la bata azul cielo que llevaba sobre los hombros.
—¿Deseas algo? —preguntó con frialdad.
Tenía un cepillo de plancha de plata en la mano y sus negros cabellos, que bajaban desparramados como oscuras olas por su cuello, relucían como si hubiera estado cepillándolos. Su habitación, con paneles de pulida madera en las paredes, lámparas con repujados de plata y un alegre fuego encendido en la amplia chimenea de ladrillos, era mucho más lujosa que la suya. En el aire flotaba un olor a jabón de rosas.
—Yo… pensaba que Lan estaba aquí —logró articular—. Como siempre estáis juntos, creía que…, que…
—¿Qué quieres, Perrin?
—¿Es esto obra de Rand? —preguntó tras aspirar profundamente—. Ya sé que Lan le ha seguido el rastro hasta aquí y que todo parece insólito: los cazadores, los Aiel… Pero, ¿ha sido él el causante?
—Yo diría que no. Lo sabré con más certeza cuando Lan me informe de lo que descubra esta noche. Con suerte, sus hallazgos nos ayudarán a efectuar la decisión que hemos de tomar.
—¿Una decisión?
—Rand podría haber cruzado el río y dirigirse a campo traviesa a Tear, o bien haber tomado un barco con destino a Illian con la intención de embarcar allí en otro que lo lleve hasta Tear. Aunque se da un rodeo de varias leguas, el viaje resulta más rápido por río.
—No creo que le demos alcance, Moraine. No sé cómo lo consigue, pero incluso a pie mantiene la delantera. Si Lan está en lo cierto, aún nos lleva medio día de ventaja.
—Estaría por sospechar que ha aprendido a viajar —admitió, frunciendo levemente el entrecejo, Moraine— de no ser porque en ese caso habría ido directamente a Tear. No, lleva la sangre de infatigables caminantes y corredores en las venas. De todos modos podríamos optar por proseguir por río. Si no puedo alcanzarlo, estaré en Tear pisándole los talones. O esperándolo.
Perrin se removió, inquieto, al percibir la fría promesa en su voz.
—En una ocasión me dijisteis que podíais detectar a los Amigos Siniestros; al menos a los que estaban totalmente corrompidos por la Sombra, y que Lan también poseía esa capacidad. ¿Habéis percibido algo así aquí?
La Aes Sedai emitió un sonoro resoplido y se volvió hacia un espejo de cuerpo entero con finos trabajos en plata engastados en las patas. Manteniendo la bata pegada al cuerpo con una mano, deslizó el cepillo por sus cabellos con la otra.
—Incluso entre los peores Amigos Siniestros son muy pocos los humanos que han llegado tan lejos, Perrin. —El cepillo se detuvo en el aire—. ¿Por qué lo preguntas?
—Abajo en la sala había una chica que me miraba fijamente. No estaba pendiente de vos y de Loial como todos los demás, sino de mí.
El cepillo volvió a entrar en movimiento, y una breve sonrisa curvó los labios de Moraine.
—A veces olvidas, Perrin, que eres un joven bien parecido. Algunas muchachas aprecian unos hombros con una buena musculatura. —Perrin exhaló un gruñido, moviendo con embarazo los pies—. ¿Hay algo más, Perrin?
—Eh… no.
Ella no podía aportarle ningún dato en lo concerniente a la visión que había tenido Min, salvo precisar lo que ya sabía: que se trataba de algo importante. Además, no quería decirle lo que Min había visto. Ni tan siquiera que Min hubiera visto algo.
De nuevo en el pasillo con la puerta ya cerrada, se apoyó un momento en la pared. «Luz, mira que irrumpir en su habitación de ese modo, estando ella…» Era una mujer hermosa. «Y seguramente lo bastante vieja para ser tu madre.» Se le ocurrió que Mat la habría invitado probablemente a bajar a la sala a bailar. «No, no lo habría hecho. Ni el propio Mat es tan alocado como para tratar de seducir a una Aes Sedai.» Moraine sabía bailar. Él mismo había bailado con ella en una ocasión. Y había estado tropezando con sus pies cada dos por tres. «Deja de pensar en ella como si fuera una chica de pueblo sólo porque la has visto… ¡Es una maldita Aes Sedai! Más vale que te preocupes por el Aiel.» Se estremeció y bajó la escalera.
El comedor de la posada estaba lleno a rebosar. Todas las sillas, taburetes y bancos estaban ocupados y aún había gente de pie. No vio a la muchacha de pelo negro, y nadie le prestó mayor atención cuando atravesó apresuradamente la sala.
Con la pierna vendada en el cojín de una silla y el pie correspondiente calzado con una pantufla, y una copa de plata que la camarera no paraba de llenar, Orban disfrutaba de una mesa exclusivamente para él.
—Bien sabíamos Gann y yo —decía a todos los congregados— cuán feroces guerreros son los Aiel, pero no había tiempo para vacilar. Desenvainé la espada, hinqué los talones en los flancos de León…
Perrin dio un respingo antes de caer en la cuenta de que lo que había querido decir era que su caballo se llamaba León. «No me habría extrañado oírle decir que cabalgaba a lomos de un león.» Se sintió algo avergonzado; el hecho de que no le cayera bien ese cazador no daba pie a suponer que llevara tan lejos su fanfarronería. Se precipitó afuera sin volver la vista atrás.
En la calle la gente se apiñaba para mirar por las ventanas y escuchar tras las puertas el relato de Orban. Nadie dedicó más de una breve ojeada a Perrin, a pesar de que su salida provocó varias quejas entre los que hubieron de apartarse de la puerta para dejarlo pasar.
Todos los que habían salido esa noche debían de encontrarse en las proximidades de la posada, pues de camino a la plaza no vio a nadie. De vez en cuando se recortaba la silueta de una persona en una ventana, pero, por lo demás, las calles estaban solitarias. Tuvo, empero, la sensación de ser observado y miró con nerviosismo en torno a sí. No había nadie en la oscuridad salpicada de relucientes ventanas, que en la plaza se reducían a unas pocas en los pisos superiores.
El Aiel seguía preso en la jaula, a una altura a la que no alcanzaban sus brazos. Aunque parecía despierto, o al menos tenía la cabeza erguida, en ningún momento dirigió la mirada a Perrin. Las piedras que le habían tirado los niños estaban esparcidas bajo la jaula.
La jaula pendía de una gruesa cuerda atada a la anilla de uno de los maderos superiores y, acoplada en una pesada polea sujeta al travesaño, bajaba hasta apoyarse en un par de clavos del pie derecho a menos de un metro del suelo. El cabo sobrante componía una desordenada maraña al pie de la horca.
Perrin volvió a mirar en derredor, escrutando la oscura plaza, y, aunque todavía tenía la impresión de ser vigilado, tampoco vio nada. Aguzó el oído y no oyó más que el silencio. Percibió el olor a humo de chimenea y a comida procedentes de las casas, y a sudor humano y sangre coagulada emanado del Aiel. Su olfato no captó, sin embargo, ningún indicio de miedo en él.
«Hay que tener en cuenta su peso y el de la jaula», pensó en tanto se aproximaba. Ignoraba cuándo había decidido hacer aquello y ni siquiera si realmente lo había decidido, pero sabía que nada le impediría llevarlo a cabo.
Apuntalándose en el recio poste, haló de la cuerda e izó un poco la jaula para aflojarla. Por el modo como se agitó ésta dedujo que el hombre se había movido finalmente, pero tenía demasiada prisa para parar y comunicarle lo que se proponía. Los centímetros ganados le permitieron desenroscar la cuerda de los clavos. Todavía con la pierna afirmada en torno al poste; se apresuró a bajar palmo a palmo la jaula hasta el suelo.
El Aiel lo observaba en silencio. Perrin tampoco dijo nada. Al examinar de cerca la jaula, apretó la mandíbula. Siempre que se hacía algo, incluso algo tan odioso como aquello, debía hacerse a conciencia. La parte frontal de la jaula era una puerta articulada con toscos goznes forjados con evidente precipitación y cerrada por un buen candado de hierro prendido a una cadena tan mal trabajada como la jaula. Buscó el eslabón en peores condiciones, encajó en él el pico de su hacha y, haciendo girar la muñeca, lo partió. En cuestión de segundos separó la cadena y abrió la puerta.
El Aiel continuó sentado allí, con la barbilla apoyada en las rodillas, mirándolo.
—¿Y bien? —susurró con voz ronca Perrin—. La he abierto, pero no pienso sacarte de ahí. —Paseó apresuradamente la mirada por la plaza, con la misma aprensión de que unos ojos vigilaban sus movimientos, y no vio nada.
—Eres fuerte, hombre de las tierras húmedas. —El Aiel sólo movió los hombros—. Fueron precisos tres hombres para subirme allá arriba. Y ahora tú me has bajado. ¿Por qué?
—No me gusta ver a una persona enjaulada —susurró Perrin, ansioso por irse. La caja estaba abierta, y aquellos ojos estaban espiando. Pero el Aiel seguía inmóvil. «Si haces algo, hazlo bien»—. ¿Vas a salir de ahí antes de que venga alguien?
El Aiel se agarró al barrote horizontal exterior, se impulsó hacia afuera y quedó medio colgado. En posición erguida, le habría sacado un palmo a Perrin. Fijó la mirada en los ojos de Perrin, que él sabía que debían brillar como el oro bruñido en la noche, pero no realizó ningún comentario al respecto.
—Llevo aquí adentro desde ayer, hombre de las tierras húmedas. —Su forma de hablar le recordó a la de Lan, no porque su voz o su acento fueran similares, sino por la misma imperturbable frialdad y calma que traslucía—. Habré de esperar un momento para que me respondan las piernas. Soy Gaul, del septiar Imran del Shaarad Aiel, hombre de las tierras húmedas. Soy un Shae’en M’taal, un Soldado de Piedra. Mi agua es tuya.
—Yo soy Perrin Aybara, de Dos Ríos, herrero de profesión. —El hombre ya se encontraba fuera de la jaula y, por lo tanto, él podía marcharse. Pero si alguien pasaba por allí antes de que Gaul se hallara en condiciones de caminar, acabaría en la jaula de nuevo o muerto, y, tanto en un caso como en otro, el trabajo de Perrin resultaría en vano—. De habérseme ocurrido, habría traído una botella o un pellejo de agua. ¿Por qué me llamas «hombre de las tierras húmedas»?
Gaul señaló en dirección al río; aun con su aguzada vista Perrin no pudo corroborar a la luz de la luna si era real la inquietud que por primera vez creyó percibir en el Aiel.
—Hace tres días, vi a una muchacha jugando en un gran estanque de agua. Tendría unos quince metros de ancho… y ella salió tranquilamente a la orilla. —Realizó un torpe gesto con la mano, imitando el movimiento de un nadador—. Una chica muy valiente. Confieso que me he acobardado al tener que cruzar estos… ríos. Nunca creí posible ver agua en exceso, pero entonces no sabía que pudiera haber tanta agua en el mundo como la que tenéis los hombres de las tierras húmedas.
Perrin lo escuchó con asombro. Una de las pocas cosas que sabía acerca del Yermo de Aiel era que era muy seco, pero no había imaginado que el agua fuera tan escasa como para causar esa reacción en el impasible Aiel.
—Te encuentras muy lejos de tu tierra, Gaul. ¿Por qué estás aquí?
—Buscamos —respondió lentamente Gaul—. Buscamos a El que Viene con el Alba.
Perrin había oído antes ese nombre, en circunstancias que no dejaban margen de duda acerca de su significado. «Luz, todo acaba convergiendo