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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 60
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por la propia Amyrlin. Ése era un motivo razonable.

Mientras colgaba el vestido en el armario, Egwene se dijo una vez más que incluso el aparente sinsentido de la pregunta de Verin podía ser un mero despiste de la hermana Marrón, la cual parecía estar con frecuencia en las nubes. Sentada en el filo de la cama, se subió las enaguas y se dispuso a sacarse las medias. Estaba empezando a aborrecer tanto el color blanco como el gris.

Nynaeve permanecía delante de la chimenea con la bolsa de Egwene en una mano y tirándose de la trenza con la otra. Elayne estaba sentada junto a la mesa, parloteando con nerviosismo.

—El Ajah Verde —dijo la muchacha de dorados cabellos por vigésima vez, calculó Egwene, desde mediodía—. Puede que yo también elija el Ajah Verde, Egwene. Así podría tener tres o cuatro Guardianes y hasta podría casarme con uno de ellos. ¿Quién mejor para ocupar el cargo de príncipe consorte que un Guardián? A menos que fuera… —Calló, ruborizada.

Egwene sintió un acceso de celos que creía haber superado hacía tiempo, entremezclado de compasión. «Luz, ¿cómo puedo estar celosa cuando soy incapaz de mirar a Galad sin estremecerme y sentir como si me derritiera? Rand fue mío, pero ya no lo es. Ojalá pudiera entregártelo a ti, Elayne, pero me temo que tampoco es para ti. Tal vez sea perfectamente aceptable que la heredera del trono tome por marido a un plebeyo, siempre que éste sea andoriano, pero no que se case con el Dragón Renacido.» Dejó caer las medias al suelo, diciéndose que tenía cosas más importantes en que ocuparse, ajenas todas al mantenimiento del orden en la habitación.

—Estoy lista, Nynaeve.

Nynaeve le tendió la bolsa y una larga y fina cinta de cuero.

—Quizá su efecto se extienda a más de una persona a la vez. Podría… acompañarte, quizá.

Tras depositar el anillo de piedra en la palma de la mano, Egwene lo ensartó en la cuerda de cuero y luego se la ató al cuello. Las franjas azules, marrones y rojas parecían más vívidas encima del blanco de sus enaguas.

—¿Y dejar que Elayne nos vigilara sola a las dos? ¿Existiendo la posibilidad de que el Ajah Negro nos haya descubierto?

—Puedo hacerlo —aseveró resueltamente Elayne—. O también podría acompañarte y quedarse de guardia Nynaeve. Ella es la más fuerte de las tres cuando está enfadada, y, si es preciso que alguien vigile, puedes estar segura de que lo hará.

—¿Y si no da ningún resultado al intentarlo dos personas a la vez? —adujo Egwene, sacudiendo la cabeza—. No lo sabríamos hasta que despertáramos, y entonces habríamos perdido una noche. No podemos desperdiciar ni una si queremos ganar tiempo. —Eran razones válidas en las que creía, pero había otra que tenía más peso en su corazón—. Además, me sentiré mejor sabiendo que las dos estáis pendientes de mí, por si…

No quiso concluir la frase. Por si alguien entraba mientras dormía. El Hombre Gris. El Ajah Negro. Cualquiera de las personas que habían convertido la antaño segura Torre Blanca en un tenebroso bosque lleno de hoyos y cepos. Algo que entrara mientras yacía inerme. La expresión de sus amigas le indicó que comprendían.

Mientras se tumbaba en la cama y se colocaba una almohada de plumas bajo la cabeza, Elayne acercó dos sillas, que situó a ambos lados del lecho. Nynaeve apagó las velas una a una y luego, en la oscuridad, se sentó en una de ellas. Elayne se instaló en la otra.

Egwene cerró los ojos y trató de pensar en cosas placenteras, pero tenía una exacerbada conciencia del objeto que reposaba en su seno, mucho más acentuada que la del dolor que restaba en su cuerpo a consecuencia de la visita realizada al estudio de Sheriam. El anillo parecía más pesado que un ladrillo ahora, y las imágenes que invocaba de su hogar y de remansados estanques de agua se escabullían expulsadas por la aprensión que le despertaba el Tel’aran’rhiod. El Mundo No Visto. El Mundo de los Sueños, que la esperaba justo al otro lado de la barrera del sueño.

Nynaeve comenzó a canturrear quedamente la misma melodía que solía tararearle su madre de pequeña. Cuando estaba acostada en su propia habitación, con una mullida almohada, abrigada por las mantas, y aspiraba, entremezclados, los olores a aceite de rosas y a los pasteles que cocía en el horno su madre, y… «Rand, ¿estás bien? ¿Perrin? ¿Quién era esa mujer?» Concilió el sueño.

Se hallaba entre ondulantes colinas alfombradas de pequeñas flores silvestres en cuyas hondonadas y crestas crecían frondosos bosquecillos de árboles. Las mariposas flotaban sobre las flores, arrancando destellos amarillos, azules y verdes al aire, y en las proximidades cantaban dos alondras. Una cantidad justa de vaporosas nubes se desplazaba mansamente en un claro cielo, y en la brisa había aquel delicado equilibrio entre frescor y calidez que únicamente se da en contados días de primavera. Era un día demasiado perfecto para no ser producto de un sueño.

Se miró el vestido y se echó a reír alborozada. Era exactamente su matiz de seda azul preferido, con franjas blancas en la falda —que se volvieron verdes cuando entornó un instante los ojos— e hileras de diminutas perlas en las mangas y el pecho. Hizo asomar un pie para observar la punta de un escarpín de terciopelo. La única nota discordante era el retorcido aro de piedra multicolor que pendía, prendido en una cinta de cuero, de su cuello.

Tomó el anillo en la mano y se quedó asombrada. Era liviano como una pluma. Estaba segura de que, si lo arrojaba al aire, se iría volando como un vilano. De todas formas, ahora ya no le inspiraba ningún miedo. Lo guardó bajo el vestido para que no la molestara.

—De modo que éste es el Tel’aran’rhiod de Verin —dijo—. El Mundo de los Sueños de Corianin Nedeal. No me parece peligroso.

Verin, sin embargo, le había advertido de lo contrario. Fuera o no del Ajah Negro, Egwene no veía cómo podía mentir abiertamente una Aes Sedai. «Tal vez se hallaba en un error.» Ella no creía, empero, que Verin estuviera equivocada.

Sólo para comprobar si podía hacerlo, se abrió al Poder Único. El Saidar la embargó. Incluso allí, existía. Encauzó ligera y delicadamente su flujo y, a caballo de la brisa, hizo girar a las mariposas en aleteantes espirales de color, en círculos entrelazados.

De improviso abandonó aquel pasatiempo. Las mariposas volvieron a revolotear a su antojo, sin inmutarse por su breve aventura. Los Myrddraal y otros Engendros de la Sombra detectaban cuando alguien encauzaba. Miró en derredor, incapaz de imaginar tales abominaciones en ese paraje, pero de todos modos resolvió no arriesgarse. Aquellas criaturas podían encontrarse allí, y el Ajah Negro tenía en su poder los ter’angreal estudiados por Corianin Nedeal. Ello le trajo el inquietante recuerdo del motivo por el que estaba allí.

—Al menos sé que puedo encauzar —murmuró—. No estoy averiguando nada parada aquí. Tal vez si investigo por los alrededores… —Dio un paso…

… y se halló en él húmedo y lóbrego pasillo de una posada, una clase de establecimiento que, como hija de posadero, identificó sin margen de duda. Todas las puertas que daban al silencioso corredor estaban cerradas. Justo cuando se preguntaba quién habría detrás de la que tenía delante, ésta se abrió sin hacer ruido.

En la habitación no había muebles, y el viento que entraba, gimiendo, por las abiertas ventanas agitaba las cenizas del hogar. En el suelo, entre la puerta y un grueso pilar de negra piedra toscamente tallada que se erguía en el centro de la estancia, yacía ovillado un enorme perro cuya poblada cola le tapaba el hocico. Apoyado de espaldas en el pilar, vestido tan sólo con la ropa interior y con la cabeza inclinada como si durmiera, había un fornido joven de rizado pelo. Una gruesa cadena negra, cuyos cabos asía con crispadas manos, lo unía a la altura del pecho a la mole de piedra. A pesar de su adormilada apariencia, tenía tensos los poderosos músculos, aplicados en mantener la tirantez de la cadena, en prolongar su cautiverio.

—¿Perrin? —lo llamó, extrañada, entrando en la habitación—. Perrin, ¿qué te ocurre? ¡Perrin! —El perro se estiró y se puso en pie.

No era un perro, sino un lobo negro y gris que le enseñó la reluciente dentadura blanca y clavó en ella unos ojos amarillos, mirándola como habría mirado a un ratón. A un ratón que pretendía comerse.

Egwene retrocedió precipitadamente al pasillo en contra de su voluntad.

—¡Perrin! ¡Despierta! ¡Hay un lobo! —Verin le había dicho que lo que sucedía allí era real, y le había enseñado su cicatriz para demostrárselo. Los dientes del lobo parecían tan grandes como cuchillos—. ¡Perrin, despierta! ¡Dile que soy amiga tuya! — Abrazó el Saidar, y el lobo siguió acercándose.

Perrin alzó la cabeza y abrió con somnolencia los ojos. Dos pares de ojos amarillos fijaron la mirada en ella. El lobo arqueó el lomo.

—Saltador —gritó Perrin—. ¡No! ¡Egwene!

La puerta se cerró de golpe ante ella y la envolvió una oscuridad absoluta.

Aunque no veía nada, notaba el sudor que le perlaba la frente. Y no se debía al calor. «Luz, ¿dónde estoy? No me gusta este sitio. ¡Quiero despertar!»

Oyó una especie de pitido y dio un salto, antes de identificar el canto de un grillo. Una rana croó en la oscuridad, y sus compañeras le respondieron en coro. Cuando sus ojos fueron adaptándose, distinguió vagamente unos árboles a su alrededor. Las nubes tapaban las estrellas, y la luna era una finísima hoz.

A su derecha, entre la espesura, percibió un vacilante resplandor: el de una hoguera.

Reflexionó unos instantes antes de ponerse a caminar. Sus deseos de despertar no habían bastado para sacarla del Tel’aran’rhiod y todavía no había averiguado nada de interés. Y no había recibido ninguna herida. «Por el momento», pensó estremeciéndose. No tenía, sin embargo, idea de quién —o qué— podía haber junto a la fogata. «Podrían ser Myrddraal. Además, no voy vestida de forma adecuada para correr por el bosque.» Fue aquella última reflexión la que la hizo decidirse; ella se vanagloriaba de saber reconocer cuándo obraba tontamente.

Respiró hondo, se levantó la falda de seda y avanzó con sigilo. Aun cuando no era tan buena conocedora del bosque como Nynaeve, tampoco era tan torpe como para no esquivar las ramas secas. Cuando se halló cerca, se asomó prudentemente detrás del tronco de un viejo roble.

Sólo había un joven muy alto que observaba, sentado, el fuego: Rand. No se veía leña alguna que alimentara esa hoguera, ni ningún otro combustible. Las llamas se alzaban sobre la tierra lisa y no parecía que la tiznaran siquiera.

Sin darle tiempo a moverse, Rand irguió la cabeza y entonces advirtió con sorpresa que estaba fumando una pipa, de la que se elevaba una fina espiral de humo de tabaco. Daba la impresión de estar cansado, muy cansado.

—¿Quién anda ahí? —preguntó en voz alta—. Habéis rozado tantas hojas como para despertar a un muerto, así que no hay razón para que sigáis escondido.

Egwene apretó con rabia las mandíbulas, pero salió de la espesura. «¡No es verdad!»

—Soy yo, Rand. No temas. Es un sueño. Debo de estar en tus sueños.

Rand se puso en pie tan repentinamente que ella se paró en seco. Parecía, de algún modo, más fornido de lo que ella recordaba. Y más peligroso. En sus ojos de color azul grisáceo lucía un gélido ardor.

—¿Acaso piensas que no sé que es un sueño? —se mofó—. También me consta que no por ello es menos

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