juntando sus espesas cejas negras al fruncir el entrecejo—. ¿Creéis que los dos sois lo bastante buenos con las espadas para vencer a un muchacho con un palo?
—No sería justo, Hammar Gaidin —declaró Galad.
—Ha estado enfermo —agregó Gawyn—. No hay necesidad de que luchemos contra él.
—Al campo —ordenó Hammar con un imperativo movimiento de cabeza. Galad y Gawyn dirigieron pesarosas miradas a Mat y luego obedecieron. El Guardián observó dubitativamente a Mat—. ¿Estás seguro de que te encuentras en forma para este combate, chico? Ahora que te miro con más detenimiento, me parece que deberías estar guardando cama.
—Ya he salido de ella —aseguró Mat— y estoy en plena forma. Tengo que estarlo. No quiero perder mis dos marcos.
—¿Pretendes mantener esa apuesta, chico? —preguntó Hammar, enarcando con sorpresa las pobladas cejas.
—Necesito el dinero. —Mat soltó una carcajada.
Al volverse hacia la caseta más cercana donde guardaban las barras, paró
bruscamente de reír; le habían cedido las piernas. Las enderezó tan rápido que pensó que cualquiera que se hubiera fijado en ello creería que simplemente había tropezado. Se tomó su tiempo para elegir un bastón, de casi cinco centímetros de grosor y unos veinticinco centímetros más largo que él. «Debo ganar este combate. He dado rienda suelta a mi insensata lengua, y ahora debo ganar. No puedo permitirme perder esos dos marcos. Si no cuento con esa suma de partida, tardaré una eternidad en conseguir el dinero que necesito.»
Cuando regresó, asiendo la barra con ambas manos frente a él, Gawyn y Galad ya lo esperaban en el mismo lugar donde habían estado practicando. «He de ganar.» —Suerte —murmuró—. Es hora de arrojar los dados.
—¿Hablas la Antigua Lengua, chico? —preguntó Hammar, dirigiéndole una curiosa mirada.
Mat se quedó mirándolo un momento, sin decir nada. Sentía frío hasta en los huesos. Tuvo que esforzarse para que sus pies lo llevaran hasta el campo de prácticas.
—Recordad la apuesta —dijo en voz alta—. Dos marcos de plata por cada uno de vosotros contra dos míos.
Cuando las mujeres advirtieron lo que ocurría, se elevó un murmullo entre las Aceptadas. Las Aes Sedai observaban en silencio. Un silencio cargado de desaprobación.
Gawyn y Galad se separaron, situándose a ambos lados de él, sin acabar de levantar la espada.
—Nada de apuestas —dijo Gawyn—. No hay apuesta.
—No voy a aceptar tu dinero de este modo —declaró al mismo tiempo Galad.
—Pues yo sí pienso aceptar el vuestro —contestó Mat. —¡De acuerdo! —tronó Hammar—. Si no tienen los arrestos para cumplir la apuesta, yo mismo pagaré lo pactado.
—Muy bien —acordó Gawyn—. Ya que insistes… ¡trato hecho!
—De acuerdo entonces —gruñó Galad tras un momento de vacilación—. Pongamos fin a esta farsa.
Mat aprovechó los instantes que siguieron. Mientras Galad se precipitaba hacia él, deslizó las manos a lo largo de la vara y la hizo girar. El extremo del palo golpeó las costillas del esbelto joven, que se tambaleó con un gruñido. Mat dejó que la barra rebotara y se volvió justo cuando Gawyn entraba en el radio de su alcance. El bastón pasó como un rayo bajo la espada de práctica de Gawyn, se hundió, y le puso la zancadilla. Mientras Gawyn caía, Mat acabó de dar la vuelta completa a tiempo para alcanzar la muñeca en alto de Galad y enviar su arma de práctica por los aires. Como si no acusara el más mínimo dolor en el brazo, Galad dio una ágil voltereta y volvió a ponerse en pie con la espada en mano.
Desentendiéndose por un momento de él, Mat se giró un poco e hizo rotar las muñecas para hacer oscilar la barra en toda su longitud tras él. Gawyn, que comenzaba a levantarse, recibió en un costado de la cabeza un golpe que sólo amortiguó en parte la cobertura del pelo. Luego se desplomó en el suelo.
Mat sólo advirtió vagamente a las Aes Sedai que corrieron a atender al hermano de Elayne. «Espero que esté bien. Así debería ser. Yo me he dado golpes peores cayendo de una valla.» Todavía debía hacer frente a Galad, y por la forma como éste se preparaba, con la espada inclinada con precisa exactitud, era evidente que había comenzado a tomar en serio a Mat.
Las piernas de Mat eligieron ese momento para temblar. «Luz, ahora no puedo ceder a la debilidad.» Sin embargo, notaba cómo se adueñaba de él la fragilidad, y un hambre tan acuciante como si llevara varios días sin comer. «Si espero a que venga por mí, me caeré de bruces.» Se adelantó, manteniendo a duras penas las rodillas rectas. «Suerte, no me abandones.»
Desde el primer movimiento de ataque, supo que la suerte, o la pericia, o lo que fuera que lo había ayudado a resistir hasta entonces, seguía acompañándolo. Galad consiguió contener, con un ruido sordo, la primera embestida y también las siguientes, pero en su rostro comenzaba a hacerse patente la fatiga. Aquel grácil espadachín, casi tan avezado como los Guardianes, luchaba poniendo en juego toda su habilidad para mantener lejos de sí el bastón de Mat. No atacaba, porque bastante trabajo tenía con defenderse. Se movía continuamente hacia los lados, procurando no retroceder, y Mat seguía hostigándolo, accionando vertiginosamente la barra. Y Galad dio un paso atrás, y luego otro más, escudándose como pudo de la vara con su arma de madera.
El hambre atormentaba con dentelladas a Mat como si se hubiera tragado varias comadrejas. El sudor rodaba hasta sus ojos y sus fuerzas empezaron a ceder como si se evaporaran con el sudor. «Todavía no. Aún he de resistir. Debo ganar. Ahora mismo.» Soltó un rugido e invirtió todas sus reservas de energías en una última arremetida.
El bastón pasó como una bala junto a la espada de Galad y en rápida sucesión le golpeó la rodilla, la muñeca y las costillas para acabar clavándose como una lanza en su estómago. Galad dobló el cuerpo gruñendo, pugnando por no caer. La barra osciló en las manos de Mat, dispuesta a descargarse con contundente violencia en la garganta de su adversario. Galad se vino abajo.
Mat casi dejó caer la vara al darse cuenta de lo que había estado a punto de hacer. «Vencer, no matar. Luz, ¿qué estaría pensando?» Sumido en tales reflexiones, apoyó la punta del bastón en el suelo y, tan pronto como la tuvo afianzada allí, hubo de agarrarse a ella para mantenerse erguido. El hambre era un lacerante aullido en sus entrañas. De improviso cayó en la cuenta de que no sólo estaban observándolos las Aes Sedai y Aceptadas. Toda práctica, todo aprendizaje, se había interrumpido en el campo. Tanto los alumnos como los Guardianes estaban parados, mirándolo.
Hammar se situó junto a Galad, que aún gruñía en el suelo tratando de ponerse en pie.
—¿Quién fue el más grande espadachín de todos los tiempos? —preguntó, a voz en grito, el Guardián.
—¡Jearom, Gaidin! —contestaron, a coro, los estudiantes.
—¡Sí! —gritó Hammar, volviéndose para asegurarse de que todos lo oían—. En toda su vida, Jearom luchó unas diez mil veces, en batallas y combates individuales. Sólo fue derrotado en una ocasión. ¡Y lo hizo un granjero con una barra! —Bajó la vista hacia Galad, y también bajó la voz—. Si no puedes levantarte ahora, chico, la pelea queda concluida. —Puso en alto una mano, y las Aes Sedai y Aceptadas acudieron y formaron un círculo en torno a Galad.
Mat deslizó la vara hasta las rodillas. Ninguna de las Aes Sedai le dedicó siquiera una mirada. Una de las Aceptadas, una muchacha regordeta a quien no le habría importado sacar a bailar si no estuviera estudiando para Aes Sedai, sí se fijó en él. Lo miró ceñuda y desdeñosa y luego se volvió para observar lo que hacían las Aes Sedai que rodeaban a Galad.
Mat observó con alivio que Gawyn se hallaba de pie. Enderezó el cuerpo al ver que se acercaba a él. «No deben enterarse. Nunca conseguiré salir de aquí si deciden cuidarme constantemente.» Gawyn tenía una mancha de sangre en el rojizo pelo, a un lado de la cabeza, pero no se le veía ningún corte ni magulladura.
—Creo que la próxima vez te haremos más caso —dijo secamente, depositando dos marcos de plata en la mano de Mat. Reparó en la mirada de éste y se tocó la cabeza—. Me han curado, pero no era nada grave. Elayne me ha provocado contusiones más fuertes en más de una ocasión. Eres bueno con ese bastón.
—No tanto como mi padre. Desde que yo tengo recuerdo, siempre ha ganado el concurso de lucha con barra en Bel Tine, salvo una o dos veces en que el vencedor fue el padre de Rand. —Mat advirtió de nuevo una chispa de interés en los ojos de Gawyn y se arrepintió de haber mencionado a Tam al’Thor. Las Aes Sedai y las Aceptadas seguían arracimadas en torno a Galad—. Debo de… haberle hecho mucho daño. No era ésa mi intención.
Gawyn siguió el curso de su mirada —no se veía más que dos anillos de espaldas de mujeres, cuyo perímetro exterior lo componían los vestidos blancos de las Aceptadas que se asomaban por encima de las Aes Sedai encorvadas— y se echó a reír.
—No lo has matado. Yo lo he oído gemir. Ahora ya estaría en pie, pero esas mujeres no van a perderse esta ocasión, ahora que le han puesto las manos encima. ¡Luz, cuatro de ellas son del Ajah Verde!
Mat le dirigió una confusa mirada —«¿Del Ajah Verde? ¡Qué tendrá eso que ver!»— y Gawyn sacudió la cabeza.
—Da igual —prosiguió éste—. Sólo quédate tranquilo, sabiendo que la peor calamidad que puede ocurrirle a Galad es convertirse en Guardián de una Aes Sedai Verde antes de que recobre plenamente los sentidos. —Volvió a reír—. No, no serían capaces de tal cosa. Pero apuesto esos dos marcos míos que tienes en la mano a que más de una desearía hacerlo.
—Ya no son tuyos —observó Mat, guardándoselos en el bolsillo—, sino míos. — No había comprendido gran cosa de la explicación que le había dado Gawyn. Salvo que Galad se encontraba bien. Todo cuanto sabía de las relaciones entre Guardianes y Aes Sedai era los retazos de recuerdos que conservaba de Lan y Moraine, y entre ellos no había nada de lo que Gawyn parecía insinuar—. ¿Crees que les importará si voy a pedirle el dinero que me debe?
—Seguro que sí —dijo ásperamente Hammar, reuniéndose con ellos—. En estos momentos no gozas de popularidad entre esas Aes Sedai. —Emitió un resoplido—. Cualquiera diría que son unas chicuelas que acaban de separarse por primera vez de su madre y no unas Aes Sedai, por más del Verde que sean. Tampoco es tan apuesto.
—No lo es —convino Mat.
Gawyn lo miró, sonriendo a los dos, hasta que Hammar le correspondió con una airada mirada.
—Toma —dijo el Guardián, entregando otros dos marcos de plata a Mat—. Se los reclamaré más tarde a Galad. ¿De dónde eres, chico?
—De Manetheren. —Mat se quedó helado al escuchar cómo el nombre brotaba de su boca—. De Dos Ríos, quiero decir. He escuchado demasiadas historias antiguas. — Sus dos interlocutores se limitaron a mirarlo, sin decir nada—. Yo… eh… creo que volveré a la Torre a ver si encuentro algo de comer. —Todavía no había sonado la campana que marcaba la media mañana, pero ellos asintieron como si no tuviera nada de extraño comer a esa hora.
Conservando la barra, que nadie le había pedido que devolviera, se alejó a paso lento hasta quedar oculto por los árboles. Entonces, se apoyó en el bastón como si fuera lo