salido a buscarlos, pero nunca los encontrarán.
—¿Hay Capas Blancas aquí? —inquirió Perrin con vivacidad.
Orban le dirigió una breve mirada y desdeñó contestarle a él.
—Los Capas Blancas siempre se entrometen donde no los llaman —explicó, dirigiéndose a Lan—. Son todos unos patanes incompetentes. Sí, batirán los alrededores durante días, pero dudo que encuentren algo más que sus propias sombras.
—Supongo que sí —convino Lan.
El vendado joven miró con entrecejo fruncido a Lan como si vacilara respecto al sentido que había de atribuir a sus palabras y luego volvió a encararse al posadero.
—Vais a ir a buscar a esa vieja, ¿entendido? Tengo la cabeza a punto de estallar.
Tras dedicar una última mirada a Lan, se alejó cojeando y subió de uno en uno los escalones, seguido por los murmullos de admiración que despertaba un cazador del Cuerno que había abatido a varios Aiel.
—Éste es un pueblo donde ocurren muchas cosas. —La cavernosa voz de Loial atrajo todas las miradas. Salvo las de los marinos, que parecían hablar de cuerdas, por lo que Perrin alcanzaba a oír—. A donde quiera que voy, los humanos hacéis cosas, corréis apresurados, acelerando el curso de los acontecimientos. ¿Cómo podéis soportar tanto trajín?
—Ah, amigo Ogier —dijo Furlan—, el anhelo de excitación es propio de los humanos. Cuánto lamento no haber podido marchar con los ejércitos hasta las Murallas Resplandecientes. Y os diré más…
—Nuestras habitaciones. —Aun cuando no había alzado la voz, la intervención de Moraine interrumpió la charla del posadero con la contundencia de un afilado cuchillo—. Andra ha encargado habitaciones, ¿verdad?
—Ah, lady, disculpadme. Sí, maese Andra ha pedido habitaciones. Perdonadme, por favor. Es toda la excitación, que me tiene fuera de mí. Tened la bondad de perdonadme, lady. Por aquí, si sois tan amables. —Deshaciéndose en reverencias y disculpas y sin parar de hablar ni un instante, Furlan los condujo a la escalera.
Ya arriba, Perrin se detuvo para mirar atrás. Oía «lady» y «Ogier» entre murmullos y sentía todos los ojos centrados en ellos, pero tenía la sensación de notar un par de ellos en particular, alguien que no miraba a Moraine ni a Loial, sino a él.
No le costó localizarla, pues, aparte de que permanecía apartada de los demás, era la única mujer en la sala cuya indumentaria no adornaba ni el más breve pedazo de encaje. Su vestido gris oscuro, casi negro, de holgadas mangas y estrecha falda dividida para montar a caballo, sin ningún detalle de fantasía, era tan austero como la vestimenta de los capitanes de barco. Bajo el dobladillo asomaban unas botas de cuero blanco. Era joven, aproximadamente de su misma edad, y alta, con una melena negra que le llegaba a los hombros que enmarcaba un rostro con una prominente nariz, una generosa boca, pómulos pronunciados y oscuros ojos ligeramente achinados. No supo si atribuirle el calificativo de hermosa o no.
En cuanto dirigió la mirada hacia ella, se giró para hablar con una de las camareras y no volvió a dirigir la vista hacia la escalera, pero él tuvo la certeza de no haberse equivocado: había estado observándolo a él.
CAPÍTULO 34 Una danza diferente
Concentrado como estaba en interrogarse sobre si la chica de pelo negro sabría qué significaba tener los ojos amarillos, Perrin no prestó oídos al ininterrumpido parloteo de Furlan. «Diantre, estaba mirándome a mí.» Entonces oyó las palabras «proclamando al Dragón en Ghealdan» y pensó que las orejas iban a aguzársele tanto como las de Loial. —¿Hay otro falso Dragón, posadero? —preguntó Moraine, deteniéndose en seco en el umbral de la puerta de su habitación—. ¿En Ghealdan?
Aunque la capucha de la capa aún le tapaba la cara, su voz traicionaba una profunda consternación. Pese a estar pendiente de la respuesta del hombre, Perrin no pudo evitar fijar la mirada en ella; olía a algo muy próximo al miedo.
—Ah, lady, no tenéis de qué preocuparos. Nadie os importunará aquí, a cien leguas de Ghealdan, y menos teniendo cerca a maese Andra y a lord Orban y lord Gann. Caramba si…
—¡Respondedle! —lo conminó tajantemente Lan—. ¿Hay un falso Dragón en Ghealdan?
—Ah. Ah, no, maese Andra, no exactamente. He dicho que hay un hombre proclamando el advenimiento del Dragón en Ghealdan, tal como me contaron hace unos días. Anunciando su llegada, por así decirlo. Predicando las alabanzas de ese tipo que estaba en Tarabon, de quien se habló tanto. Aunque algunos aseguran que fue en Arad Doman y no en Tarabon. Muy lejos de aquí en todo caso. Verdad es que, en otras circunstancias, no se habría hablado de otra cosa, salvo quizá de las habladurías que corren acerca del regreso del ejército de Hawkwing… —Los fríos ojos de Lan podrían haber expresado la misma amenaza que el filo de un cuchillo, a juzgar por la manera como Furlan tragó saliva y se fregó las manos en la chaqueta—. Yo sólo sé lo que oigo, maese Andra. Dicen que ese individuo tiene una mirada que lo deja seco a uno y que proclama toda clase de insensateces, como que el Dragón viene a salvarnos, que todos hemos de seguirlo y que incluso las fieras lucharán al lado del Dragón. No sé si ya lo habrán arrestado. Es probable que sí, porque los ghealdanos no iban a permitir tal clase de prédica durante mucho tiempo.
«Masema —pensó con asombro Perrin—. Es el condenado Masema.»
—Tenéis razón, posadero —convino Lan—. Sería raro que ese hombre causara problemas aquí. Una vez conocí a un tipo aficionado a hacer descabellados discursos. ¿Os acordáis de él, lady Alys? ¿De Masema?
—Masema —repitió Moraine, dando un respingo—. Sí, desde luego. Me había olvidado de él. —Recobró la firmeza en la voz—. La próxima vez que vea a Masema, sabrá lo que es bueno. —Cerró la puerta de su dormitorio con tal violencia que el ruido del golpe se propagó por todo el pasillo.
—¡Silencio! —gritó alguien al fondo—. ¡Tengo la cabeza a punto de estallar!
—Ah. —Furlan se frotó las manos hacia arriba y luego hacia abajo—. Ah. Disculpad que lo diga, maese Andra, pero lady Alys parece una mujer de mucho temperamento.
—Solamente con quienes la enojan —lo tranquilizó Lan—. Es más de temer su mordedura que sus ladridos.
—Ah. Ja, ja. Vuestras habitaciones están allí. Ah, amigo Ogier, cuando maese Andra me ha dicho que veníais, he hecho bajar del desván una antigua cama Ogier que llevaba más de trescientos años acumulando polvo. Ciertamente, es…
Como la roca de un río que ya no oye el rumor del agua, Perrin dejó que las palabras resbalaran sobre su conciencia. La joven de pelo negro lo tenía preocupado. Y también el Aiel enjaulado.
Lan no había hecho nada para disuadir al posadero de que él no era un criado y, en consecuencia, le habían reservado una reducida habitación trasera, en la que entró mecánicamente, aún absorto en sus pensamientos. Tomó la precaución de aflojar el arco, puesto que si lo mantenía constantemente tenso acabaría por dañar tanto el arco como la cuerda, lo apoyó en un rincón, descargó el fajo con la manta y las alforjas cerca del aguamanil y depositó la capa sobre ellos. Luego colgó los cinturones en que estaban prendidos el carcaj y el hacha en los clavos de la pared y estaba tentado de echarse en la cama cuando un gran bostezo le advirtió del riesgo en que incurriría. El lecho era estrecho y el colchón tenía muchos bultos y, aun así, aquélla le parecía la más seductora de las camas. Se sentó disciplinadamente en el taburete de tres patas y, siguiendo su natural tendencia a pensar con detenimiento las cosas, se puso a cavilar.
Al cabo de un rato Loial llamó a la puerta y asomó la cabeza. Las orejas del Ogier casi temblaban de excitación y su ancha sonrisa le llegaba de oreja a oreja.
—¡No vas a creerlo, Perrin! ¡Mi cama es de madera cantada! Debe de tener unos mil años, porque durante todo este milenio nadie ha cantado una pieza de tal tamaño. Yo mismo no me atrevería a intentarlo, y en estos tiempos soy uno de los que descuellan en ese talento. Bueno, a decir verdad, somos pocos los que disponemos de ese talento ahora. Pero estoy entre los mejores cantores de madera actuales.
—Qué interesante —dijo Perrin. «Un Aiel en una jaula. Eso es lo que dijo Min. ¿Por qué me observaba esa chica?»
—A mí me lo ha parecido. —Loial dejó traslucir cierta decepción porque Perrin no participara de su entusiasmo, pero éste sólo quería entregarse a sus reflexiones—. La cena está dispuesta abajo, Perrin. Han preparado los más exquisitos manjares por si los cazadores quieren algo, de modo que algo nos tocará a nosotros.
—Ve tú, Loial. Yo no tengo hambre.
Los aromas a carne asada que llegaban desde la cocina no cautivaron su atención. Apenas si se dio cuenta de que Loial se había ido.
Con las manos sobre las rodillas, bostezando de vez en cuando, trató de hallar respuesta a sus interrogantes. La situación era semejante a uno de aquellos rompecabezas que hacía maese Luhhan con piezas de metal que parecían inextricablemente soldadas. Pero, al igual que en las creaciones del herrero siempre había un truco para desencajar las arandelas y bolas de hierro, debía existir una explicación razonable para todo aquello.
La muchacha había estado mirándolo. El color de sus ojos podría haber sido la causa, pero eso no concordaba con la actitud que habían adoptado respecto a ellos el posadero y el resto de los presentes. Tenían un Ogier en quien fijarse, cazadores del Cuerno en la casa y una dama de visita, además de un Aiel enjaulado en la plaza. A su lado el color del iris de alguien era una fruslería, y más tratándose de un criado.
«¿Entonces por qué estaba observándome precisamente a mí?»
Y el Aiel encerrado en la jaula. Lo que Min percibía era invariablemente importante. ¿Pero cómo? ¿Qué se suponía que debía hacer él? «Podría haber impedido que los niños siguieran apedreándolo. He debido hacerlo.» De nada le servía disculparse aduciendo que los mayores le habrían dicho que se ocupara de sus asuntos, que él era un forastero en Remen a quien no concernía en absoluto el Aiel. «He debido intentarlo.» Como no encontrara respuestas, volvió a empezar por el principio y repasó pacientemente una y otra vez todos los detalles que le parecieron significativos. Su esfuerzo únicamente lo condujo a lamentarse por lo que había omitido hacer.
Al cabo de un rato cayó en la cuenta de que por fin había anochecido. Sólo la tenue luz de la luna que entraba por la única ventana amortiguaba la oscuridad de la habitación. Se acordó de la vela de sebo y el pedernal que había visto en la repisa de la estrecha chimenea, pero desechó encenderla. El brillo de la luna era suficiente para sus ojos. «He de hacer algo.»
Se ciñó el hacha y se paró, asombrado. Había sido un acto involuntario; llevar el arma se había convertido en algo tan natural para él como el simple hecho de respirar. Aunque le disgustaba admitir esa evidencia, mantuvo el cinturón sobre sus caderas y salió afuera.
La luz procedente de la escalera bañaba ligeramente el pasillo con un brillo casi deslumbrante por contraste con las tinieblas de su dormitorio. Desde la sala llegaban hasta él el sonido de las risas y las conversaciones y también el olor a comida de la cocina. Se encaminó a la parte delantera del edificio, llamó a la puerta de Moraine y entró. Luego se quedó parado, con el rostro encendido.
Moraine se tapó con