espalda, esbelta y altanera, y él casi percibió un trono tras ella.
—¿Eres un súbdito leal a Andor? ¿No deseas servir al Trono del León y a la heredera de la corona?
Mat rió disimuladamente.
—Ya te he dicho que eso tampoco serviría de nada —señaló Egwene—. Con él no.
—He pensado que valía la pena intentarlo —contestó Elayne—. Con los guardias de Caemlyn siempre da resultado. Has dicho que si sonreía… —Interrumpió sus palabras, manteniendo la vista ostensiblemente desviada de él.
«¿Qué le has dicho, Egwene? —se preguntó furioso—. ¿Que cualquier muchacha que me sonría puede hacer lo que quiera de mí?» Mantuvo exteriormente la calma y hasta logró no modificar la sonrisa.
—Ojalá bastara con pedírtelo —dijo Egwene—, pero tú no haces favores, ¿verdad, Mat? ¿Alguna vez has hecho algo sin que te engatusaran, te ganaran la voluntad con halagos o te presionaran?
—No me importaría bailar con vosotras, Egwene —replicó, sin dejar de sonreír—, pero no pienso hacer de recadero vuestro. —Por un instante tuvo la impresión de que Egwene iba a sacarle la lengua.
—¿Y si retrocedemos al punto acordado al principio? —propuso, con voz sospechosamente tranquila, Nynaeve.
Cuando las otras dos asintieron, centró la atención en él. Por primera vez desde que había entrado, volvió a ofrecer la misma apariencia de la Zahorí de siempre, clavándole una mirada capaz de dejar paralizado a cualquiera y enseñando una trenza que parecía dispuesta a usar como látigo.
—Eres incluso más desconsiderado de lo que recordaba, Matrim Cauthon. Durante todo el tiempo que has estado enfermo, durante el cual Egwene, Elayne y yo te hemos cuidado como un niño en pañales, casi lo había olvidado. Aun así, cabía esperar que mostraras un poco de gratitud. Siempre hablabas de ver el mundo, de visitar grandes ciudades. Y bien, ¿qué mejor ciudad que Caemlyn? Se te presenta la ocasión de cumplir tus deseos, de demostrar tu gratitud, y ayudar a alguien al mismo tiempo. —Sacó un pergamino doblado de debajo de la capa y lo dejó en la mesa. Estaba sellado con cera amarilla en la que se destacaba el relieve de un lirio—. No puedes pedir más.
Mat observó pesarosamente el papel. Apenas si recordaba haber pasado por Caemlyn en compañía de Rand. Era una lástima disuadirlas ahora, pero le pareció lo más conveniente. «Si quieres solazarte con la giga, tarde o temprano habrás de pagar al que toca el arpa.» Y, con la actitud que había adoptado Nynaeve, cuanto más tardara en pagar peor sería.
—Nynaeve, no puedo.
—¿Qué quieres decir con que no puedes? ¿Eres una mosca posada en la pared, o un hombre? ¿Tienes la oportunidad de prestar un servicio a la heredera del trono de Andor, visitar Caemlyn y conocer con toda probabilidad a la reina Morgase en persona, y no puedes? Verdaderamente no sé qué más podrías pedir. ¡Esta vez no te vas a escabullir como grasa en una parrilla, Matrim Cauthon! ¿O acaso has cambiado tanto como para sentirte cómodo viendo continuamente esto a tu alrededor? —Agitó la mano izquierda ante su rostro, golpeándole la nariz con el anillo.
—¡Por favor, Mat! —dijo Elayne.
Egwene lo miraba fijamente, como si le hubieran crecido cuernos de trolloc. Se retorció en la silla.
—No es que no quiera hacerlo. ¡Es que no puedo! La Amyrlin ha tomado disposiciones para que no pueda salir de la maldi…, de la isla. Si modificas esa condición, llevaré tu carta entre los dientes si es necesario, Elayne.
Las jóvenes intercambiaron miradas de complicidad. A veces se preguntaba si las mujeres se leían los pensamientos entre sí. En todo caso, tenía profundas sospechas de que, cuando querían, captaban perfectamente lo que ocurría en su propio interior. En aquella ocasión, sin embargo, fuera lo que fuese lo que habían decidido mudamente entre ellas, no habían percibido la clase de inquietud que lo agitaba.
—Explícate —indicó concisamente Nynaeve—. ¿Por qué iba a querer que te quedaras aquí la Amyrlin?
Él se encogió de hombros, la miró directamente a los ojos y esbozó su más apesadumbrada sonrisa.
—Es por mi enfermedad. Porque duró mucho tiempo. Dijo que no me dejaría marchar hasta que estuviera segura de que no me caería muerto por ahí. No es que fuera a ocurrirme eso, claro. A morirme, me refiero.
Nynaeve se tiró, ceñuda, de la trenza y de improviso le tomó la cabeza entre las manos; sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. «¡Luz, el Poder!» Aún no había acabado de pensarlo, y Nynaeve ya lo había soltado.
—¿Qué…? ¿Qué me has hecho, Nynaeve?
—Ni una décima parte de lo que te mereces, con toda probabilidad —contestó ésta—. Estás sano como un toro salvaje. Más débil de lo que pareces, pero sano.
—Ya te he dicho que lo estaba —observó, nervioso, tratando de volver a sonreír—. Nynaeve, ella daba la misma impresión que tú. La Amyrlin, quiero decir. Se las arreglaba para erguirse dominante delante de uno aunque le falte un palmo de altura e intimidar… —La manera como enarcó las cejas la mujer lo convenció de la conveniencia de no continuar por esos derroteros. Únicamente tenía que evitar que saliera a colación el Cuerno. Se preguntó si ellas estarían al corriente de la conexión que tenía con él—. Bueno, el caso es que creo que quieren mantenerme aquí por lo de esa daga. Quiero decir, hasta que averigüen con precisión el efecto que pudo producirme. Ya sabéis cómo son las Aes Sedai. —Emitió una risita, y ellas se limitaron a mirarlo. «Quizá no debiera haber dicho eso. ¡Demonios! Ellas quieren convertirse en condenadas Aes Sedai. Cáspita, estoy divagando demasiado. Ojalá Nynaeve dejara de mirarme de ese modo. Abreviaremos»—. La Amyrlin ha dado orden de que no me permitan cruzar ningún puente ni tomar un barco hasta que disponga lo contrario. ¿Lo veis? No es que no quiera ayudaros. Simplemente no puedo.
—¿Pero lo harás si nosotras te proporcionamos los medios para salir de Tar Valon? —preguntó Nynaeve.
—Si vosotras me sacáis de Tar Valon, estoy dispuesto a llevar a Elayne a cuestas hasta el palacio de su madre.
En aquella ocasión fue Elayne quien arqueó las cejas, y Egwene sacudió la cabeza, pronunciando su nombre con acerada mirada. A veces las mujeres no tenían ningún sentido del humor.
Nynaeve hizo señas a sus compañeras para que la siguieran hasta la ventana y, una vez allí, le dieron la espalda y se pusieron a hablar en voz tan baja que él apenas percibió un murmullo. Le pareció oír que Egwene decía algo así como que sólo necesitaban uno si permanecían juntas. Se quedó observándolas, preguntándose si verdaderamente creían posible eludir una orden de la Amyrlin. «Si pueden hacerlo, les llevaré su maldita carta. Entre los dientes si hace falta.»
Sin casi darse cuenta, tomó el corazón de una manzana y se lo llevó a la boca. Después de masticarlo, escupió apresuradamente las amargas semillas en el plato.
De regreso junto a la mesa, Egwene le entregó un grueso papel doblado. Las miró con suspicacia antes de abrirlo y, al leerlo, comenzó a canturrear involuntariamente para sí.
«Lo que hace el portador de este documento lo hace bajo mis órdenes y mi autoridad. Obedeced y guardad silencio, siguiendo
mi mandato.
»Siuan Sanche, »Vigilante de los Sellos, »Llama de Tar Valon, »La Sede Amyrlin.»
Y al final de la página estaba estampado el sello con la Llama de Tar Valon en un círculo de blanca cera dura como una piedra. Advirtió que estaba tarareando Un cubo lleno de oro y paró.
—¿Es auténtico? ¿No habréis…? ¿De dónde lo habéis sacado?
—No lo ha falsificado, si es eso a lo que te refieres —respondió Elayne. —No te incumbe la manera como lo hemos conseguido —afirmó Nynaeve—. Es auténtico, y eso es lo único que debe importarte. Yo que tú no iría enseñándolo por ahí porque, si no, la Amyrlin volvería a quitártelo, pero con él los guardias te permitirán salir y podrás subir a un barco. Has asegurado que llevarías la carta si solucionábamos ese obstáculo.
—A partir de este momento podéis considerarla en manos de Morgase. — Reprimiendo las ganas de releer una y otra vez lo escrito en el papel, volvió a doblarlo y lo dejó encima de la misiva de Elayne—. ¿No tendríais por casualidad algunas monedas que agregar a esto? ¿Un poco de plata? ¿Un par de marcos de oro? Tengo casi lo suficiente para pagar el pasaje, pero he oído que la vida está cada vez más cara en el sur.
—¿Así que no tienes dinero? —se extrañó Nynaeve—. Si estuviste jugando con Hurin casi todas las noches hasta que tu estado no te permitió ni sostener los dados… ¿Por qué habría de ser más cara la vida en el sur?
—Sólo nos jugábamos monedas de cobre, Nynaeve, y al cabo de un tiempo ni siquiera se avino a eso. Da igual. Me las arreglaré. ¿No escucháis lo que cuenta la gente? Hay guerra civil en Cairhien, y tengo entendido que en Tear la situación no es mucho mejor. Me han dicho que en Aringill cuesta tanto una habitación en una posada como un buen caballo en Dos Ríos.
—Hemos estado ocupadas —observó tajantemente Nynaeve. Luego cambió preocupadas miradas con Egwene y Elayne que volvieron a suscitar la curiosidad de Mat.
—No importa. Ya me las ingeniaré.
En las posadas próximas al puerto debía de haber juegos de apuestas. Le bastaría una noche con los dados para embarcar por la mañana con la bolsa repleta.
—Lo único que has de hacer es entregar esa carta a la reina Morgase, Mat — indicó Nynaeve—. Y no permitir que nadie se entere de su existencia.
—Se la llevaré. He dicho que lo haría, ¿no es cierto? Cualquiera diría que no cumplo las promesas. —Las miradas que le asestaron Nynaeve y Egwene le hicieron recordar algunas promesas incumplidas—. Lo haré, rayos, ¡lo haré!
Las muchachas se quedaron un rato más, durante el cual la conversación giró casi todo el tiempo en torno a su pueblo. Egwene y Elayne se sentaron en la cama y Nynaeve se instaló en el sillón, en tanto que él seguía sentado en el taburete. La mención del Campo de Emond despertó en él añoranza y pareció entristecer a Nynaeve y Egwene, como si hablaran de algo que nunca volverían a ver. Advirtió que se les habían humedecido los ojos, pero, cuando trataba de cambiar de tema, ellas volvían a sacarlo a colación, a rememorar a las personas conocidas, las festividades de Bel Tine y el Día Solar, las danzas de las cosechas y las comidas colectivas realizadas con ocasión del esquileo.
Elayne le habló de Caemlyn, de lo que encontraría en el palacio real y a quién debía dirigirse allí, y un poco de la ciudad. En ocasiones adoptaba un porte tan majestuoso que poco le faltaba para advertir una corona en su cabeza. Sería un insensato el hombre que se dejara seducir por una mujer como ella. Cuando se levantaron para irse, le apenó separarse de ellas. Se puso en pie, aquejado de una súbita sensación de torpeza.
—Mirad, me habéis hecho un favor con esto. —Tocó el papel de la Amyrlin, que reposaba en la mesa—. Un gran favor. Sé que las tres seréis Aes Sedai —se atragantó un poco al decirlo— y que tú, Elayne, serás un día reina, pero, si alguna vez necesitáis ayuda, si hay algo que pueda hacer por vosotras, acudiré. Podéis contar con ello. ¿He dicho algo gracioso?
Elayne se tapaba la boca con la mano, y Egwene reprimía una carcajada.
—No, Mat —respondió Nynaeve con calma, si bien con labios excesivamente curvados—. Sólo algo que había observado acerca de los hombres.
—Tendrías que ser