¡Luz! ¡Rand!» Se encaminó a la puerta.
—¿Qué podéis hacer vos, madre? —gritó Beldeine—. ¿Qué podéis hacer? —Era imposible discernir si se refería a Rand o a sí misma.
—Más de lo que nadie sospecha —repuso Egwene—. Yo no he empuñado jamás la Vara Juratoria, Beldeine. —La exclamación de asombro de Beldeine le llegó hasta el pasillo.
La memoria aún jugaba al escondite con ella. Sabía que ninguna mujer accedía al chal y al anillo sin prestar los Tres Juramentos asiendo firmemente en una mano la Vara Juratoria, el ter’angreal que la vinculaba a su cumplimiento de un modo tan ineludible como si se los hubieran grabado en los huesos al nacer. Ninguna mujer accedía a la condición de Aes Sedai sin someterse a ellos y, sin embargo, tenía la seguridad de que, de algún modo inexplicable, ella había soslayado tal requisito.
Sus zapatos martilleaban velozmente el suelo. Ahora sabía al menos por qué estaban vacíos los corredores. Todas las Aes Sedai, con excepción tal vez de aquellas que había dejado en el almacén, todas las Aceptadas, todas las novicias, incluso todos los criados, estarían congregados en el Patio de los Traidores, siguiendo la costumbre, para presenciar la puesta en práctica de la voluntad de Tar Valon.
Y los Guardianes debían de permanecer cerca del patio en previsión de que alguien pudiera intentar liberar al hombre que iban a amansar. Los restos de los ejércitos de Guaire Amalasan lo habían intentado, al final del período que algunos conocían con el nombre de Guerra del Segundo Dragón, justo antes de que el creciente poderío de Artur Hawkwing hubiera dado a Tar Valon otros motivos de preocupación, como también lo habían intentado, muchos años antes, los seguidores de Raolin Perdición del Oscuro. Era incapaz de recordar si Rand tenía o no seguidores, pero los Guardianes guardaban memoria de tales tentativas y estaban prevenidos contra ellas.
Si realmente Elaida, o cualquier otra, llevaba puesta la estola de la Amyrlin, era probable que los Guardianes no la admitieran en el Patio de los Traidores. Sabía que tenía posibilidad de abrirse paso a la fuerza. Habría de actuar rápidamente, pues de nada serviría su esfuerzo si amansaban a Rand mientras ella aún estaba paralizando Guardianes con Aire. Incluso los Guardianes sucumbirían si les arrojaba relámpagos y fuego compacto y socavaba el suelo bajo sus pies. «¿Fuego compacto?», se preguntó. Tampoco serviría de nada que echara a perder el poder de Tar Valon para salvar a Rand. Debía salvarlos a ambos.
A poca distancia del Patio de los Traidores, inició un ascenso por escaleras y rampas cada vez más angostas hasta llegar a una trampilla que daba al inclinado tejado casi blanco del remate de una torre. Desde allí, más allá de tejados y torres, divisaba la vasta oquedad del Patio de los Traidores.
La multitud se apiñaba en el patio, dejando sólo un espacio despejado en el centro. La gente abarrotaba las ventanas, balcones e incluso tejados circundantes, pero desde su posición distinguía, diminuto en la distancia, al hombre que se tambaleaba encadenado en el círculo libre que dejaba el gentío. Rand. Lo rodeaban doce Aes Sedai y plantada frente a él había otra mujer, que sin duda llevaba la estola de siete colores, pese a que Egwene no alcanzaba a distinguirla. «Elaida.» Las palabras que debía de estar pronunciando se filtraron, insidiosas, en la cabeza de Egwene.
«Este hombre, dejado de la mano de la Luz, ha entrado en contacto con el Saidin, la mitad masculina de la Fuente Verdadera. En consecuencia, nosotros lo tenemos preso. Este hombre ha cometido el abominable delito de encauzar el Poder Único, sabiendo que el Saidin está contaminado por el Oscuro, contaminado por el orgullo de los hombres, contaminado por el pecado de los hombres. En consecuencia, nosotros lo hemos encadenado.»
Egwene ahuyentó enérgicamente de la mente el resto del discurso. «Trece Aes Sedai. Doce hermanas y la Amyrlin, el número de personas que participan tradicionalmente en un amansamiento. El mismo número que para…» Desechó, asimismo, tal línea de pensamiento. No tenía tiempo que perder; debía hallar la manera de modificar el curso de los acontecimientos.
Consideró factible levantarlo con Aire desde aquella distancia. Sacarlo del círculo de Aes Sedai y llevarlo flotando hasta ella. Era una posibilidad. Aun cuando reuniera la fuerza necesaria, aun cuando no lo dejara caer, causándole la muerte, sería un proceso lento durante el cual él sería un blanco fácil para las flechas de los arqueros, y el brillo del Saidar delataría su posición para toda Aes Sedai que dirigiera la mirada en esa dirección. Y a todo Myrddraal, también.
—Luz —murmuró—, no existe otro medio para no desencadenar una guerra dentro de la Torre Blanca. Y con esta actuación es probable que provoque una de todas formas. —Concentró el Poder, separó sus cúmulos, canalizó los flujos.
«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.»
Hacía tanto tiempo que no escuchaba esas palabras que, al oírlas, se sobresaltó, resbaló por el liso tejado y se detuvo justo en el alero. El suelo se encontraba a ochenta metros bajo ella.
Miró atrás y allí, encima de la torre, inclinado para asentar sus bordes en las inclinadas tejas, se alzaba un arco plateado henchido de brillante luz. La imagen tembló, y unos fogonazos verdes y amarillos surcaron su blanca luz.
«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.»
La arcada perdió consistencia hasta volverse transparente y luego recobró su solidez.
Egwene observó febrilmente el Patio de los Traidores. Había de tener tiempo. Había de tenerlo. Solamente necesitaba unos minutos, diez tal vez, y suerte.
En su cabeza se filtraban palabras que, a diferencia de la inmaterial e inidentificable voz que le advertía que conservara la firmeza, tenían timbres femeninos que despertaban un asomo de reconocimiento en ella.
«… no podemos aguantar mucho más. Si no sale ahora…»
«¡Resistid! ¡Resistid, os ordeno, o si no os destriparé como esturiones a todas!»
«… perdiendo el control, madre. No podemos…» Las voces se redujeron a un murmullo que dejó paso al silencio, pero la voz desconocida habló de nuevo.
«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.»
«Hay que pagar un precio para ser Aes Sedai.»
«El Ajah Negro espera.» Con un grito de rabia, sumida en un abismo de pérdida, Egwene se arrojó al arco, ocupado ahora por un tenue resplandor como enturbiado por la calima, casi deseosa de errar el impulso y precipitarse al vacío.
La luz la desgarró fibra a fibra, rebanó las fibras hasta reducirlas a hilos que luego dividió en insustanciales volutas. Todo se desgajó interminablemente con la luz.
CAPÍTULO 23 Ligada
La luz la desgajó fibra a fibra, rebanó las fibras hasta reducirlas a hebras que se diseminaron, abrasándose. Flotaron, consumiéndose interminablemente. Sin fin. Egwene salió del arco de plata rígida y fría a causa de la ira. Ella misma le abría las puertas a la rabia para mitigar la quemazón del recuerdo. Su cuerpo guardaba memoria de haberse quemado, pero la huella dejada por otro ardor era más profunda. Su furia era fría como la muerte.
—¿Eso es todo cuanto me depara el destino? —preguntó—. ¿Abandonarlo una y otra vez? ¿Traicionarlo y dejarlo a merced de su suerte una y otra vez? ¿Es eso lo que me cabe esperar?
De improviso advirtió la insólita tensión que se respiraba en torno a ella. La Amyrlin estaba presente ahora, tal como le habían dicho, así como una hermana de cada Ajah ataviada con su correspondiente chal, pero todas la observaban con ademán preocupado. Había dos Aes Sedai sentadas con rostros sudorosos en cada una de las junturas del ter’angreal. Éste zumbaba, vibraba casi, y en la blanca luz que relucía en los arcos destellaban unas rayas de vivos colores.
El brillo del Saidar envolvió brevemente a Sheriam cuando aplicó la mano en la cabeza de Egwene. Ésta sintió un nuevo escalofrío.
—Está bien —dictaminó con evidente alivio la Maestra de las Novicias—. No ha sufrido daños —agregó con una nota de sorpresa.
Las otras Aes Sedai que tenía delante parecieron relajarse. Elaida espiró el aliento contenido y luego fue a buscar el último cáliz. Únicamente las mujeres que circundaban el ter’angreal prolongaron su estado de tensión. Aunque se había mitigado el zumbido y la luz parpadeaba, iniciando la fase que lo llevaría a la inactividad, aquellas Aes Sedai daban la impresión de luchar denodadamente para controlarlo.
—¿Qué…? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Egwene.
—Silencio —indicó Sheriam con tono indulgente—. Por ahora, debes guardar silencio. Estás bien, eso es lo más importante, y hemos de concluir la ceremonia.
Elaida regresó, casi a la carrera, y entregó el cáliz de plata a la Amyrlin. Egwene titubeó un instante antes de arrodillarse. «¿Qué ha pasado?»
La Amyrlin vació lentamente el contenido de la copa sobre la cabeza de Egwene.
—Quedas limpia de Egwene al’Vere del Campo de Emond. Quedas limpia de todo lazo que te vincula al mundo. Acudes a nosotras pura, en cuerpo y alma. Eres Egwene al’Vere, Aceptada de la Torre Blanca. —La última gota se estrelló en el pelo de Egwene—. Ahora estás ligada a nosotras.
Las últimas palabras parecían tener un significado especial, transmitir un mensaje que sólo incumbía a Egwene y la Amyrlin. La Amyrlin dejó el cáliz al cuidado de una de las Aes Sedai y sacó un anillo de oro con la forma de una serpiente mordiéndose la cola. Egwene tembló involuntariamente al levantar la mano izquierda, y un nuevo temblor volvió a agitarla cuando la Amyrlin deslizó la sortija con la Gran Serpiente en el tercer dedo. Cuando fuera Aes Sedai, podría llevar el anillo en cualquier dedo, o no llevarlo si era necesario ocultar su condición, pero como Aceptada debía llevarlo allí.
La Amyrlin la invitó a ponerse en pie.
—Bienvenida, hija —dijo, besándole las mejillas—. Bienvenida. —Luego dio un paso atrás, la examinó atentamente y se dirigió a Sheriam—. Ocupaos de secarla y darle ropa y luego cercioraos de que se encuentra bien. Sin margen de duda, que quede claro.
—Estoy segura, madre —aseveró, sorprendida, Sheriam—. Habéis visto cómo la he sondeado.
La Amyrlin emitió un gruñido y clavó la mirada en el ter’angreal.
—Pienso investigar la causa de la anomalía de esta noche.
Sus pasos siguieron la dirección de su furibunda mirada, provocando un enérgico revuelo en su falda, y la mayoría de las Aes Sedai se reunieron con ella en torno al ter’angreal, ahora una mera estructura de arcos de plata asentados en un anillo.
—La madre está preocupada por ti —comentó Sheriam, llevándola a un lado, donde había un par de gruesas toallas para secarla.
—¿Está fundada su inquietud? —inquirió Egwene. «La Amyrlin no quiere que le pase nada a su sabueso hasta que haya abatido el venado.»
Sheriam se limitó a fruncir el entrecejo y aguardó a que Egwene se hubiera secado para entregarle un vestido blanco con una cenefa de siete colores en el borde.
Al ponérselo, se sintió decepcionada. Era una Aceptada, con el anillo en el dedo y la abigarrada franja en el vestido. «¿Por qué no noto ninguna diferencia?»
Elaida se acercó cargando en los brazos la ropa de novicia de Egwene, su cinturón y su bolsa. Y los papeles que Verin le había dado. En manos de Elaida.
Egwene se refrenó para no quitárselos de las manos.
—Gracias, Aes Sedai.
Intentó mirar con disimulo los papeles, pero no pudo dilucidar si alguien los había tocado. El fajo seguía sujeto con la cuerda. «¿Cómo iba a saber si los ha leído todos?» Bajo el vestido de novicia palpó la bolsa y notó el peculiar contorno del anillo, del ter’angreal. «Al menos sigue adentro. Luz, podría habérmelo quitado, y la verdad es que no sé si me