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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 50
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los Sellos. La Llama de Tar Valon. La Sede Amyrlin. Hela aquí.

En la plataforma se levantaron, provocando un roce de faldas, numerosas mujeres ataviadas con chal. En total había veintiuna sillas distribuidas en grupos de tres, cada uno de los cuales estaba pintado y tapizado con el mismo color que los flecos de los chales de las mujeres erguidas ante ellos.

«La Antecámara de la Torre», pensó Egwene mientras se encaminaba a su asiento, la silla de la Sede Amyrlin. «No es más que eso. La Antecámara de la Torre y las Asentadas de los Ajahs. He estado aquí miles de veces.» No recordaba, empero, ninguna de tales ocasiones. «¿Qué hago en la Antecámara de la Torre? Luz, me desollarán viva cuando descubran…» Ignoraba qué era lo que iban a descubrir; sólo sabía que rogaba porque ello no ocurriera.

«El camino de retorno sólo aparecerá…»

«El camino de retorno sólo…»

«El camino…» «El Ajah Negro espera.» Aquél, al menos, era un enunciado íntegro. Le llegaba de todos los rincones. ¿Por qué nadie más parecía oírlo?

Al instalarse en la silla de la Sede Amyrlin, la silla que era también la Sede Amyrlin, cayó en la cuenta de que no tenía ni idea de qué haría después. Las otras Aes Sedai habían tomado asiento en el mismo momento que ella, todas a excepción de Beldeine, que permaneció de pie a su lado con la vara, tragando saliva con nerviosismo. Todas parecían aguardar una indicación suya.

—Comenzad —señaló finalmente.

Aquella palabra bastó, al parecer, para dar curso a la sesión. Una de las Asentadas Rojas se puso en pie, y Egwene reconoció con estupor a Elaida. Pese a ello, sabía que Elaida era la portavoz de las Asentadas del Rojo, y su más encarnizada enemiga. La expresión que puso Elaida al mirarla produjo una conmoción en su interior. Era dura, fría… y triunfal. Prometía cosas en las que era preferible no pensar.

—Traedlo —ordenó con voz recia Elaida.

De una rampa, distinta de la que había utilizado Egwene, llegó el sonido de pasos hollando la piedra. Entraron una docena de Aes Sedai rodeando a tres hombres, dos de ellos fornidos guardias con las blancas lágrimas de Tar Valon bordadas en el pecho que tiraban de las cadenas con que tropezaba, como si estuviera aturdido, el tercero.

Egwene se inclinó espasmódicamente en la silla. El hombre encadenado era Rand. Con los ojos entrecerrados y la cabeza gacha, parecía casi dormido y sólo se movía según la dirección que le marcaban las cadenas.

—Este hombre —declaró Elaida— se ha declarado el Dragón Renacido. —Se produjo un murmullo que no evidenciaba sorpresa por parte de los oyentes, sino desagrado por tener que escuchar aquello—. Este hombre ha encauzado el Poder Único.

—El murmullo incrementó su intensidad, preñado ahora también de miedo—. No existe más que un castigo para esto, reconocido en todas las naciones, pero dictado solamente aquí, en Tar Valon, en la Antecámara de la Torre. Solicito de la Amyrlin que pronuncie la sentencia de amansar a este hombre.

Elaida miró con ojos relucientes a Egwene. «Rand. ¿Qué hago? Luz, ¿qué hago?» —¿Por qué dudáis? —preguntó Elaida—. La sentencia establecida se ha repetido durante tres mil años. ¿Por qué vaciláis, Egwene al’Vere?

—¡Una actitud vergonzosa la vuestra, Elaida! —exclamó airadamente una de las Asentadas Verdes, poniéndose en pie—. ¡Mostrad respeto por la Sede Amyrlin! ¡Mostrad respeto por la madre!

—El respeto —replicó con frialdad Elaida— puede perderse igual que se gana. ¿Bien, Egwene? ¿Podría ser que por fin demostréis vuestra debilidad, vuestra incapacidad para el cargo? ¿Es posible que no vayáis a pronunciar la sentencia contra este hombre?

Rand trató de levantar la cabeza y no lo logró.

Egwene se puso trabajosamente en pie, aquejada de vértigo, tratando de recordar que ella era la Sede Amyrlin y todas aquellas mujeres estaban sujetas a su autoridad, tratando de gritar que ella era una novicia, que aquél no era su sitio, que se había producido un espantoso error.

—No —dijo entrecortadamente—. No, ¡no puedo! No voy a…

—¡Se delata a sí misma! —El grito de Elaida ahogó su intento de hablar—. ¡Se condena con sus propias palabras! ¡Apresadla!

Cuando Egwene abrió la boca, Beldeine se movió a su lado. Luego la vara de la Guardiana le golpeó la cabeza.

La engulló la oscuridad.

Primero tomó conciencia de su dolor de cabeza. Su espalda reposaba en una superficie dura y fría. Después percibió las voces. Murmullos.

—¿Sigue inconsciente? —Era una voz rasposa, como de lima aserrando un hueso.

—No os preocupéis —respondió desde muy lejos una mujer cuya voz traicionaba una inquietud y un miedo que intentaba disimular—. Nos ocuparemos de ella antes de que se dé cuenta de nada. Después será nuestra y haremos lo que queramos de ella. Tal vez os la entreguemos para que os divirtáis.

—Después de haberla utilizado para vuestros fines.

—Desde luego.

Las distantes voces se alejaron más. Se rozó la pierna con la mano y notó el tacto de la piel erizada. Abrió levemente los ojos. Estaba desnuda, magullada, acostada sobre una tosca mesa de madera, en una habitación que tenía aspecto de ser un almacén caído en desuso. Las astillas se le clavaban en la espalda, y la boca le sabía a sangre.

En uno de los costados de la habitación se arracimaba un grupo de Aes Sedai que conversaban en voz baja y a un tiempo cargada de intensidad. El dolor de cabeza le entorpecía el pensamiento, pero le pareció que era importante contarlas. Trece.

A las Aes Sedai se sumó otro grupo de hombres encapuchados enfundados en negras capas, y las mujeres dieron la impresión de tratar de dominar el temor que les producía su presencia. Uno de los hombres volvió la cabeza para mirar en dirección a la mesa. La pálida cara de muerto enmarcada en la capucha carecía de ojos.

Egwene desdeñó contar a los Myrddraal. Sabía cuántos eran: trece Myrddraal y trece Aes Sedai. Al instante, en su garganta brotó un alarido de terror. Sin embargo, entre el pánico que amenazaba con quebrarle los huesos, apeló a la Fuente Verdadera y se aferró desesperadamente al Saidar.

—¡Está despierta! —¡No es posible!

—¡Escudadla! ¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Cortadle el contacto con la Fuente!

—¡Demasiado tarde! ¡Es demasiado fuerte!

—¡Cogedla! ¡Rápido! Varias manos se tendieron hacia sus brazos y piernas. Manos horripilantemente pálidas como gusanos escondidos bajo las rocas, secundando las órdenes de unas mentes encajadas tras pálidos rostros carentes de ojos. Sabía que, si esas manos la tocaban, se volvería loca. El Poder ocupó su ser.

De la piel de los Myrddraal surgieron estallidos de llamas que rasgaron las negras telas como si fueran sólidas dagas de fuego. Los Semihombres se encrespaban y, chillando, ardían como papel engrasado. De las paredes se desprendían bloques de piedras como puños que surcaban velozmente la habitación y arrancaban, al descargarse en la carne, alaridos y gruñidos. El aire se agitaba, se desplazaba, aullaba convertido en torbellino.

Dolorida, Egwene se levantó lentamente de la mesa. El viento le azotó el pelo y le hizo perder el equilibrio, pero ella continuó avivándolo en su tambaleante trayecto hasta la puerta. Delante de ella había una Aes Sedai, una mujer magullada y ensangrentada, rodeada por la aureola del Poder. Una mujer que tenía plasmada la muerte en los oscuros ojos.

Egwene adjudicó un nombre a su rostro: Gyldan. La más estrecha confidente de Elaida, con quien siempre cuchicheaba en los rincones y se reunía en privado de noche. Egwene apretó la mandíbula y, desdeñando piedras y viento, le propinó entre los ojos el puñetazo más violento de que fue capaz. La hermana Roja —la hermana Negra— se vino abajo como si se le hubieran derretido los huesos.

Frotándose los nudillos, Egwene salió con paso inseguro al corredor. «Gracias, Perrin —pensó—, por enseñarme cómo hacerlo. Aunque no me advertiste el daño que hace.»

Tras cerrar la puerta luchando contra el viento, encauzó de nuevo. Las piedras que había alrededor del umbral se estremecieron, crujieron y se posaron junto a la madera. Aquello no los retendría mucho rato, pero valía la pena utilizar cualquier procedimiento que postergara su persecución aunque sólo fuera un minuto. Los minutos podían ser cuestión de vida o muerte. Haciendo acopio de fuerzas, venció la debilidad y rompió a correr. Sus pasos eran vacilantes, pero corría.

Debía conseguir ropa, resolvió. Una mujer vestida tenía más autoridad que la misma mujer desnuda, e iba a necesitar cada onza de autoridad que pudiera reunir. Irían a buscarla primero a sus habitaciones, pero tenía un vestido y zapatos de recambio en el estudio —y otra estola—, y éste no se hallaba lejos.

Era turbador recorrer al trote aquellos pasillos vacíos. Aunque la Torre Blanca ya no albergaba tantas personas como antes, siempre solía transitar alguien por ellos. El único ruido que oía era el repiqueteo de sus plantas desnudas en las baldosas.

Cruzó presurosamente la antesala de su estudio y se introdujo en él. Por fin encontraba a alguien. Beldeine estaba sentada en el suelo, con la cabeza hundida entre las manos, sollozando.

Egwene se paró cautelosamente cuando Beldeine enfocó en ella sus enrojecidos ojos y no bajó la guardia pese a advertir que el nimbo del Saidar no rodeaba a la Guardiana. Su confianza era grande, no obstante, pues aunque no percibía su propia aureola, sentía la potente marea de Poder que palpitaba en ella y su fuerza se acrecentaba con el secreto que albergaba.

—He tenido que hacerlo —adujo Beldeine, secándose con la mano las lágrimas que rodaban por sus mejillas—. Debéis comprenderlo. Debía hacerlo. Me…, me… — Aspiró entrecortadamente y tomó nuevo impulso—. Hace tres noches me sorprendieron mientras dormía y me neutralizaron. —Su voz adquirió el tono agudo de un chillido—. ¡Me neutralizaron! ¡Ya no puedo encauzar!

—Luz —musitó Egwene, sintiendo un tibio estupor que amortiguaba el fluir del Saidar—. La Luz nos asista y nos dé consuelo, hija mía. ¿Por qué no me lo dijisteis? Habría… —Dejó inconclusa la frase, consciente de que no había nada que hacer.

—¿Qué habríais hecho? ¿Qué? ¡Nada! No podéis hacer nada. Pero ellas dijeron que podían devolvérmelo, con el poder de…, el poder del Oscuro. —Cerró fuertemente los ojos, a cuyas comisuras seguían afluyendo las lágrimas—. Me hirieron, madre, y me obligaron a… ¡Oh, Luz, qué daño me hicieron! Elaida me prometió que me devolverían la integridad, la facultad para encauzar de nuevo, y yo obedecí. ¡Por eso… he tenido que hacerlo!

—Así que Elaida es del Ajah Negro —constató con ferocidad Egwene. Junto a la pared había un estrecho armario en el que guardaba un vestido verde para las ocasiones en que no tenía tiempo para regresar a sus aposentos. Junto a él había colgada una estola rayada. Comenzó a vestirse apresuradamente—. ¿Qué le han hecho a Rand? ¿Adónde lo han llevado? ¡Responde, Beldeine! ¿Dónde está Rand al’Thor?

Beldeine se acurrucó, con labios temblorosos y la desolación pintada en el rostro, pero al fin reunió el coraje para contestar.

—En el Patio de los Traidores, madre. Lo han llevado al Patio de los Traidores.

Egwene se estremeció con violencia, de miedo y de rabia. Elaida no había aguardado ni siquiera una hora. El Patio de los Traidores únicamente se utilizaba para tres cometidos: ejecuciones, la neutralización de una Aes Sedai y el amansamiento de un hombre con potencial para encauzar. Para los tres casos se requería una orden de la Sede Amyrlin. «¿Y quién lleva entonces la estola allí?» Elaida, estaba segura. «¿Pero cómo ha conseguido que la acepten con tanta rapidez, sin que me hayan juzgado y sentenciado a mí? No puede haber otra Amyrlin hasta que me hayan despojado de la estola y el bastón. Y no les resultará fácil lograrlo.

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