matado a tres hombres. ¡Luz!»
Entre el silencio reinante oyó unas botas que percutían en la cubierta. Los marineros iban todos descalzos.
Intentando no pensar en lo que hacía, Mat arrancó la capa de uno de los cadáveres y se tapó con ella para ocultar la pálida tela de su ropa interior. Se fue sin zapatos por el corredor, subió la escalera y se asomó con cautela por la escotilla.
La luz de la luna se reflejaba en las tensas velas, pero la noche aún cubría de sombras la cubierta, y el único sonido perceptible era el roce del agua en el casco. Sólo se veía a un hombre junto al timón que tenía la capucha bajada para protegerse del frío. El desconocido se movió, y el cuero de las suelas arañó la madera del suelo.
Disimulando la barra bajo la capa, Mat salió al exterior.
—Está muerto —susurró con voz baja y carrasposa.
—Espero que haya chillado cuando le habéis cortado la garganta. —Mat reconoció la voz y el marcado acento extranjero de uno de los hombres que lo habían acechado en la boca de una de las callejas de Tar Valon—. Ese muchacho nos ha causado demasiados problemas. ¡Espera! ¿Quién eres?
Mat impulsó la barra con todas sus fuerzas. El grueso palo se aplastó contra la cabeza del rufián, produciendo un sonido similar al de un melón despachurrado al chocar contra el suelo.
El hombre cayó atravesado en el timón, impulsando la caña, y el barco dio un bandazo que hizo tambalear a Mat. Por el rabillo del ojo vio una figura surgiendo de las sombras al lado de la barandilla y el resplandor de un arma blanca, y supo que no tendría tiempo de hacer girar la barra. Otro objeto brillante surcó el aire y se hundió con un ruido sordo en la borrosa forma humana. Un hombre cayó tumbado casi a sus pies.
De abajo llegó un murmullo de voces, y el navío dio un nuevo bandazo provocado por el peso del muerto apoyado en el timón.
Thom llegó cojeando desde la escotilla, vestido con capa y calzoncillos, abriendo la contraventana de un candil.
—Has tenido suerte. Uno de esos tipos de abajo llevaba esta linterna. Podría haber incendiado el barco. —La luz iluminó la empuñadura de un cuchillo clavado en el pecho de un hombre cuyos fijos ojos tenían el sello de la muerte. Mat nunca lo había visto; estaba seguro de que habría recordado a alguien con tantas cicatrices en la cara. Thom apartó de un puntapié la daga que reposaba en la mano abierta del desconocido, luego se encorvó para recuperar su cuchillo y limpió la hoja en la capa del cadáver—. Mucha suerte, chico. Muchísima suerte.
Había una cuerda atada a la barandilla de popa. Thom se acercó y alumbró hacia abajo. Mat se reunió con él. En el otro extremo del cabo había una de las pequeñas barcas del Puerto del Sur, con el fanal apagado, entre cuyos remos había dos individuos más.
—¡Que el Gran Señor me lleve, es él! —exclamó uno de ellos. El otro se precipitó hacia la cuerda para deshacer el nudo atado a su embarcación.
—¿Quieres matar también a esos dos? —preguntó Thom con voz tan atronadora como si estuviera actuando.
—No, Thom —respondió quedamente Mat—. No.
Los ocupantes de la barca debían de haber oído la pregunta, pero no la respuesta, puesto que desistieron en su intento de desatar la cuerda y saltaron al agua. Luego se escuchó cómo chapoteaban en el río tratando de ganar la orilla.
—Insensatos —murmuró Thom—. El cauce se estrecha un poco después de Tar Valon, pero aun así debe de tener más de medio kilómetro de ancho aquí. No conseguirán llegar a tierra.
—¡Por la Ciudadela! —gritó alguien saliendo a cubierta—. ¿Qué ocurre aquí? ¡Hay dos cadáveres en el pasillo! ¿Qué hace Vasa tumbado en el timón? ¡Nos va a hacer embarrancar! —Vestido sólo con los calzoncillos, Mallia corrió hacia el timón, apartó sin contemplaciones al muerto y enderezó el rumbo—. ¡Éste no es Vasa! Por mis barbas, ¿quiénes son todos estos hombres muertos?
A la cubierta iban llegando descalzos marineros y asustados pasajeros envueltos en capas y mantas. Escudándose con el cuerpo, Thom deslizó el cuchillo bajo la cuerda y la sesgó. La barca comenzó a rezagarse en la oscuridad.
—Bandidos de río, capitán —dijo—. El joven Mat y yo hemos salvado vuestro barco de su asalto. De no ser por nosotros, seguramente nos habrían pasado a cuchillo a todos. Tal vez deberíais reconsiderar la tarifa de vuestro pasaje.
—¡Bandidos! —exclamó Mallia—. ¡Los hay por montones en las proximidades de Cairhien, pero nunca he oído que causaran un incidente tan al norte!
—Los amedrentados viajeros se pusieron a murmurar sobre bandidos y cuchilladas.
Mat se dirigió con paso tieso a la escotilla.
—Es un tipo duro —oyó decir a Mallia tras él—. No me consta que Andor emplee a asesinos, pero por mis barbas que este joven tiene una extraordinaria sangre fría.
Mat bajó a trompicones la escalera, pasó por encima de los dos cadáveres del corredor y cerró con un portazo el camarote del capitán. Antes de llegar a la cama se puso a temblar como un azogado y hubo de hincarse de rodillas en el suelo. «Luz, ¿a qué estoy jugando? He de saber en qué juego participo si pretendo ganar. Luz, ¿qué juego es?»
Mientras tocaba quedamente con la flauta Rosa de la mañana, Rand contemplaba la hoguera sobre cuyas llamas asaba un conejo ensartado en un palo. La brisa nocturna hizo ondular el fuego; él apenas percibía el aroma del conejo, aunque por su mente cruzó el vago pensamiento de que habría de procurarse sal en el próximo pueblo o ciudad por el que pasara. Rosa de la mañana era una de las melodías que había interpretado en aquellas bodas.
«¿Cuántos días han transcurrido desde entonces? ¿Fueron tantas las bodas o solamente lo imaginé? ¿Todas las mujeres del pueblo decidieron casarse a la vez? ¿Cómo se llamaba? ¿Estaré enloqueciendo ya?»
El sudor le perlaba la frente, pero él siguió tocando de manera casi inaudible, con la mirada perdida en el fuego. Moraine le había dicho que era ta’veren. Todo el mundo aseguraba que era ta’veren. Tal vez lo fuera realmente. Esa clase de personas… cambiaban el curso de los acontecimientos a su alrededor. Un ta’veren podría haber provocado todas esas bodas. Aquella hipótesis estaba relacionada, sin embargo, con algo que su pensamiento prefería rehuir.
«Dicen que soy el Dragón Renacido. Todos lo dicen. Lo dicen los vivos y los muertos. No por eso ha de ser cierto. Tuve que dejar que me proclamaran. Fue una cuestión de deber. No tenía alternativa, pero no por eso ha de ser verdad.»
No paraba de tocar una y otra vez esa canción. Le recordaba a Egwene. Antes pensaba que un día se casaría con ella. Pero desde entonces parecía haber pasado mucho tiempo y ya nada quedaba de sus proyectos. Ella se le había aparecido, no obstante, en sueños. «Puede que fuera ella. Su cara. Era su cara.»
Pero por sus sueños habían desfilado muchos rostros conocidos: Tam, su madre, Mat y Perrin. No eran realmente ellos, por supuesto. Sólo sus caras, materializadas en Engendros de la Sombra. Eso era lo que él creía. Aun dormido, lo perseguían los Engendros de la Sombra. ¿Eran sólo sueños? Sabía que algunos de ellos eran reales y que otros no eran más que sueños o pesadillas donde se expresaban sus deseos y temores. ¿Pero cómo distinguirlos? Min lo había visitado en sueños una noche… y había tratado de clavarle un cuchillo en la espalda. Todavía le sorprendía el dolor que ello le había causado. Se había confiado y había permitido que se acercara a él. En compañía de Min, jamás había experimentado la necesidad de mantenerse en guardia, a pesar de lo que ella percibía al mirarlo. Estar con ella había sido un bálsamo para sus heridas.
«¡Y luego intentó matarme!» La música se agudizó en discordante chirrido, tras el cual volvió la calma. «No era ella sino un Engendro de la Sombra con su cara. De todos ellos, Min es la que menos me querría algún mal.» No sabía a ciencia cierta a qué se debía esa convicción, pero estaba seguro de no equivocarse.
Tantos rostros poblaban sus sueños… Selene había acudido, fría y misteriosa y tan deseable que sólo de pensar en ella notaba sequedad en la boca, y, tal como había hecho antes —hacía siglos, se le antojaba—, le había ofrecido gloria, pero ahora era la espada lo que le instaba a tomar. Y con la espada la obtendría a ella. Callandor. Esa arma siempre estaba presente en sus sueños. Siempre. Y rostros burlones. Manos, que introducían a empellones a Egwene, Nynaeve y Elayne en jaulas, que les tendían trampas, que las golpeaban. ¿Por qué había de provocarle más lágrimas la suerte de Elayne que la de sus dos compañeras?
Le daba vueltas la cabeza. Le dolía la cabeza tanto como el costado, y seguía tocando quedamente en la noche Rosa de la mañana con el rostro empapado en sudor,
reacio a entregarse al sueño, por temor a soñar. CAPÍTULO 33
Entre los hilos del tejido
Desde la silla del caballo, Perrin miraba con estupor la lisa piedra medio oculta por las hierbas a un lado del camino. Aquella vía de tierra apelmazada, que en aquel tramo próximo al río Manetherendrelle y a la frontera con Lugard recibía ya el nombre de camino de Lugard, había estado antiguamente pavimentada, según les había informado Moraine dos días antes, y de trecho en trecho todavía se abrían camino hasta la superficie algunos trozos de piedras. Aquél en concreto tenía una marca muy extraña. De haber sido posible que los perros dejaran huellas en la piedra, habría jurado que aquello era la pisada de un gran sabueso. A su alrededor no se advertía ningún rastro de perro, ni siquiera en la tierra más blanda de los márgenes, ni tampoco su olor. Su olfato sólo captaba el tenue vestigio dejado en el aire por algo quemado, casi idéntico al olor sulfuroso producido por el lanzamiento de fuegos de artificio. Más adelante, en la intersección del camino con el río, había un pueblo; tal vez los niños se habían escapado hasta allí para encender algunos cohetes sustraídos a los Iluminadores.
«Demasiado lejos para los niños.» Pero había visto granjas. Podrían haber sido chiquillos que habitaban los caseríos de los alrededores. «Sea lo que sea, no tiene nada que ver con esa marca. Los caballos no vuelan, y los perros no dejan sus huellas grabadas en la piedra. Estoy demasiado fatigado para hilar bien los pensamientos.»
Bostezando, hincó los talones en los flancos de su caballo pardo y éste emprendió el galope detrás de los demás. Moraine había impuesto una dura marcha desde que habían abandonado Jarra, y nadie esperaba a quien se detuviera aunque sólo fuera un momento. Cuando la Aes Sedai se fijaba un objetivo, era tan inflexible como el hierro forjado a martillo. Loial había desistido de leer a caballo seis días antes, después de que al levantar la mirada del libro se había encontrado un kilómetro rezagado de los demás, que ya se perdían de vista tras una colina.
Perrin aminoró el paso de Brioso al lado de la gran montura del Ogier, detrás de la yegua blanca de Moraine, y bostezó de nuevo. Lan se había adelantado a explorar el terreno. Faltaba poco más de una hora para que el sol se pusiera bajo las copas de los árboles, pero el Guardián había dicho que antes del anochecer