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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 58
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despertó en Egwene sentimientos que nunca había experimentado. Era, con diferencia, más alta, más hermosa que ella, y la mirada de sus negros ojos la hacían sentirse pequeña, delgaducha y un tanto zarrapastrosa. «Seguramente también puede encauzar más Poder que yo. Luz, es probable que nos supere en inteligencia a las tres juntas. No es justo que una mujer…» De repente cayó en la cuenta del curso que estaban tomando sus pensamientos y se le arrebolaron las mejillas. Jamás en su vida se había sentido inferior a ninguna mujer, y no estaba dispuesta a empezar entonces.

—Eres intrépida —dijo la mujer—. Es una audacia ir corriendo así, sola, en un lugar donde se han cometido tantos asesinatos. —Parecía casi complacida.

Egwene irguió el cuerpo y se alisó apresuradamente el vestido, procurando que no lo advirtiera la desconocida, aun a sabiendas de que no se le escaparía ese detalle, y lamentando que la hubiera visto corriendo como una chiquilla. «¡Basta de tonterías!»

—Perdonad, pero estoy buscando a una novicia que tomó esta dirección, creo. Tiene unos grandes ojos oscuros y el pelo negro, recogido en dos trenzas. Es un poco gorda y en cierto modo bonita. ¿Habéis visto por dónde se ha ido?

La mujer la miró de hito en hito desde su altura con aire de regocijo. Aunque no estaba segura, Egwene tuvo la impresión de que su mirada se había detenido un instante en el puño donde guardaba el anillo de piedra.

—No creo que la alcances. La he visto, y corría a gran velocidad. Me temo que ya debe de encontrarse lejos de aquí.

—Aes Sedai…

Egwene no tuvo ocasión de preguntarle por qué lado se había ido Elsa. Aquellos negros ojos emitieron un destello de ira, o tal vez de fastidio.

—Ya he perdido bastante tiempo contigo. Tengo asuntos más importantes que atender. Vete. —Señaló con la mano el camino por donde había venido Egwene.

Su voz era tan imperiosa que Egwene se volvió y ya había retrocedido tres pasos cuando tomó conciencia de lo que hacía. Erizada de rabia, se giró de nuevo. «Tanto si es una Aes Sedai como si no, voy…»

No había nadie en la galería.

Escudriñando su entorno, descartó las puertas más cercanas, que daban a habitaciones donde nadie vivía, salvo tal vez los ratones, y echó a correr rampa abajo. Miró a diestro y siniestro, y siguió con la vista la curva que trazaba la galería. Se asomó incluso a la barandilla para observar el pequeño Jardín de las Aceptadas y las restantes galerías que se reproducían arriba y abajo. Vio dos Aceptadas, una de ellas Faolain y la otra una mujer que conocía sólo de vista. Pero no había ninguna mujer ataviada con plata y seda blanca en ninguna parte.

CAPÍTULO 26 Tras una cerradura

Sacudiendo con estupor la cabeza, Egwene retrocedió hasta las puertas que había descartado. «A algún sitio ha tenido que ir.» Dentro de la primera, los escasos muebles eran bultos informes cubiertos con polvorientas telas y el aire parecía vaciado, como si nadie hubiera abierto la puerta desde hacía mucho tiempo. Hizo una mueca al comprobar que había huellas de ratones en el suelo. No se veían, sin embargo, pisadas humanas. Tras las otras dos puertas, que abrió apresuradamente, observó la misma escena. No la asombró aquel abandono, ya que en las galerías de las Aceptadas había más habitaciones vacías que ocupadas. Cuando retiraba la cabeza del tercer dormitorio, advirtió a Nynaeve y Elayne que bajaban por la rampa sin apurar especialmente el paso.

—¿Se ha escondido? —preguntó con sorpresa Nynaeve—. ¿Ahí adentro? —La he perdido. —Egwene volvió a escrutar los curvados balcones. «¿Adónde ha ido?» No era Elsa quien la intrigaba.

—De haber pensado que Elsa podía ser más veloz que tú —dijo, sonriendo, Elayne—, yo también la habría perseguido, pero siempre me ha parecido que estaba demasiado regordeta para correr. —Pese a sus palabras, en su sonrisa se traslucía preocupación.

—Tendremos que buscarla más tarde —decidió Nynaeve— y asegurarnos de que no se vaya de la lengua. ¿Cómo ha podido confiar la Amyrlin en esa chica?

—Creía que estaba a punto de alcanzarla —explicó Egwene—, pero se trataba de otra persona. Nynaeve, me he vuelto de espaldas un momento, y se ha esfumado. No me refiero a Elsa, ¡a ella ni siquiera la he visto!, sino a la mujer que he confundido con Elsa al principio. Ha desaparecido, sin más, y no sé por dónde.

—¿Una Sin Alma? —preguntó Elayne, conteniendo el aliento. Miró con nerviosismo en derredor, pero en la galería no había nadie aparte de ellas.

—No, no —repuso Egwene con firmeza—. No era… —«No voy a decirles que me ha hecho sentir como si fuera una mocosa de seis años, con un harapiento vestido y la cara sucia»—. No era un Hombre Gris. Era alta e impresionante, morena y de ojos negros. Nadie dejaría de reparar en ella aun en medio de una multitud. No la había visto nunca, pero creo que es una Aes Sedai. Tiene que serlo.

Nynaeve guardó silencio un momento, como si esperara a que agregase algo más, y luego dijo pacientemente:

—Si vuelves a verla, indícamelo. Si crees que existe una buena razón para ello. No tenemos tiempo para quedarnos charlando aquí. Quiero ver qué hay en ese almacén antes de que Elsa vaya con el chisme a alguien. Quizá se dejaron algo olvidado y no debemos darles ocasión a corregir posibles descuidos.

Al comenzar a andar junto a Nynaeve y Elayne, Egwene se dio cuenta de que aún apretaba con fuerza en la mano el anillo de piedra —«El ter’angreal de Corianin Nedeal»—. Lo guardó, reacia, en la bolsa, y tensó bien el cordel al cerrarla. «Con tal que no me vaya a dormir con el maldito… Pero eso es lo que me propongo, ¿no?»

Como aún faltaban varias horas hasta la noche, resolvió que era inútil preocuparse por ello entonces. Mientras avanzaban por la Torre, se mantuvo ojo avizor por si veía a la mujer vestida de blanco y plata. Lo cierto era que experimentó alivio al no verla. «Soy una mujer hecha y derecha, y perfectamente capacitada, gracias a la Luz.» De todas formas, se alegró de no encontrarse con nadie remotamente parecido a ella. Cuanto más pensaba en la desconocida, más se acrecentaba su sensación de que había algo maligno en ella. «Luz, a este paso veré al Ajah Negro hasta debajo de la cama. El problema es que tal vez lo tenga de verdad debajo de la cama.»

La biblioteca, que se encontraba algo apartada de la elevada y recia aguja de la Torre Blanca propiamente dicha, era un edificio de piedra con abundantes vetas azules cuyo aspecto sugería una acumulación de crestas de olas. Las olas se erguían con la imponencia de un palacio a la luz del sol matinal, y Egwene sabía que ciertamente contenía tantas habitaciones como un palacio, pero todas aquellas estancias que se sucedían debajo de los extraños pasillos donde Verin tenía sus aposentos estaban repletas de estantes, rebosantes a su vez de libros, manuscritos, papeles, pergaminos, mapas y planos procedentes de todas las naciones, acumulados allí en el transcurso de tres mil años. Ni siquiera las grandes bibliotecas de Tear y Cairhien albergaban tantos volúmenes y documentos.

Las bibliotecarias, todas del Ajah Marrón sin excepción, vigilaban aquellos estantes y también las puertas, para cerciorarse de que ni el más insignificante retazo de papel saliera de allí sin que ellas supieran quién se lo llevaba y por qué. Pero no fue a una de aquellas entradas vigiladas a donde Nynaeve condujo a Egwene y Elayne.

En torno a las dependencias subterráneas de la biblioteca, pegadas a ras del suelo a la sombra de altas pacanas, había otras puertas, grandes y pequeñas. Los obreros necesitaban bajar en ocasiones a los almacenes subterráneos, y las bibliotecarias no aprobaban la presencia de sudorosos hombres dentro de su coto. Nynaeve empujó una de ellas, cuyo tamaño no superaba el de la puerta de la casa de un granjero, y les hizo señas para que se introdujeran en una escalera que se hundía en la oscuridad. Cuando dejó que la hoja se cerrara, no quedó rastro de luz adentro.

Egwene se abrió al Saidar, que acudió tan fluidamente a ella que apenas si tuvo conciencia de lo que hacía, y encauzó un hilillo de poder que manó a su través. Por un momento la mera sensación de aquella corriente que latía en su interior amenazó con sofocar cualquier otra percepción. Suspendida en el aire sobre su mano, apareció una pequeña bola de luz blancoazulada. Respiró hondo y se recordó por qué motivo caminaba tan tiesa. Era para mantener una conexión con el resto del mundo. Volvió a notar el roce de la ropa interior sobre su piel, de las medias de lana y del vestido. Con una tenue punzada de pesar, ahuyentó el deseo de canalizar más, de dejar que el Saidar la absorbiera.

Elayne también había creado una reluciente esfera que, junto a la de Egwene, emitía una luz superior a la que hubieran aportado dos linternas.

—Es maravilloso, ¿verdad? —murmuró. —Ten cuidado —la previno Egwene.

—Lo tengo. —Elayne suspiró—. Es que es… Tendré cuidado.

—Por aquí —les indicó ásperamente Nynaeve, adelantándose para guiarlas.

No se alejó mucho. Como no estaba enojada, debía orientarse con la luz que le proporcionaban sus dos compañeras.

El polvoriento corredor lateral por el que habían entrado, flanqueado por puertas de madera encajadas en grises muros de piedra, se prolongaba un centenar de metros hasta desembocar en el pasillo central que atravesaba el subsuelo de la biblioteca. En el polvo se advertían huellas superpuestas, en su mayoría de botas de hombre y casi todas difuminadas por nuevas capas de polvo. El techo era más alto allí, y algunas de las puertas eran tan grandes como las de un establo. La ancha escalera principal del fondo se utilizaba para bajar enseres de gran volumen. Junto a ella descendía otra escalera por la que se desvió, sin detenerse, Nynaeve.

Egwene se apresuró a seguirla. Aun tomando en consideración la azulada luz que bañaba el rostro de Elayne, Egwene tuvo la impresión de que su tez estaba más pálida de lo habitual. «Podríamos gritar hasta quedar sin resuello aquí abajo, y nadie nos oiría.» Sintió cómo se formaba un relámpago, o su potencial concentrado, y casi dio un traspié. Nunca había encauzado dos flujos a la vez; no parecía difícil en absoluto.

El ancho y polvoriento corredor del segundo sótano apenas difería del pasadizo del primer piso, con la salvedad de que allí el techo era más bajo. Nynaeve se encaminó con paso vivo a la tercera puerta de la derecha y se paró delante de ella.

Aunque no era grande, las toscas planchas de madera parecían resistentes. Un redondo candado de hierro pendía de una gruesa cadena firmemente sujeta a dos recias armellas encajadas respectivamente en la puerta y la pared. De la práctica ausencia de polvo en ellos se desprendía que tanto el candado como la cadena eran nuevos.

—¡Un candado! —Nynaeve dio un fuerte tirón, pero ni la cadena ni el candado cedieron—. ¿Habéis visto alguna un candado en otro sitio? —Volvió a tirar de él y luego lo arrojó contra la puerta. El metal rebotó en la madera con estrépito que resonó en el pasadizo—. ¡Yo no he visto ninguno en las otras puertas! —Aporreó con el puño las toscas planchas—. ¡Ni uno!

—Cálmate —aconsejó Elayne—. No es preciso coger un berrinche. Yo misma lo abriría si pudiera ver cómo funciona su mecanismo interior. Lo abriremos de una manera u otra.

—¡No quiero

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