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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 61
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real. —Escrutó con enojo las tinieblas como si buscara a alguien—. ¿Durante cuánto tiempo vais a seguir intentándolo? —gritó en dirección a la noche—. ¿Cuántos rostros vais a enviarme? ¡Mi madre, mi padre, y ahora ella! ¡Las chicas hermosas no me tentarán con un beso, ni siquiera una conocida! ¡Niego vuestra influencia, Padre de las Mentiras! ¡Reniego de vos!

—Rand —dijo, indecisa—. Soy Egwene. Egwene.

De improviso, surgida de la nada, en sus manos apareció una espada de hoja ligeramente curvada, grabada con una garza.

—Mi madre me dio pastelillos de miel —dijo con voz atenazada— que apestaban a veneno. Mi padre llevaba un cuchillo para clavármelo en las costillas. Ella…, ella me ofreció besos, y cosas más apetecibles aún. —El sudor le resbalaba por la cara; su mirada era tan ardiente que parecía capaz de prenderle fuego—. ¿Qué me traes tú?

—Vas a escucharme, Rand al’Thor, aunque tenga que clavarte la rodilla en el espinazo. —Concentró el Saidar y canalizó sus flujos para inmovilizarlo con aire.

La espada se puso a girar en las manos de Rand, crepitando como una lengua de fuego.

Egwene gruñó, tambaleándose; era como si una cuerda fuertemente tensada la hubiera golpeado al partirse.

—Voy aprendiendo, como puedes ver —dijo, riendo, Rand—. Cuando funciona… —Hizo una mueca y se encaminó hacia ella—. Podría soportar cualquier rostro menos ése. ¡Su cara no, demonios! —La espada se precipitó, veloz, en dirección a ella.

Egwene huyó.

No sabía cómo lo había logrado, pero lo cierto era que se hallaba de nuevo entre las ondulantes colinas bajo un sonriente cielo, alegrado por el canto de las alondras y las revoloteantes mariposas. Llenó los pulmones con respiración entrecortada.

«¿De qué me he enterado? ¿De que el Oscuro continúa persiguiendo a Rand? Eso ya lo sabía. ¿De que quizás el Oscuro quiera matarlo? Eso es distinto. A menos que ya se haya vuelto loco y no sepa ni lo que dice. Luz, ¿por qué no he podido ayudarlo? ¡Oh, Luz, Rand!»

Volvió a aspirar largamente para calmarse.

—La única manera de ayudarlo es amansarlo —murmuró—. Para eso tanto mejor matarlo. —Se le hizo un nudo en el estómago—. ¡Nunca!

Un cardenal que se había encaramado en un arbusto cercano ladeó la cabeza con enhiesto penacho para observarla prudentemente.

—Bien —dijo, dirigiéndose al pájaro—, no gano nada quedándome aquí parada hablando sola, ¿verdad? Ni tampoco hablando contigo.

El cardenal alzó el vuelo cuando ella dio un paso hacia el matorral. A la segunda zancada aún era una mancha carmesí y, al dar la tercera, ya había desaparecido en un bosquecillo.

Se detuvo y extrajo el anillo de debajo del vestido. ¿Por qué no variaba la escena? Hasta entonces todo había ido sucediéndose a una velocidad de vértigo. ¿Por qué no ahora? ¿Acaso porque había alguna respuesta precisamente allí? Miró en derredor, vacilante. Las flores silvestres se mofaban de ella, y también los trinos de las alondras. Aquel lugar era sospechosamente hermoso para no ser fruto de su imaginación.

—Llévame a donde debería estar —pidió con resolución al ter’angreal al tiempo que lo rodeaba con la mano. Cerró los ojos y se concentró en el anillo. Éste era, en fin de cuentas, de piedra, y la Tierra debería facilitarle cierto ascendiente sobre él—. Hazlo. Llévame a donde debería estar. —Abrazó de nuevo el Saidar y transmitió una ligera cantidad de Poder al aro. Sabía que no necesitaba ninguna afluencia de Poder para trasladarla al Mundo de los Sueños, y por ello no intentó hacer nada con él; sólo aportarle más Poder para que lo utilizara—. Llévame al lugar donde pueda hallar la respuesta. Necesito saber qué se propone el Ajah Negro. Condúceme a la respuesta.

—Bueno, por fin has encontrado el camino, hija. Aquí residen toda clase de respuestas.

Egwene abrió bruscamente los ojos. Se encontraba en una vasta sala rematada por una gran cúpula asentada sobre un bosque de enormes columnas de piedra. Suspendida en el aire, esplendorosa y rutilante, giraba lentamente una espada de cristal. No estaba segura, pero le pareció que era la misma que Rand trataba de alcanzar en aquel sueño. En aquel otro sueño. En aquellos instantes, lo veía todo con tal realismo que debía esforzarse por recordar que aquello también era un sueño.

De detrás de una columna salió una encorvada anciana, caminando con paso trémulo apoyada en un bastón. Era fea hasta lo indecible. Tenía una puntiaguda barbilla y una nariz aún más huesuda, y la cara entera plagada de peludas verrugas.

—¿Quién sois? —preguntó Egwene.

Hasta entonces, todas las personas que había visto en el Tel’aran’rhiod eran conocidas, pero no creía posible haberse olvidado de aquella desdichada anciana.

—Simplemente la pobre vieja Silvia, mi señora —respondió con voz aguda la anciana, encorvando aún más la espalda en lo que podía interpretarse como una reverencia—. ¿No conocéis a la pobre Silvia, mi señora? Sirvió fielmente a vuestra familia durante todos esos años. ¿Todavía os asusta esta vieja cara? No temáis, mi señora. Cuando la necesito, me sirve igual que la de una hermosa mujer.

—Por supuesto que sí —convino Egwene—. Es un rostro con personalidad. Un rostro agradable. —Confió en que la mujer no la tomara por embustera. Quienquiera que fuese, la tal Silvia creía, por lo visto, que conocía a Egwene. Tal vez conociera también las respuestas—:. Silvia, habéis dicho que en este sitio hallaría respuestas.

—Oh, habéis venido al lugar adecuado para encontrar respuestas, mi señora. El Corazón de la Ciudadela está lleno de ellas. Y de secretos. A los Grandes Señores no les gustaría veros aquí. Oh, no. Únicamente los Grandes Señores entran aquí. Y los criados, por supuesto. —Emitió una astuta y chirriante carcajada—. Los Grandes Señores no barren ni friegan. ¿Pero quién ve a un criado?

—¿Qué clase de secretos?

—Intrigas —dijo como para sí Silvia, volviéndose hacia la espada de cristal—. Todos pretenden servir al Supremo Señor y no paran de intrigar y planear la manera de recuperar lo que perdieron. Y cada uno de ellos piensa que es el único que trama traiciones. ¡Ishamael es un idiota!

—¿Cómo? —inquirió enérgicamente Egwene—. ¿Qué habéis dicho de Ishamael? La anciana se giró para dedicarle una torcida sonrisa de connivencia.

—Sólo una cosa que dice la pobre gente, mi señora. Llamándolos estúpidos, minamos el poder de los Renegados. Y uno se siente satisfecho y protegido. Ni siquiera la Sombra puede soportar que la traten de insensata. Probadlo, mi señora. Decid: ¡Ba’alzemon es un necio!

—¡Ba’alzemon es un necio! —repitió Egwene, a punto de echarse a reír—. Tenéis razón, Silvia. —Le había sentado realmente bien burlarse del Oscuro. La vieja rió entre dientes. La espada daba vueltas justo más allá de su hombro—. ¿Qué es eso, Silvia?

—Callandor, mi señora. Lo sabíais, ¿verdad? La Espada que no Puede Tocarse. —De repente alzó el bastón hacia atrás; éste se detuvo con un golpe sordo a unos centímetros de la espada y rebotó. La sonrisa de Silvia se agrandó en sus labios—. La Espada que no es una Espada, aunque son muy pocos los que saben qué es. Pero nadie puede tocarla salvo un hombre. Los que la pusieron aquí se encargaron bien de que así fuera. El Dragón Renacido empuñará algún día Callandor y, al hacerlo, demostrará al mundo que es el Dragón. Ésa será, en todo caso, la primera prueba. Lews Therin de nuevo en el mundo, para que todos lo vean y se postren a sus pies. Ah, a los Grandes Señores no les hace ninguna gracia tenerla aquí. Les desagrada todo cuanto guarde relación con el Poder. Se desharían de ella si pudieran. Si pudieran. Supongo que otros también se la llevarían, si pudieran. ¿Qué no daría uno de los Renegados por esgrimir Callandor?

Egwene se quedó mirando la reluciente arma de cristal. De ser ciertas las Profecías del Dragón y si, tal como afirmaba Moraine, Rand era el Dragón, un día la empuñaría, si bien la información de que ella disponía sobre las Profecías concernientes a Callandor convertían tal augurio en algo poco menos que imposible. «Pero si existe una manera de cogerla, tal vez el Ajah Negro la conozca. Si ellos lo saben, yo también puedo descubrirlo.»

Cautelosamente, tanteó con el Poder tratando de averiguar qué era lo que escudaba la espada. Tocó algo y se detuvo. Percibía las categorías de Poder utilizadas allí. Aire, Fuego y Energía. Podía seguir los intrincados vericuetos con que habían aplicado, con una asombrosa fuerza, el Saidar. En aquel entramado había holgadas brechas por las que debería poder filtrarse. Pero, cuando lo intentó, fue como si quisiera abrirse camino por la parte más tupida. Desistió de penetrar el invisible muro que la repelía. Una mitad había sido conformada con el Saidar, la otra, la parte que no podía percibir ni tocar, había sido erigida mediante el Saidin. Aquélla era una descripción aproximativa, pues la pared formaba una ininterrumpida unidad. «Una pared de piedra contiene igualmente el paso a una mujer ciega que a una que la ve.»

En la distancia resonó el ruido de pasos. De botas hollando el suelo.

Egwene no alcanzó a identificar cuántos eran ni de qué lado venían, pero Silvia se sobresaltó y se alejó al instante entre las columnas.

—Viene para verla de nuevo —murmuró—. Despierto o dormido, quiere… — Pareció acordarse de Egwene y esbozó una preocupada sonrisa—. Ahora idos, mi señora. No debe encontraros aquí, ni saber siquiera que habéis venido.

Egwene retrocedió, y Silvia la siguió agitando las manos y el bastón.

—Me voy, Silvia. Sólo debo recordar el camino. —Tocó el aro de piedra—. Llévame de regreso a las colinas. —No sucedió nada. Encauzó una minúscula cantidad de poder hacia el anillo—. Llévame de vuelta a las colinas. —Las columnas de piedra seguían rodeándola. El sonido de las botas sonaba más cercano y ya no se confundían con el eco provocado.

—Ignoráis la salida —aseveró Silvia y luego prosiguió casi en susurros, con la actitud zalamera y burlona de una vieja criada que creía poder tomarse ciertas libertades—. Oh, mi señora, es peligroso entrar aquí si no se conoce la salida. La pobre Silvia os devolverá sana y salva a vuestra cama, mi señora.

Rodeó con ambos brazos a Egwene, obligándola a alejarse más de la espada, un gesto innecesario, teniendo en cuenta que Egwene no necesitaba tal apremio. Los pasos habían cesado; el misterioso recién llegado debía de estar ya contemplando Callandor.

—Enseñadme simplemente la salida —indicó Egwene—. O decidme dónde está. No es preciso que me empujéis. —Inexplicablemente, a la anciana se le habían enredado los dedos en torno al anillo de piedra—. No toquéis eso, Silvia.

—Sana y salva en vuestra cama.

El dolor redujo a la nada el mundo.

Emitiendo un desgarrador chillido, Egwene se incorporó a oscuras, con el rostro bañado en sudor. Por un momento, no tuvo noción de dónde se hallaba ni tampoco le importó.

—Oh, Luz —gimió—, qué daño. ¡Oh, Luz, cómo duele! —Se palpó, convencida de que debía tener arañazos o verdugones en la piel para sentir tal quemazón, pero no encontró ninguna marca.

—Estamos aquí —dijo entre las tinieblas la voz de Nynaeve—. Estamos aquí, Egwene.

Egwene se arrojó en dirección a donde había sonado la voz y se abrazó, profundamente aliviada, al cuello de Nynaeve.

—Oh, Luz, estoy de nuevo aquí. Luz, he vuelto.

—Elayne —dijo Nynaeve.

Al cabo de un instante una de las velas irradiaba un pequeño círculo de luz. Elayne se detuvo con ella en una mano y la pajuela que había encendido con pedernal en la otra. Entonces sonrió, y todos los cirios de la habitación se encendieron a la vez. Luego se dirigió al aguamanil, regresó junto a la cama y lavó la cara de Egwene con un

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