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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 74
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mantuvo la cabeza girada para observar al hombre. Le recordaba a alguien y no sabía a quién.

—No deberían hacerlo. —La cavernosa voz de Loial rozaba la irritación de un gruñido—. Los niños, quiero decir. Los mayores deberían impedírselo.

—Sí —convino distraídamente Perrin. «¿Por qué me resulta familiar?»

En el letrero que presidía la puerta de la posada adonde los condujo Lan, en las proximidades del río, se leía La forja del viajero, lo cual interpretó Perrin como un buen augurio, aunque en el local no había nada que sugiriera una herrería salvo el hombre de delantal de cuero con un martillo pintado en él. El gran edificio de tres pisos, de tejado cárdeno y cuadrados bloques de piedra gris, con amplias ventanas y puertas adornadas con volutas, parecía albergar un próspero negocio. Los mozos de cuadra acudieron corriendo a hacerse cargo de los caballos, dedicándoles reverencias que acentuaron cuando Lan les lanzó unas monedas.

Una vez dentro, Perrin se quedó mirando con asombro a la gente. Le pareció que los hombres y mujeres que ocupaban las mesas lucían sus ropas de fiesta, en las que se apreciaban más bordados en las chaquetas y encajes en los vestidos, más cintas y pañuelos de colores de los que había visto en mucho tiempo. Los únicos que vestían con sencillez eran cuatro individuos juntos en una mesa, los únicos que no alzaron con expectación la mirada ni interrumpieron su conversación cuando entró la comitiva. Perrin alcanzó a distinguir algo de lo que decían, acerca de las ventajas como cargamento de los pimientos de hielo sobre las pieles y el efecto que podría haber causado en los precios de Saldaea la agitación reinante, y dedujo que eran capitanes de barcos mercantes. Los demás eran seguramente lugareños. Incluso las camareras parecían llevar sus atuendos de gala, cuyos bordados y encajes asomaban bajo los largos delantales.

En la cocina estaba preparándose gran cantidad de comida; hasta él llegaba el aroma a cordero, pollo y buey, así como a verdura. Y a un pastel de especias que por un momento le hizo olvidar la carne.

Salió a recibirlos con reverencias un gordo y calvo posadero de relucientes ojos castaños y lisa y sonrosada tez. De no haber acudido directamente a ellos, Perrin jamás habría adivinado que él era el dueño, pues, en lugar del acostumbrado delantal blanco, llevaba, al igual que todos sus clientes, una chaqueta de gruesa lana azul cubierta de bordados blancos y verdes que, sin duda, era la causante de su copioso sudor.

«¿Por qué van todos endomingados?», se preguntó Perrin.

—Ah, maese Andra —saludó a Lan el posadero—. Y un Ogier, tal como habéis dicho. No es que no os creyera, claro está, con todo lo que ha pasado y además tratándose de vuestra palabra. ¿Por qué no un Ogier? Ah, amigo Ogier, no podéis imaginar el placer que me produce teneros en mi casa. Una presencia que encaja y corona los acontecimientos. Ah, y la señora… —Sus ojos se posaron en la seda azul de su vestido y en la calidad de la lana de la capa, perceptible a pesar del polvo del camino—. Perdonadme, lady, por favor. —Realizó una pronunciadísima reverencia—. Maese Andra no especificó vuestra condición, lady. No era mi intención ofenderos. Sed más bienvenida si cabe que el amigo Ogier, lady. Tened a bien no ofenderos por la distracción de Gainor Furlan.

—Desde luego que no. —Con voz calmada, Moraine aceptó el tratamiento que Furlan le había otorgado. No era, ni de lejos, la primera vez que la Aes Sedai ocultaba su verdadera identidad o condición, como tampoco constituía una novedad que Lan utilizara el nombre de Andra. Con la capucha todavía cubriendo sus suaves rasgos de Aes Sedai, la mujer retenía en torno a sí la capa con una mano como si tuviera frío, y no lo hacía con la mano en que llevaba el anillo con la Gran Serpiente—. Tengo entendido que han ocurrido sucesos extraordinarios en vuestro pueblo, posadero. Confío en que no se trate de algo inquietante para los viajeros.

—Ah, lady, hasta podría calificarse de extraño. Sólo vuestra radiante presencia honra con creces esta humilde casa, lady, y además viniendo en compañía de un Ogier, pero en Remen tenemos también cazadores; justo aquí mismo, en La forja del viajero. Cazadores del Cuerno de Valere, que partieron de Illiana en busca de aventuras. Y, en efecto, han hallado aventuras, lady, y aquí en Remen, o tan sólo algo más de un kilómetro río arriba, luchando, quién lo diría, con Aiel. ¿Os imagináis salvajes Aiel de rostro velado en Altara, lady?

Aiel. Ahora comprendía Perrin por qué le resultaba familiar el hombre enjaulado. En una ocasión había visto a un Aiel, uno de aquellos feroces, casi legendarios habitantes de la inhóspita tierra llamada el Yermo. Ese Aiel de ojos grises y pelo rojizo, más alto que la mayoría de la gente, se parecía mucho a Rand y, como el individuo de la jaula, iba vestido con tonos marrones y grises que se confundían fácilmente entre las rocas y la maleza y calzado con botas de flexible cuero atadas con cintas hasta la altura de la rodilla. Perrin volvió a escuchar con la mente las palabras de Min. «Un Aiel en una jaula. Un punto crucial en tu vida, o algo importante que ocurrirá.»

—¿Por qué habéis…? —Calló para carraspear y atenuar la ronquera de su voz—. ¿Cómo ha llegado a parar un Aiel a la jaula que cuelga en la plaza?

—Ah, joven señor, ésa es una historia que… —Furlan interrumpió la frase para observarlo de hito en hito, fijándose en su sencilla vestimenta de campesino, el largo arco que llevaba en la mano, el hacha y el carcaj que pendían de su cinturón. El gordo posadero se sobresaltó cuando llegó el turno de su escrutinio a la cara de Perrin, como si, con una dama y un Ogier presentes, acabara de reparar en los ojos amarillos de Perrin—. ¿Es un criado, maese Andra? —inquirió con cautela.

—Respondedle —fue cuanto contestó Lan.

—Ah. Ah, desde luego, maese Andra. Pero ahí llega alguien que puede explicároslo mejor que yo. El propio lord Orban en persona. Para escucharlo a él nos habíamos reunido todos aquí.

Un joven de cabellos oscuros con una venda en las sienes y ataviado con una chaqueta roja y unos calzones con la pernera izquierda cortada de rodilla para abajo para no estorbar los vendajes que la cubrían bajaba por la escalera con la ayuda de unas muletas. La gente del pueblo se puso a murmurar como si viera algún prodigio. Los capitanes de barco continuaron charlando tranquilamente, centrados de pleno en el tema de las pieles.

Pese a afirmar que el joven de la chaqueta roja era el más indicado para contar la historia, Furlan no se hizo rogar.

—Lord Orban y lord Gann pelearon contra veinte salvajes Aiel sólo con diez criados. Ah, fue una lucha enconada y dura, en la que se recibieron heridas en ambos bandos. Seis buenos criados murieron y nadie salió ileso, en especial lord Orban y lord Gann, pero acabaron con todos los Aiel, salvo con los que se dieron a la fuga y el que hicieron prisionero. Es el que habéis visto en la plaza, donde no molestará más a la gente de la comarca con su barbarie, ni tampoco los muertos.

—¿Os han causado problemas los Aiel en la zona? —preguntó Moraine.

Perrin estaba igual de extrañado, y no menos consternado. Si la gente aún utilizaba la expresión «Aiel de rostro velado» para caracterizar a alguien violento, era como testimonio de la impresión que había dejado la Guerra de Aiel, pero de ella hacía ya veinte años y desde entonces los Aiel no habían vuelto a abandonar el Yermo. «Pero yo vi a uno a este lado de la Columna Vertebral del Mundo, y ahora ya he visto dos.»

—Ah. Ah, no, lady, no exactamente —repuso, rascándose la calva, el posadero—. Pero podéis estar segura de que los hubiéramos tenido, con veinte salvajes sueltos. Hombre, todo el mundo recuerda cómo mataron, arrasaron y quemaron cuanto encontraron de camino a Cairhien. De este mismo pueblo se sumaron hombres a los ejércitos que participaron en la batalla de las Murallas Resplandecientes, cuando las naciones se aliaron para expulsarlos. En ese tiempo yo padecía de una lesión en la espalda y no pude ir, pero me acuerdo muy bien, igual que todos. Cómo o por qué vinieron aquí, tan lejos de su tierra, no lo sé, pero lord Orban y lord Gann nos han librado de ellos. —Los endomingados parroquianos emitieron un murmullo de aprobación.

El propio Orban atravesó renqueando la sala, sin dar muestras de ver a nadie más que al posadero. Perrin notó olor a vino rancio aun antes de que se acercara.

—¿Dónde se ha metido esa vieja con sus hierbas, Furlan? —preguntó con rudeza Orban—. A Gann le duelen las heridas y a mí parece que me vaya a estallar la cabeza.

—Ah, la madre Leich volverá por la mañana, lord Orban —informó Furlan con una reverencia tan profunda que casi tocó el suelo con la cabeza—. Un parto, señor. Pero ha dicho que ha suturado y aplicado cataplasmas a vuestras heridas y a las de lord Gann y que no había de qué preocuparse. Ah, lord Orban, estoy seguro de que vendrá a veros mañana a primera hora.

Orban murmuró algo para sí, inaudible para oídos menos aguzados que los de Perrin, quejándose de quedar relegado por una campesina «pariendo su camada» y de que le habían «cosido como un saco de comida». Desplazó su malhumorada y furibunda mirada y por primera vez pareció reparar en los recién llegados. A Perrin no le concedió más que una ojeada, lo cual no le sorprendió en lo más mínimo. Sus ojos se desorbitaron un poco al ver a Loial —«Ha visto otros Ogier», interpretó Perrin, «pero no esperaba encontrar uno aquí»—, se entornaron al fijarse en Lan —«Reconoce a un guerrero al primer vistazo, y no le agrada ver a uno»— y se iluminaron cuando se inclinó para atisbar bajo la capa de Moraine, a pesar de que no se hallaba lo bastante cerca como para verle la cara.

Perrin resolvió no abrigar sospechas en lo concerniente a la impresión que pudiera haberle causado la Aes Sedai e hizo votos porque Moraine y Lan adoptaran igual actitud. Un chisporroteo en los ojos del Guardián le indicó, sin embargo, que éste recelaba algo.

—¿Erais doce luchando contra veinte Aiel? —inquirió con voz inexpresiva Lan.

—Sí —respondió Orban, pestañeando e irguiéndose con fingida desenvoltura—. Cuando se va en busca del Cuerno de Valere, cabe esperar experiencias como ésta. No ha sido el primer obstáculo para Gann y para mí, ni tampoco el último que hallemos antes de encontrar el Cuerno. Si la Luz nos ilumina. —Por el tono empleado, quedaba claro que la Luz no podía dejar de ponerse de su parte—. No siempre hemos combatido contra Aiel, por supuesto, pero hay gente que constantemente se interpondría en el camino de los cazadores si pudiera. Gann y yo no nos arredramos fácilmente. —Los lugareños emitieron nuevos murmullos de adhesión, y Orban enderezó aún más la espalda.

—Habéis perdido seis hombres y tomado a uno prisionero. —En la voz de Lan era difícil inferir si lo consideraba un buen intercambio o todo lo contrario.

—Sí —corroboró Orban—, y dimos muerte al resto, exceptuando a los que se dieron a la fuga. Seguramente estarán escondiendo a sus muertos; he oído decir que lo hacen. Los Capas Blancas han

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