salpicó de motas plateadas su enturbiada visión.
Cuando recobró el aliento y la noción de su entorno advirtió que yacía encima del hombre que lo había agredido, cuyo cuerpo había amortiguado su caída.
—Suerte —susurró. Se levantó despacio, maldiciendo la magulladura que le había producido en las costillas la barra.
Como era previsible después de caer contra los adoquines desde una altura de ocho metros y con el peso de otra persona encima, el desconocido estaba muerto, pero lo que Mat no esperaba ver era que tuviera la daga clavada hasta la empuñadura en el corazón. Era sorprendente que un hombre de aspecto tan anodino, en el que no se habría fijado en otras circunstancias, hubiera intentado matarlo.
—Has tenido mala suerte, amigo —dijo, estremeciéndose, al cadáver.
De improviso, volvió a repasar mentalmente todo lo ocurrido. Los pasos escuchados en la sinuosa calle. La huida por los tejados. Aquel hombre. La caída. Alzó los ojos hacia el puente y le sobrevino un violento temblor. «Debo de estar loco. Un poco de aventura no viene mal, pero ni el mismo Rogosh Ojo de Águila se hubiera prestado voluntariamente a esto.»
Cayó en la cuenta de que estaba parado junto a un cadáver con una daga en el pecho, exponiéndose a que alguien pasara y fuera a avisar a los guardias, que lucían la enseña de la Llama de Tar Valon en sus uniformes. Cabía la posibilidad de que con el documento de la Amyrlin lograra zafarse de ellos, pero no era seguro que ella no lo averiguara antes. Aún podía acabar recluido en la Torre Blanca, sin ese papel, y probablemente circunscrito al estricto recinto de la Torre.
Era consciente de que debía dirigirse sin tardanza a los muelles y subir a la primera embarcación que encontrara aunque fuera una carraca llena de pescado podrido, pero las piernas le temblaban hasta el punto de impedirle andar. Le convenía sentarse un momento. Sólo un minuto para recuperarse, y luego se encaminaría a los embarcaderos.
Pese a que las tabernas se hallaban más cerca, fue a la posada. La sala principal de una posada era un lugar acogedor donde uno podía descansar un minuto sin preocuparse de que alguien lo sorprendiera por la espalda. La luz que se filtraba por la ventana iluminaba un letrero que representaba a una mujer con trenzas que llevaba en la mano algo parecido a una rama de olivo bajo el rótulo «La mujer de Tanchico».
CAPÍTULO 31 La mujer de Tanchico
La sala principal de la posada, intensamente iluminada, tenía más de la mitad de las mesas desocupadas a esa hora. Unas cuantas camareras con delantales blancos pasaban entre ellas con jarras de vino o cerveza, y, entremezclado con el tañido de un arpa, se escuchaba un quedo murmullo de gente conversando. Los clientes, algunos de los cuales fumaban en pipa y un par de ellos inclinaban las espaldas sobre un tablero de damas, ofrecían apariencia de oficiales de barco y mercaderes de segunda categoría, con sus chaquetas de buen corte y fina lana, pero sin los bordados en oro y plata que los distinguían de los señores verdaderamente ricos. Y, por una vez, allí no sonaba ningún repiqueteo de dados. En las chimeneas de ambos extremos de la habitación ardía fuego, pero la calidez que reinaba en aquel lugar no emanaba únicamente de ellos. El arpista recitaba encima de una mesa Mara y los tres reyes traviesos acompañándose con su instrumento, que, adornado con incrustaciones de plata y oro, no habría desentonado en nada en un palacio. Mat conocía a aquel hombre. Le había salvado la vida una vez.
Sus encorvados hombros no hacían honor a su estatura y cuando movía los pies sobre la mesa se percibía que era cojo. Aun allí adentro, llevaba puesta la capa, cubierta de ondulantes parches de cien colores distintos, fiel a su costumbre de propagar a los cuatro vientos su condición de juglar. Sus largos bigotes y pobladas cejas eran tan blancos como la espesa mata de pelo de su cabeza, y Mat advirtió, con sorpresa, que sus azules ojos tenían un aire apenado. Él jamás habría considerado un hombre melancólico a Thom Merrilin.
Se instaló en una mesa, dejó sus fardos en el suelo junto a su taburete y pidió dos jarras de vino. La guapa camarera de ojos castaños lo miró con asombro.
—¿Dos, joven señor? No parecéis un bebedor tan empedernido —comentó maliciosamente.
Tras escarbar un poco, sacó dos centavos de plata del bolsillo. Con uno habría bastado para pagar el vino, pero el otro se lo dio simplemente porque tenía unos ojos preciosos.
—Vendrá a reunirse un amigo conmigo.
Sabía que Thom lo había visto. El viejo juglar casi había parado en seco de recitar cuando había entrado, lo cual constituía también una novedad. Eran pocas las cosas capaces de inmutar a Thom y, por lo que él recordaba, nada menos asombroso que la irrupción de unos trollocs le habría hecho interrumpir un relato. Cuando la muchacha le llevó el vino y el cambio, se puso a escuchar el final de la historia sin prestar atención alguna a las jarras de peltre que había traído.
—«Sucedió tal como habíamos dicho nosotros», dijo el rey Madel, tratando de quitarse el pez que se le había enredado en la barba. —La voz de Thom Merrilin parecía resonar en una estancia palaciega y no en una simple posada. Sus dedos pulsaron los acordes del tema de la última prueba de la necedad de los tres monarcas—. «Sucedió tal como habíamos dicho nosotros», declaró Orander. Y, resbalándole los pies en el barro, cayó sentado salpicando en derredor. «Sucedió tal como habíamos dicho nosotros», proclamó Kadar al tiempo que buscaba, con los brazos hundidos hasta los codos en el río, su corona. «La mujer no sabe de qué habla. ¡Es una insensata!» Madel y Orander mostraron con grandes aspavientos su acuerdo. Aquello colmó la paciencia de Mara. «Les he dado más oportunidades de las que merecían», murmuró para sí. Entonces guardó en su bolsa la corona de Kadar junto con las otras dos, subió al carro, arreó a la yegua y se fue a su pueblo. Y, cuando Mara les hubo contado lo ocurrido, la gente de Heape no quiso tener ningún rey.
Volvió a tocar el tema principal de la historia, llevándolo hasta un crescendo que sonó como una carcajada, efectuó una ampulosa reverencia y casi cayó de la mesa. Los hombres rieron y aplaudieron con alborozo, pese a que sin duda todos habían escuchado más de una vez aquel relato, y solicitaron otra narración. La historia de Mara agradaba a todo el mundo, salvo quizás a los monarcas.
Thom estuvo a punto de caer otra vez al bajar de la mesa y luego se encaminó a la de Mat con paso más inseguro del que cabía esperar de su cojera. Tras dejar despreocupadamente el arpa sobre la mesa, se derrumbó en un taburete delante de una de las jarras y dedicó una inexpresiva mirada a Mat. Siempre había tenido la mirada tan acerada como una lechuza, pero ahora parecía desenfocada.
—El vulgo —murmuró, con voz aún profunda pero que ya no parecía resonar—. La narración suena cien veces mejor en Cántico Llano, y mil veces mejor en Alto, pero ellos quieren la tonalidad pedestre. —Sin añadir nada más, hundió el rostro en la jarra.
Mat no recordaba ni una ocasión en que Thom hubiera acabado de tocar el arpa sin guardarla de inmediato en su estuche de cuero. Tampoco lo había visto ansioso por beber. Fue un alivio escuchar que el juglar se quejaba de su público; nunca consideraba que estuviera a su misma altura. Al menos en eso no había cambiado.
La camarera volvió, esta vez sin pestañear.
—Oh, Thom —se lamentó en voz baja. Luego se encaró a Mat—. De haber sabido que él era el amigo que esperabais, no os habría traído vino para él ni aunque me hubierais dado cien centavos de plata.
—No sabía que estaba borracho —adujo Mat.
—Thom —dijo con voz suave la muchacha—, necesitáis descansar. Si los dejáis, os van a tener contando historias día y noche.
Al otro lado de Thom apareció una mujer que estaba quitándose el delantal. Era algo mayor que la primera, pero no menos hermosa. Podrían haber sido hermanas.
—Siempre me ha parecido un relato encantador, Thom, y vos lo narráis en toda su belleza. Venid, os he calentado la cama, y allí podréis contarme todo aquello de la corte de Caemlyn.
Thom observó la jarra como si le sorprendiera verla vacía y a continuación se atusó los largos bigotes y miró alternativamente a las camareras.
—Hermosa Mada, hermosa Saal, ¿os he dicho alguna vez que dos hermosas mujeres me han amado en la vida? Es más de lo que pueden contar la mayoría.
—Nos habéis hablado de ello, Thom —respondió con tristeza la mayor, mientras la otra miraba fieramente a Mat como si él fuera el culpable de todo.
—Dos —murmuró Thom—. Morgase tenía mal genio, pero pensé que eso no tenía por qué afectarme, de modo que todo acabó cuando tuve que huir de sus iras porque quería matarme. A Dena la maté yo. Da igual que no lo hiciera con mis propias manos. He tenido dos oportunidades, más que el común de los hombres, y las dos las he desperdiciado.
—Yo me ocuparé de él —se ofreció Mat. Ahora Mada y Saal lo miraban con severa expresión. Él les dedicó la más cordial de sus sonrisas, pero no obtuvo resultado. Las tripas le gruñeron estentóreamente—. ¿No es a pollo asado lo que huelo? Traedme tres o cuatro. —Las dos mujeres pestañearon y cambiaron miradas de estupor cuando agregó—: ¿Queréis comer algo, Thom?
—No me vendría mal un poco más de este exquisito vino andoriano. —El juglar alzó esperanzado la copa.
—Nada de vino por hoy, Thom. —La mujer le habría quitado la copa de la mano si él se lo hubiera permitido.
—Comeréis un poco de pollo, Thom —declaró la otra en tono resuelto y a un tiempo suplicante—. Está muy rico.
Ninguna de las dos quiso marcharse hasta que el juglar accedió a comer algo y, cuando se fueron, dirigieron a Mat una combinación tal de airadas miradas y bufidos que él hubo de conformarse con sacudir la cabeza. «¡Caramba, cualquiera diría que estuviera animándolo a beber más! ¡Mujeres! Las dos tienen unos ojos preciosos, sin embargo.»
—Rand dijo que estabais vivo —dijo a Thom cuando se hubieron alejado Mada y Saal—. Moraine siempre sostenía que os creía vivo. Pero me contaron que estuvisteis en Cairhien y que teníais intención de trasladaros a Tear.
—¿Rand sigue bien, entonces? —Thom recobró la mirada casi tan penetrante que Mat recordaba en él—. Tenía dudas al respecto. Moraine continúa con él, ¿verdad? Una mujer bien parecida. Una buena mujer, si no fuese Aes Sedai. Relaciónate con ese tipo de mujeres y saldrás escaldado.
—¿Por qué suponíais que Rand no estaba bien? —preguntó prudentemente Mat— . ¿Sabéis de algo que pudiera causarle daño?
—¿Si sé de algo? Yo no sé nada, chico. Sospecho más de lo conveniente para mi propio bienestar, pero no sé nada.
Mat prefirió no seguir por esos derroteros. «No vale la pena confirmar sus sospechas, ni tampoco darle a entender que yo sé más de lo que conviene a mi propio bienestar.»
La joven de más edad, la que Thom llamaba Mada, regresó con tres pollos de tostada y crujiente piel y, antes de irse, dirigió una mirada de preocupación a Thom y una de advertencia a Mat. Mat arrancó una pierna de cuajo y comenzó a comer mientras hablaba. Thom posó la