minuto después. ¡Ahora vete!
Egwene se marchó, con un tumulto de dudas en la cabeza. «¿Hay alguien en quien pueda confiar? ¿La Amyrlin? Nos ha mandado perseguir a trece mujeres del Ajah Negro y ha olvidado mencionar que ése es precisamente el número de personas que se necesita para someter al servicio de la Sombra a una mujer que encauza en contra de su voluntad. ¿En quién puedo confiar?»
Como se le antojaba insoportable la idea de estar sola, se encaminó apresuradamente a las dependencias de las Aceptadas, pensando que al día siguiente ella misma se instalaría allí, y, tras llamar a la puerta de Nynaeve, la abrió sin aguardar respuesta. A ella podía confiárselo todo. A ella y a Elayne.
Pero Nynaeve estaba sentada en una de las sillas, con la cabeza de Elayne hundida en el regazo. Los hombros de Elayne se agitaban acompasadamente a los hipidos, a los sollozos amortiguados que sobrevienen cuando en el cuerpo ya no quedan energías para llorar a pleno pulmón pero la emoción todavía abrasa. En las mejillas de Nynaeve también corrían las lágrimas. La Gran Serpiente que relucía en la mano con que alisaba el pelo de Elayne era igual que la del anillo de la mano con que ésta se aferraba crispadamente a la falda de la antigua Zahorí.
Elayne alzó un rostro hinchado y enrojecido por el prolongado llanto y se sorbió las lágrimas al ver a Egwene.
—No podía ser tan horrible, Egwene. ¡No podía serlo!
El accidente con el ter’angreal, el temor de Egwene a que alguien hubiera leído los papeles que Verin le había dado, las sospechas que había abrigado respecto a todas y cada una de las mujeres presentes en aquella habitación, todo aquello había sido terrible, pero, aun de modo brusco y desagradable, le había servido para distraer el pensamiento de lo ocurrido dentro del ter’angreal. Aquello procedía del exterior; lo otro se hallaba dentro de sí misma. Las palabras de Elayne dieron rienda suelta a lo que albergaba en su interior, y Egwene sintió como si el techo se le viniera encima. Rand su marido y Joiya su hija. Rand atrapado y rogándole que lo matara. Rand encadenado aguardando a ser amansado. Sin tener conciencia de ello, se arrodilló al lado de Elayne y las lágrimas que debiera haber derramado antes afluyeron con el ímpetu de un torrente a sus ojos.
—No he podido ayudarlo, Nynaeve —sollozó—. Lo he abandonado a su suerte.
Nynaeve se encogió como si hubiera recibido un golpe, pero al momento sus brazos abrazaban, confortándolas y meciéndolas, a Egwene y Elayne. —Ya pasó —canturreó quedamente—. El tiempo mitiga el dolor. Lo mitiga un poco. Algún día les haremos pagar nuestro propio precio. Ya ha pasado.
CAPÍTULO 24 Salida de reconocimiento
La luz del sol que se filtraba por los postigos despertó a Mat. Durante un momento, siguió acostado, frunciendo el entrecejo. No había trazado ningún plan para escapar de Tar Valon antes de que el sueño lo venciera, pero tampoco había renunciado a ello. Pese a que la mayoría de los recuerdos se escondían bajo una espesa niebla, pensaba porfiar en su intención de marcharse. Entraron dos criadas cargadas con agua caliente y una bandeja llena de comida y, entre risas, alabaron su buen aspecto y pronosticaron su pronta recuperación si seguía las instrucciones de la Aes Sedai. Él les respondió concisamente, tratando de disimular la amargura que sentía. «Es mejor que piensen que voy a seguirles la corriente.» Las tripas le gruñeron, reaccionando al olor que desprendía la bandeja.
De nuevo solo, se levantó de la cama, se llevó una loncha de jamón a la boca y llenó la palangana de agua para lavarse y afeitarse. Al verse en el espejo del aguamanil, paró de enjabonarse la cara. Era cierto que tenía mejor aspecto.
Aunque aún tenía las mejillas hundidas, sus pómulos no se veían ya tan prominentes. Las ojeras habían desaparecido y sus ojos no parecían tan encajados en la cabeza. Era como si cada bocado que había engullido la noche anterior se hubiera aplicado a acolcharle los huesos. Sentía, incluso, un renovado vigor.
—A este paso —murmuró—, me habré marchado antes de lo que sospechan.
Volvió a sorprenderse cuando, después de afeitarse, dio cuenta de la totalidad del jamón, nabos y peras que le habían servido.
Estaba seguro de que esperaban de él que volviera a acostarse después de comer, pero en lugar de ello se vistió. Ya calzado, lanzó una ojeada a las mudas de repuesto y resolvió dejarlas allí por el momento. «Primero debo concretar lo que haré. Y si he de irme sin ellas…» Se guardó los cubiletes con los dados en el bolsillo, convencido de que ellos le proporcionarían toda la ropa que necesitase.
Abrió la puerta y se asomó al pasillo. Las puertas con paneles de pálida y dorada madera se sucedían, interrumpidas por abigarrados tapices, y el suelo de blancas baldosas estaba cubierto por una larga alfombra azul. No había nadie vigilando. Se puso la capa al hombro y se precipitó afuera. Ahora sólo tenía que encontrar la salida.
Tuvo que recorrer varias escaleras, pasadizos y patios hasta localizar lo que buscaba, una puerta que diera al exterior, y en el camino vio a varias personas: criadas y novicias vestidas de blanco que acudían a sus quehaceres, con diligencia más marcada incluso en las jóvenes estudiantes que en la servidumbre; unos cuantos hombres toscamente vestidos transportando arcones y objetos pesados; Aceptadas ataviadas con sus característicos vestidos con cenefas. Incluso unas pocas Aes Sedai.
Las Aes Sedai, absortas en sus pensamientos, no parecieron reparar en él al pasar por su lado o, cuando mucho, le dedicaron únicamente una somera mirada. Él llevaba ropas de campesino, pero de calidad; no tenía aspecto de vagabundo, y la presencia de los criados indicaba que los hombres no tenían prohibida la entrada en aquella parte de la Torre. Sospechó que tal vez lo tomaban por un criado, cosa que no le importaba siempre y cuando no le pidieran que cargara nada.
El hecho de que ninguna de las mujeres que vio fuera Egwene o Nynaeve le hizo experimentar cierto pesar. Hasta le habría alegrado encontrar a Elayne. «Es una chica bonita, aunque la mitad de las veces sea muy estirada. Y ella me diría dónde puedo localizar a Egwene y a la Zahorí. No puedo irme sin despedirme de ellas. Luz, espero que no vayan a denunciarme simplemente porque estudien para convertirse ellas mismas en Aes Sedai. ¡Diantre! Ellas no me harían eso. De todas formas, me arriesgaré.»
Pero, una vez que se halló en el exterior, bajo un brillante cielo sólo enturbiado por unas cuantas nubes blancas, se olvidó de las mujeres. Estaba en un extenso patio enlosado con una fuente de piedra en el centro y un cuartel de piedra gris en el extremo opuesto que, entre los árboles que crecían en los cercos no pavimentados, parecía un enorme canto rodado. Delante del largo y bajo edificio había sentados varios guardias en mangas de camisa, engrasando armas, armaduras y arneses. Aquél era el tipo de persona que le convenía en ese momento.
Cruzó pausadamente el patio y se puso a observar a los soldados como si no tuviera nada mejor que hacer. Mientras trabajaban, éstos charlaban y reían igual que los hombres después de la cosecha. De cuando en cuando uno de ellos miraba con curiosidad a Mat, que se paseaba entre ellos, pero ninguno puso en entredicho su derecho a hallarse allí. De tanto en tanto formulaba con aire despreocupado una pregunta. Por fin obtuvo la respuesta que buscaba.
—¿Un guardia de los puentes? —dijo con marcado acento illiano un fornido hombre moreno que tan sólo debía de tener cinco años más que Mat. Pese a su juventud, tenía surcada la mejilla por una blanca cicatriz, y las manos que engrasaban su espada se movían con familiaridad y competencia. Miró con ojos entornados a Mat antes de reanudar su tarea—. Yo estoy destacado en los puentes, y esta tarde vuelvo a estar de guardia allí. ¿Por qué lo preguntas?
—Solamente quería saber en qué condiciones está la otra orilla del río. — «Tampoco me vendrá mal saberlo»—. ¿Está bien el terreno para viajar? No debe de estar fangoso, a menos que haya caído más lluvia de la que creo.
—¿Qué orilla del río? —inquirió plácidamente el guardia, sin apartar la vista del aceitoso paño con que frotaba su arma.
—Eh… la del este.
—No hay barro, pero sí Capas Blancas. —El hombre se inclinó a un lado para escupir, pero no alteró el tono de voz—. Los Capas Blancas están husmeando en todos los pueblos en un radio de más de diez kilómetros. Aún no han herido a nadie, pero importunan a la gente. Que la Fortuna me clave su aguijón si lo que pretenden no es provocarnos, pues buena pinta tienen de querer atacarnos si pudieran. No es bueno encontrarse con ellos de viaje.
—¿Y el lado oeste?
—Lo mismo. —El guardia alzó la vista hacia Mat—. Pero tú no vas a cruzar, chico, ni a la ribera del este ni a la del oeste. Que la Fortuna me abandone si tú no te llamas Matrim Cauthon. Anoche una hermana en persona vino al puente donde montaba guardia y nos describió minuciosamente tu aspecto hasta que todos pudimos repetirle de memoria tus rasgos. Un huésped, dijo, al que no se debía causar ningún daño. Pero al que no se debía permitir tampoco salir de la ciudad, ni aunque tenga que atarte de manos y pies para impedírtelo. —Entrecerró los ojos—. ¿Acaso les has robado algo? — preguntó dubitativamente—. No tienes la misma pinta que la gente a la que suelen alojar las hermanas.
—¡Yo no he robado! —repuso, indignado, Mat. «Demonios, ni siquiera he tenido ocasión de pasar inadvertido. Deben de conocerme todos»—. ¡No soy un ladrón!
—No, no es eso lo que percibo en tu cara. No eres un ratero. Pero tienes el mismo aire que el tipo que intentó venderme el Cuerno de Valere hace tres días. Eso aseguraba que era, todo retorcido y abollado como estaba. ¿Tienes tú un Cuerno de Valere que vender? ¿O tal vez sea la espada del Dragón?
Mat se sobresaltó ante la mención del Cuerno, pero consiguió mantener la calma en la voz.
—Estaba enfermo. —Ahora también lo miraban otros guardias. «Luz, ahora ya saben todos que no pueden dejarme marchar.» Lanzó una carcajada forzada—. Las hermanas me curaron. —Hizo votos por que lo creyeran. «Sólo un hombre al que curaron. Nada más. No hay razón para que forméis más cábalas acerca de él.»
—Aún te quedan trazas de la enfermedad en la cara —convino el illiano—. Quizá sea ésa la razón. Pero nunca oí que se esforzaran tanto por retener a un hombre enfermo en la ciudad.
—Ésa es la razón —aseguró fervientemente Mat, consciente de que todas las miradas se centraban en él—. Bien, he de irme. Me han dicho que debo dar paseos. Largos paseos, para cobrar fuerzas.
Se alejó, ceñudo, sintiendo cómo lo seguían sus miradas. Él sólo pretendía averiguar hasta qué punto habían propagado su descripción. Si únicamente la hubieran transmitido a los oficiales a cargo de los puentes, habría tenido una posibilidad de escabullirse. Siempre había sido hábil para entrar y salir a escondidas de los sitios. Era un talento que se adquiría cuando la madre de uno siempre sospechaba que haría una diablura y tenía además cuatro hermanas para delatarlo. «Y ahora he dejado constancia de mi aspecto delante de medio cuartel de guardias. ¡Rayos, truenos y relámpagos!»
Gran parte del recinto