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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 6
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y, con todo, expresaba una aceptación tácita a cualquier sugerencia que pudiera expresar Perrin.

Los shienareses sabían cuán lejos veía, pero parecían tomar aquel fenómeno como algo natural, e igual actitud adoptaban respecto al color de sus ojos. Aunque no lo sabían todo de él, ni mucho menos, lo aceptaban tal cual era. O como creían que era. Daban la sensación de aceptarlo todo. El mundo cambiaba, decían. Todo giraba en las ruedas del cambio. ¿Qué importaba ahora que alguien tuviera los ojos de un color como jamás los había tenido hombre alguno?

—Ya llega —anunció Perrin—. Ahora la veréis. Allí.

Señaló, e Ino se inclinó hacia adelante escrutando con su ojo sano, hasta que finalmente asintió con aire dubitativo.

—Hay alguna jodida cosa que se mueve allá abajo.

Algunos murmuraron y asintieron también. Ino les dirigió entonces una fulminante mirada, y todos volvieron a centrar la vista en el cielo y las montañas.

Perrin cayó en la cuenta del significado de los llamativos colores del distante jinete. Una falda de verde chillón sobresalía bajo una capa de encendido color rojo.

—Pertenece al Pueblo Errante —dedujo, desconcertado, razonando que nunca había oído hablar de nadie que no fuera gitano y llevara por elección propia una combinación tan abigarrada y estrambótica de ropa.

Las mujeres que de tanto en tanto habían recibido y guiado hasta lo más intrincado de las montañas eran de todo estamento y condición: una mendiga vestida con harapos que caminaba penosamente entre una tormenta de nieve; una mercader que conducía ella sola una retahíla de caballos cargados con mercancías; una dama ataviada con seda y lujosas pieles, montada en un palafrén con riendas adornadas con borlas rojas y una silla con incrustaciones de oro. La pedigüeña había partido con una bolsa de plata: un capital que Perrin consideró excesivo para sus posibilidades, hasta que la dama les dejó una bolsa aún más abultada de oro. Mujeres de todas las edades, siempre solas, procedentes de Tarabon, Ghealdan e incluso Amadicia. Aun así, jamás esperó ver a un miembro de los Tuatha’an.

—¿Una condenada gitana? —se extrañó Ino.

Los demás emitieron exclamaciones, expresando idéntica sorpresa.

—Una gitana no debería mezclarse en esto —sentenció Ragan, agitando la cola al sacudir la cabeza—. Quizá no sea una gitana, o no sea la persona con quien debemos reunirnos.

—Gitanos —gruñó Masema—. Un hatajo de cobardes inútiles.

Ino entornó el ojo hasta que no fue más que una rendija, que, sumada al ojo pintado del parche, le confirió un aspecto atroz.

—¿Cobardes, Masema? —dijo en voz baja—. Si fueras una mujer, ¿tendrías el condenado coraje de venir cabalgando hasta aquí, solo y sin una maldita arma?

No había duda de que no iba armada si era una Tuatha’an. Masema mantuvo la boca cerrada, pero la cicatriz se destacó, tensa y pálida, en su mejilla.

—Que me aspen si lo haría —contestó por él Ragan—. Y que te aspen a ti también, si lo hicieras, Masema. —El interpelado se apretó la capa y se puso a mirar ostentosamente el cielo.

—Quiera la Luz que ese maldito comedor de carroña estuviera solo —murmuró Ino tras exhalar un bufido.

Lentamente, la peluda yegua marrón y blanca se aproximaba a ellos, dando rodeos para evitar las acumulaciones de nieve. En cierto punto la mujer vestida de forma tan abigarrada se detuvo para observar el suelo y después se caló más la capucha y, espoleando su montura, reemprendió su marcha. «El cuervo —pensó Perrin—. Dejad de mirar ese pájaro y venid, mujer. Quizá vos nos traigáis la noticia que nos permita al fin salir de aquí. Si es que Moraine quiere dejarnos marchar antes de la primavera. ¡La Luz la consuma!» Por un momento no supo si se refería a la Aes Sedai o a la gitana que parecía tomarse con tanta calma su viaje.

Si continuaba en la misma dirección, la mujer pasaría a unos veinticinco metros de distancia del bosquecillo. Con la vista fija en el terreno que pisaba su caballo picazo, no daba muestras de haberlos visto entre los árboles.

Perrin espoleó los flancos del pardo semental con los talones y éste partió raudo, levantando salpicaduras de nieve con los cascos.

—¡Adelante! —ordenó quedamente tras él Ino.

Brioso había cubierto ya la mitad del trecho que los separaba, cuando ella pareció advertir su presencia, y entonces refrenó de un tirón la yegua y se detuvo bruscamente. Unos bordados de azul chillón, que seguían el tipo de diseño llamado «laberinto teariano», hacían aún más llamativa su roja capa. No era joven —el cabello que asomaba bajo la capucha era gris— pero su rostro apenas tenía arrugas, exceptuando el fruncido ceño con que demostraba su desaprobación por las armas que ellos llevaban. Si se había alarmado al encontrarse con hombres armados en medio de la desolación de las montañas, no dio, no obstante, la menor muestra de ello. Sus manos reposaban tranquilamente en la alta perilla de su gastada pero bien cuidada silla. Y no olía a miedo.

«¡Basta ya!», se dijo Perrin.

—Me llamo Perrin, buena señora. —Procuró imprimir un tono amable a su voz para no asustarla—. Si necesitáis ayuda, haré cuando esté en mis manos. De lo contrario, proseguid con el amparo de la Luz. Pero, a menos que los Tuatha’an hayan mudado sus costumbres, os halláis muy lejos de vuestros carromatos.

La recién llegada los observó un momento más antes de tomar la palabra. Sus oscuros ojos tenían un aire afable, no infrecuente entre la gente del Pueblo Errante.

—Busco a una… mujer.

La pausa fue casi imperceptible, pero significativa. No buscaba a una mujer, sino a una Aes Sedai.

—¿Tiene nombre esa mujer, buena señora? —preguntó Perrin.

Había representado la misma escena demasiadas veces a lo largo de los últimos meses como para necesitar conocer cuál sería la respuesta, pero hasta el hierro podía salir malparado si no se modelaba con prudencia.

—Se llama… A veces la llaman Moraine. Yo me llamo Leya.

—Os llevaremos hasta ella, señora Leya. Tenemos fuego para calentarnos, y con suerte algo de comida caliente. —No soltó todavía las riendas, sin embargo—. ¿Cómo nos habéis localizado?

Aquella pregunta también la había formulado en múltiples ocasiones, cada vez que Moraine le mandaba ir a aguardar a un sitio concreto a una mujer que sabía que vendría. La respuesta sería la de siempre, pero había de preguntarlo.

Leya se encogió de hombros y respondió con vacilación.

—Sabía… que, si venía en esta dirección, alguien me encontraría y me conduciría hasta ella. Simplemente… lo sabía. Tengo noticias para ella.

Perrin no inquirió por ellas. Las mujeres solamente revelaban a Moraine la información que traían.

«Y la Aes Sedai nos cuenta lo que le conviene», pensó. Las Aes Sedai nunca mentían, pero se decía que la verdad que expresaba una Aes Sedai no era siempre la que uno creía escuchar. «Demasiado tarde para sentir escrúpulos ahora.»

—Por aquí, señora Leya —indicó, apuntando a la montaña.

Encabezados por Ino, los shienarianos iniciaron el ascenso detrás de Perrin y Leya, manteniendo su escrutinio del cielo y el terreno, y los dos últimos con la atención fija en la senda que dejaban a sus espaldas.

Durante un rato cabalgaron en un silencio sólo perturbado por el sonido de los cascos de los caballos que ora quebraban heladas costras de nieve, ora desprendían pedazos de roca al cruzar trechos ya libres del blanco manto. De tanto en tanto Leya lanzaba miradas a Perrin, a su arco, su hacha, su cara, pero no decía nada. El joven se revolvía incómodo y evitaba mirarla. Siempre procuraba dar a los desconocidos las mínimas ocasiones posibles de que pudieran reparar en sus ojos.

—Me ha sorprendido ver a una mujer del Pueblo Errante, teniendo en cuenta las creencias que profesáis —comentó finalmente.

—Es posible oponerse al mal sin obrar con violencia. —Su voz transmitía la simpleza de alguien que expresaba una verdad evidente.

Perrin gruñó agriamente y enseguida murmuró una excusa.

—Sea como decís, señora Leya.

—La violencia daña al agente tanto como a la víctima —aseveró plácidamente Leya—. Por ese motivo nosotros huimos de quienes nos atacan, para protegerlos del daño que recibirían tanto como para preservar nuestra integridad. Si recurriéramos a la violencia para enfrentarnos al mal, pronto desaparecerían las diferencias entre nosotros y nuestros enemigos. Es con la fortaleza de nuestras convicciones con lo que luchamos contra la Sombra.

Perrin no pudo reprimir un bufido.

—Señora, espero que nunca tengáis que hacer frente a los trollocs con la fortaleza de vuestras convicciones. La fuerza de sus espadas os abatiría en el acto.

—Es preferible morir a… —comenzó a argüir, pero la rabia lo indujo a interrumpirla. Le daba rabia que estuviera tan ciega, que estuviera realmente dispuesta a morir con tal de no causar daño a nadie, por más maléfico que fuera.

—Si echáis a correr, os perseguirán y os darán muerte y devorarán vuestro cadáver. O tal vez no esperen hasta que seáis un cadáver. De todas formas, acabáis muerta, y es el mal quien sale vencedor. Y existen hombres igual de crueles que ellos, Amigos Siniestros y otros que no lo son. Estos últimos son mucho más numerosos de lo que hubiera aceptado creer hace tan sólo un año. Esperad a que los Capas Blancas decidan que los gitanos no seguís la senda de la Luz y veréis a cuántos de vosotros preserva la vida la fortaleza de vuestras creencias.

—Y, sin embargo, no sois feliz con vuestras armas —observó la Tuatha’an, dirigiéndole una penetrante mirada.

¿Cómo lo sabía? Sacudió la cabeza con irritación, haciendo oscilar su enmarañado pelo.

—Fue el Creador quien creó el mundo —murmuró—, y no yo. Debo vivir lo mejor que pueda en el mundo, tal como es.

—Parecéis muy triste para ser tan joven —señaló ella quedamente—. ¿Por qué tanta tristeza?

—Debería estar vigilando en lugar de charlar —contestó, evasivo—. Si perdiéramos el camino, no me lo agradeceríais.

Hizo avanzar a Brioso lo bastante como para atajar cualquier posibilidad de reanudar la conversación, pero sentía la mirada de la mujer clavada en él. «¿Triste? No estoy triste, sólo… Luz, no lo sé. Debería existir una vía mejor, eso es todo.» El apremiante hormigueo volvió a solicitar su atención pero, absorto en hacer caso omiso de la mirada de Leya, lo ahuyentó de su mente.

Remontaron la pendiente de la montaña y descendieron hacia un valle cubierto de árboles surcado por un ancho arroyo de frías aguas que los caballos vadearon hundidos hasta las rodillas. En la lejanía se erguía una montaña en cuyo costado habían esculpido la semblanza de dos descomunales formas. Perrin pensaba que debían de ser un hombre y una mujer, aun cuando el viento y la lluvia los hubieran desdibujado hasta el punto de que no eran reconocibles como tales. Incluso Moraine admitía su incertidumbre respecto a quiénes eran o a la época en que habían tallado el granito.

Espinosillos y pequeñas truchas se apartaron veloces de los cascos de los caballos, despidiendo destellos plateados entre las claras aguas. Un ciervo dejó de pacer y alzó la cabeza, titubeó observando al grupo que salía del río y luego fue a refugiarse, dando saltos, en la espesura. Un gran gato montés con rayas grises y manchas negras pareció brotar del suelo, molesto por su inoportuna presencia, y, tras mirar un momento los caballos, desapareció en pos del ciervo agitando violentamente la cola. Todavía se percibían, sin embargo, pocas señales de vida en las montañas. Sólo unos cuantos pájaros se encaramaban en las ramas o picoteaban en el suelo en los lugares donde se había fundido la nieve. Dentro de unas semanas, otras especies regresarían a las montañas, pero aún no había llegado el momento propicio. No vieron más cuervos.

Era entrada la tarde cuando

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