comida, solicitud que ellas complacieron con agrado. Amontonó la fruta, arrugadas manzanas y peras de invierno, los pedazos de queso y las barras de pan en el armario, dejando vacías las bandejas. Al mediodía hubo de soportar la visita de una Aes Sedai; Anaiya, creía recordar que se llamaba. Le había puesto la mano sobre la cabeza, lo que le había provocado escalofríos. Había llegado a la conclusión de que éstos eran producto del Poder Único y no del mero hecho de que una Aes Sedai lo tocara. Aquella mujer carecía de belleza a pesar de la lisura de sus mejillas y de su serenidad, atributos que compartían todas las Aes Sedai.
—Te veo mucho mejor —comentó, dedicándole una sonrisa que le recordó a su madre—. Por lo demás, estás aún más hambriento de lo que cabía esperar, pero tu mejoría es clara. Me han informado de que pretendes vaciar las despensas de tanto comer. Créeme si te digo que te proporcionaremos todo el alimento que precises. No tienes que preocuparte de que descuidemos ni una sola comida hasta que te hayas recuperado del todo.
Mat le correspondió con la candorosa sonrisa que ofrecía a su madre cuando tenía especial interés en que no descubriera sus mentiras.
—Lo creo. Y, verdaderamente, me encuentro mejor. He pensado ir a ver la ciudad esta tarde. Si no tenéis inconveniente, claro está. Y tal vez visitar una posada esta noche. No hay nada como el ambiente de camaradería de la sala de una posada para levantar el ánimo.
Le pareció que la mujer había estado a punto de ensanchar su sonrisa.
—Nadie tratará de impedírtelo, Mat. Pero no intentes salir de la ciudad. Lo único que conseguirías es molestar a los guardias y, consiguientemente, regresar aquí bajo escolta.
—De ningún modo haría eso, Aes Sedai. La Sede Amyrlin me dijo que, si me marchaba, me moriría de hambre en cuestión de días.
—Desde luego —aprobó la mujer, como si no creyera ni una palabra de lo que acababa de decir. Al volverse, reparó en la barra que había traído del campo de prácticas y que dejó apoyada en un rincón—. No necesitas protegerte de nosotras, Mat. Aquí te hallas a salvo. Casi más seguro que en cualquier otro lugar.
—Oh, me consta que sí, Aes Sedai. —Una vez solo, miró con cara de disgusto la puerta, preguntándose si había logrado convencerla de algo.
Era ya bien entrada la tarde cuando salió, por lo que confiaba sería la última vez, de la habitación. El cielo se teñía de púrpura, y el sol poniente arrebolaba las nubes en el horizonte. Con la capa puesta y el gran morral de cuero que había encontrado en su anterior correría repleto de pan, queso y fruta, se miró al espejo y comprendió que nadie dejaría de adivinar sus intenciones. Con la manta de la cama formó un hatillo en el que envolvió el resto de su ropa y se lo colgó del hombro. La barra le serviría de bastón para caminar. No olvidaba nada. En los bolsillos de la chaqueta llevaba los objetos de menor volumen y en la bolsa del cinturón guardaba lo más importante: el documento de la Sede Amyrlin, la carta de Elayne y los cubiletes con los dados.
Antes de abandonar el recinto de la Torre, vio a varias Aes Sedai, y algunas de ellas se fijaron en él, aunque la mayoría se limitaron a enarcar una ceja y ninguna le dirigió la palabra. Ése fue el caso de Anaiya, que lo saludó con una alegre sonrisa y sacudió pesarosamente la cabeza. Él le correspondió con un encogimiento de hombros y la sonrisa de disimulo más delatadora que pudo esbozar, y ella siguió caminando en silencio, sin parar de sacudir la cabeza. Los guardias de la Torre sólo lo miraron.
Hasta después de haber cruzado la gran plaza y haberse adentrado en las calles de la ciudad no experimentó, empero, un auténtico respiro de alivio. Y la sensación de triunfo. «Si no puedes ocultar lo que vas a hacer, hazlo de modo que todos piensen que eres un mentecato. Entonces se quedarán tan tranquilos, esperando a ver cómo caes de bruces. Esas Aes Sedai aguardarán a que los guardias me traigan de vuelta. Y, cuando vean que no he regresado por la mañana, iniciarán la búsqueda. Sin apurarse al principio, porque creerán que me he quedado tendido en algún rincón. Para cuando descubran su error, este conejo ya estará río abajo, a muchos kilómetros de los cazadores.»
Con una alegría que no recordaba haber experimentado desde hacía años, se puso a tararear Volvemos a cruzar la frontera y se encaminó hacia el puerto, donde levantarían anclas los barcos con destino a Tear y a todos los pueblos de la ribera delErinin. Él no viajaría hasta tan lejos, por supuesto. Tomaría tierra en Aringill, aproximadamente a mitad de camino, y desde allí continuaría hacia Caemlyn.
«Entregaré tu condenada carta. La osadía que tiene esa Elayne, pensando primero que lo haría, y después no. Entregaré ese maldito papel aunque tenga que perecer en el intento.»
El crepúsculo extendía su manto sobre Tar Valon, pero aún quedaba luz suficiente para realzar la gracia de los fantásticos edificios y las torres de insólitos contornos conectadas por elevados puentes suspendidos en el aire a más de cien metros del suelo. Las calles todavía rebosaban de gente, vestida con tal variedad de atuendos que pensó que no debía haber nación que no estuviera representada en esa multitud. En las grandes avenidas, los faroleros se encaramaban a sus escaleras para encender las farolas con ayuda de largas pértigas. Pero, en la zona adonde él se dirigía, la única iluminación procedía de las ventanas.
Los Ogier habían erigido los grandes edificios y torres de Tar Valon, mientras que los barrios nuevos, que en algunos casos contaban con una antigüedad de dos siglos, eran obra de la mano de los hombres. En las proximidades del Puerto del Sur, los hombres habían tratado de emular, cuando no superar, la magnificencia del trabajo de los Ogier. Las posadas donde se divertían las tripulaciones de los barcos tenían fachadas tan recargadas como los palacios. Estatuas en hornacinas y cúpulas en los tejados, cornisas y frisos suntuosamente decorados adornaban por igual las cererías y las moradas de los mercaderes. Allí los puentes también formaban arcos entre las calles, pero el pavimento era de adoquines y no de grandes bloques, y muchos de los puentes eran de madera en lugar de piedra y nunca comunicaban las casas a una altura superior a la del cuarto piso.
Las oscuras callejas vibraban con igual trajín que cualquiera de las de la ciudad. Los patrones de los bajeles y los comerciantes que les compraban las mercancías, la gente que viajaba por el Erinin y la que vivía del tráfico desarrollado en él, todos llenaban las tabernas y las salas de las posadas, en compañía de aquellos que pretendían hacerse con el dinero que llevaban, ya fuera por medios legales o ilícitos. Hasta las calles llegaban estridentes músicas de vihuelas y flautas, arpas y dulcimeres. En la primera posada en la que entró Mat había tres círculos de jugadores de dados que, agazapados cerca de las paredes de la sala, cantaban las pérdidas y las ganancias.
Su intención era jugar alrededor de una hora antes de embarcar, justo el tiempo para agregar unas cuantas monedas a su bolsa, pero ganó. Siempre había sido bastante afortunado, hasta donde le alcanzaba la memoria, y había habido ocasiones con Hurin, en Shienar, en que había arrojado seis veces seguidas los dados y obtenido la victoria. Esa noche, todas y cada una de las tiradas lo favorecieron.
Las miradas que le asestaron algunos hombres le hicieron congratularse de no haber sacado sus propios dados de la bolsa, y también lo decidieron a marcharse. Advirtió con sorpresa que ahora tenía casi treinta marcos de plata, pero no había arrebatado una suma lo bastante elevada a cada uno de sus compañeros de juego como para que no se alegraran de su partida.
La excepción fue un moreno marinero de pelo rizado de quien alguien había asegurado que era un Marino —aun cuando a Mat le parecía raro que un Atha’an Miere se hallara en tierras tan alejadas del mar—, que lo siguió por la oscura calle, exigiéndole una oportunidad para recuperar lo perdido. Considerando que treinta marcos de plata era una cantidad suficiente, quiso dirigirse a los muelles, pero el marinero seguía insistiendo y, como no había transcurrido más que la mitad de la hora que se había fijado como margen, acabó por ceder a su petición y entró con él en la siguiente taberna que encontraron.
Y volvió a ganar, y fue como si una fiebre se apoderara de él. Todos los dados arrojados se inclinaron a su favor. Fue de taberna en posada y de posada en taberna, permaneciendo un prudente período de tiempo en ellas para no suscitar las iras de nadie por el monto de sus ganancias. Y seguía ganando constantemente. Cambió plata por oro a un cambista. Jugó a coronas, cincos y la ruina de la doncella. Jugó partidas con cinco dados, con cuatro, con tres e incluso con sólo dos. Jugó a juegos que desconocía hasta integrarse en el círculo o tomar asiento a la mesa. Y ganó. En un momento impreciso de la noche, el moreno marinero —Raab, había dicho que se llamaba— se marchó tambaleante, exhausto pero con la bolsa llena; había decidido apostar por Mat. Mat visitó a otro cambista —o tal vez a dos; la fiebre parecía enturbiarle el cerebro tanto como lo estaban los recuerdos del pasado— y fue a buscar otra mesa de juego. Y ganó.
Y de ese modo acabó hallándose, no sabía cuántas horas después, en una taberna llena de humo de tabaco —El Empalme de Tremalking, creía que se llamaba— contemplando cinco dados que mostraban todos, boca arriba, una corona. La mayoría de los clientes del local parecían más interesados en beber hasta la saciedad, pero el repiqueteo de los dados y los gritos de los jugadores de un corro instalado en otro rincón quedaban casi ahogados por una mujer que cantaba una rápida melodía acompañada de un dulcimer:
Bailaré con una chica de ojos castaños,
1. o con una de ojos verdes, bailaré con una chica; da igual el color de sus ojos, pero los tuyos son los más hermosos que he visto. Besaré a una chica de pelo moreno,
2. o a una de cabellos dorados, besaré a una chica; da igual el color de su pelo, pero tú eres a quien ansío abrazar.
La cantante había presentado la canción con el título de Lo que él me dijo. Mat recordaba la misma melodía, con el título ¿Bailarás conmigo? y con una letra distinta, pero en ese momento toda su atención se centraba en los dados. —El rey de nuevo —murmuró uno de los hombres sentados en cuclillas junto a Mat la quinta vez que éste sacó el rey.
Había ganado la apuesta de un marco de oro, sin prestarle importancia a aquellas alturas al hecho de que su marco andoriano superara en peso a la moneda illiana de su contrincante, y, no obstante, recogió los dados, los puso en el cubilete de madera, lo agitó con fuerza y volvió a arrojarlos al suelo. Cinco coronas. «Luz, no es posible. Nadie ha obtenido jamás seis reyes seguidos. Nadie.»
—La suerte del mismísimo Oscuro —gruñó un fornido individuo de pelo oscuro atado en la nuca con una cinta negra,