesarosa mirada a la cama y luego se dispuso a calzarse sus altas botas.
—¿Pero por qué?
—Los Capas Blancas —dijo Perrin—. Te lo contaré más tarde. —Salió al corredor antes de que Loial pudiera formular otra pregunta.
Él no había deshecho el equipaje. Una vez que se hubo colgado la aljaba en el cinturón, la capa, la manta y las alforjas al hombro y recogido el arco, no quedó señal alguna de su paso por allí. Ni una arruga en las mantas dobladas al pie de la cama ni una salpicadura de agua en la agrietada jofaina del aguamanil. Incluso la mecha de la vela de sebo estaba nueva, advirtió. «He debido prever que no me quedaría aquí. Últimamente parece que no dejo ninguna marca tras de mí.» Tal como sospechaba, en la parte trasera del edificio había una estrecha escalera que conducía a una antesala contigua a la cocina. Se asomó con cautela a la puerta. En el asador había una pierna de cordero, un gran pedazo de buey, cinco pollos y una oca. Del caldero de sopa que colgaba encima del fuego de otra chimenea se elevaba un fragante aroma, pero no se veía ni un alma allí adentro. Agradeciendo las patrañas de Orban, salió presurosamente a la calle.
Las caballerizas ocupaban un edificio construido con la misma clase de piedra que la posada, con la diferencia de que en aquél únicamente estaban pulidos los bloques que rodeaban los grandes portales. Una linterna prendida a un poste irradiaba una luz mortecina. Brioso y las otras monturas estaban allí. Aspiró, reconfortado, el entrañable olor a heno y a caballos. Había sido el primero en llegar.
Sólo uno de los mozos de cuadra estaba de vigilancia, un individuo de rostro enjuto y cabellos lacios de color gris, vestido con una sucia camisa, que exigió saber quién era Perrin para ordenar que ensillaran cuatro caballos, quién era su amo, qué hacía cargado de bultos para partir intempestivamente a media noche, si maese Furlan sabía que quería escabullirse de ese modo, qué llevaba escondido en las alforjas y qué le pasaba en los ojos. ¿Acaso estaba enfermo?
Una moneda pasó volando detrás de Perrin, despidiendo un resplandor dorado bajo la luz del candil. El mozo la cogió con una mano y le hincó un diente.
—Ensíllalos —le indicó Lan con voz suave y a un tiempo tan dura como el hierro. El criado hizo una reverencia y se fue a preparar los caballos.
Moraine y Loial entraron oportunamente en el establo para hacerse cargo de las riendas, y a continuación todos condujeron las monturas detrás de Lan, por una calle de detrás de las caballerizas que desembocaba en el río. El quedo repiqueteo de los cascos en el