Caemlyn. Ella no podía hacer nada por los muertos.
Se coló forcejeando por un angosto boquete y se halló en una habitación medio enterrada por el techo caído. Rand yacía atrapado, con una viga sobre el pecho y las piernas tapadas por los bloques de piedra que llenaban la estancia. Tenía la cara cubierta por una capa de sudor y polvo. Al acercarse, abrió los ojos.
—Has vuelto. —Hablaba con esfuerzo, con voz carrasposa—. Temía que… Da igual. Tienes que ayudarme.
Se dejó caer con cansancio en el suelo.
—Podría levantar fácilmente esa viga con Aire, pero, en cuanto la mueva, se nos vendrá encima el resto. No puedo dominarlo todo, Rand.
Él lanzó unas amargas y apenadas carcajadas que cesaron casi al instante. En su rostro resbalaba, renovado, el sudor, y al hablar pareció redoblar su dolor.
—Yo mismo podría mover la viga. Lo sé. Y también todas las piedras de arriba.
Pero para ello debo soltar las riendas de mi ser, y no puedo fiarme. No puedo fiarme… —Calló, pugnando por recobrar aliento.
—No lo entiendo —dijo ella—. ¿Soltar las riendas de tu ser? ¿Qué es de lo que no puedes fiarte? —«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.» Se frotó vigorosamente los oídos con las manos. —La locura, Egwene. Estoy… manteniéndola… efectivamente… a raya. —Su jadeante risa le puso los pelos de punta—. Pero para conseguirlo he de ponerlo todo en juego. Si me relajo, aunque sólo sea un instante, la locura se apoderará de mí y entonces ya no seré dueño de mis actos. Tienes que ayudarme.
—¡Cómo, Rand! Lo he intentado todo. Dime cómo, y lo haré.
Él dejó caer pesadamente la mano a escasa distancia del arma que reposaba, desenfundada, en el polvo. —La daga —susurró. Tras un penoso viaje de retorno su mano volvió a posarse en su pecho—. Aquí, en el corazón. Mátame.
Los miró con ojos desorbitados a él y a la daga, como si ambos fueran serpientes venenosas.
—¡No! Rand, no lo haré. ¡No puedo! ¿Cómo puedes pedirme algo así?
Lentamente, su brazo se arrastró de nuevo hacia el arma y, una vez más, sus dedos no lograron alcanzarla. Porfió, gimiendo, y la rozó. Antes de que pudiera realizar un nuevo intento, ella la apartó de un puntapié. Rand se derrumbó con un sollozo. —Dime por qué —le preguntó—. ¿Por qué quieres pedirme que… te asesine? Yo te curaré, haré cualquier cosa por sacarte de aquí, pero no puedo matarte. ¿Por qué?
—Pueden utilizarme, Egwene. —Su respiración era tan trabajosa que ella lamentó no poder llorar—. Si me apresan… los Myrddraal…, los Señores del Espanto… pueden obligarme a militar en las filas de la Sombra. Si sucumbo a la enajenación, no podré luchar contra ellos. No sabré lo que hacen hasta que ya sea demasiado tarde. Si queda el más mínimo hálito de vida en mí cuando me encuentren, podrán hacerlo. Por favor, Egwene. Por el amor de la Luz. Mátame.
—No…, no puedo, Rand. ¡La Luz me asista, no puedo! «El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.»
Miró por encima del hombro y en el espacio que dejaban libre los escombros vio un arco plateado lleno de luz blanca.
—Egwene, ayúdame. «Ten firmeza.»
Se puso en pie y dio un paso hacia la arcada. Ésta se erguía justo delante de ella. Un paso más y… —Te lo suplico, Egwene. Socórreme. Yo no llego. ¡Por el amor de la Luz, Egwene, ayúdame!
—No puedo matarte —susurró—. No puedo. Perdóname. —Siguió avanzando. —¡AYÚDAME, EGWENE!
La luz la abrasó.
Salió tambaleante del arco, sin advertir su desnudez. La recorrió un escalofrío y se tapó la boca con las dos manos. —No podía, Rand —susurró—. No podía. Perdóname, por favor. —«La Luz lo asista. Por compasión, Luz, ayuda a Rand.»
Un chorro de agua fría le bañó la cabeza.
—Quedas limpia del falso orgullo —declaró Elaida—. Quedas limpia de falsas ambiciones. Acudes a nosotras purificada en cuerpo y alma.
Cuando la hermana Roja se volvió, Sheriam tomó suavemente a Egwene por los hombros y la guió en dirección al último arco.
—Otro más, hija. Otro más, y habrá acabado. —Ha dicho que podían incorporarlo a las filas de la Sombra —murmuró Egwene—. Ha dicho que los Myrddraal y los Señores del Espanto podían obligarlo.
Sheriam dio un traspié y lanzó una ojeada en derredor. Elaida casi había llegado a la mesa, y las Aes Sedai que rodeaban el ter’angreal lo miraban fijamente, al parecer ajenas a todo lo demás.
—Una cuestión bien desagradable, hija —comentó finalmente Sheriam—. Vamos. Otro más.
—¿Pueden hacerlo? —insistió Egwene.
—Seguimos la costumbre —explicó Sheriam— de no hablar de lo que ocurre dentro del ter’angreal. Los temores de una mujer le incumben sólo a ella.
—¿Pueden hacerlo?
Sheriam suspiró, volvió a lanzar una ojeada a las otras Aes Sedai y luego bajó la voz y habló velozmente.
—Esto es algo que solamente conocen unas cuantas personas, hija, incluso en la Torre. No deberías enterarte ahora, quizá nunca, pero te lo diré. La capacidad para encauzar implica… una debilidad. Haber aprendido a abrirnos a la Fuente Verdadera supone que… pueden abrirnos a otras cosas. —Egwene se estremeció—. Cálmate, hija. No es algo que se lleve a cabo fácilmente. Según la información de que dispongo, no se ha realizado…, ¡quiera la Luz que no se haya realizado!, desde la Guerra de los Trollocs. Para ello tuvieron que participar trece Señores del Espanto, Amigos Siniestros facultados para encauzar, aunando los flujos a través de trece Myrddraal. ¿Lo ves? No es algo fácil de hacer. Hoy en día no hay Señores del Espanto. Éste es un secreto celosamente guardado por la Torre, hija. Si otros lo supieran, no habría forma de convencerlos de que se encuentran a salvo. Únicamente alguien capaz de canalizar puede ser sometido de ese modo a la Sombra. Es la fragilidad de nuestra fuerza. El resto de la gente es tan inexpugnable como una fortaleza, y sólo sus propios actos y su voluntad pueden sojuzgarlos al servicio de la Sombra.
—Trece —constató Egwene con un hilo de voz—. El mismo número de Aes Sedai que abandonaron la Torre. Liandrin y doce más.
—Ése no es asunto del que debas ocuparte —indicó Sheriam con expresión severa—. Olvídalo. —Subió la voz hasta un volumen normal—. La tercera vez hace referencia al futuro. El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.
Egwene enfocó la vista en el reluciente arco, y su mirada se extravió tras él. «Liandrin y doce más. Trece Amigos Siniestros capaces de encauzar. La Luz nos asista a todos.» Penetró en la luz, y ésta la hinchió, relució a su través. La quemó hasta la médula, la abrasó hasta el alma. Brillaba incandescente en la luz. «¡Luz, ayúdame!» No había nada salvo la luz. Y el dolor.
Egwene se miró en el espejo de cuerpo entero, y a su sorpresa por la lisura atemporal de su rostro se sumó el asombro por la estola rayada que le pendía del cuello. La estola de la Sede Amyrlin.
«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.»
«Trece.»
Se tambaleó, se agarró al espejo y casi lo volcó en el suelo de baldosas azules de su vestidor. «Algo va mal», pensó. Aquel presentimiento no tenía nada que ver con el repentino mareo experimentado, o al menos no emanaba de él. Era otra cosa. Pero no tenía ni idea de qué.
A su lado había una Aes Sedai con los mismos prominentes pómulos de Sheriam pero con el pelo oscuro y ojos marrones que expresaban preocupación, y la estola de la Guardiana sobre los hombros. No se trataba, sin embargo, de Sheriam. Egwene no la había visto nunca; estaba segura de conocerla tanto como a sí misma. Titubeante, puso un nombre a aquella mujer. Beldeine.
—¿Os encontráis mal, madre?
«Lleva una estola verde. Eso significa que procede del Ajah Verde. La Guardiana siempre proviene del mismo Ajah en el que sirve la Amyrlin. De lo que se desprende que si yo soy la Amyrlin… ¿si?… entonces yo también era del Ajah Verde.» Aquella reflexión la dejó perpleja. No el hecho de que hubiera formado parte del Ajah Verde, sino que hubiera de deducirlo racionalmente. «Luz, qué extrañeza.»
«El camino de retorno sólo apa…» La voz calló en su cabeza, sustituida por un zumbido.
«Trece Amigos Siniestros.»
—Estoy bien, Beldeine —respondió Egwene, notando una sensación rara al pronunciar ese nombre; sentía como si llevara años repitiéndolo—. No debemos hacerlas esperar. —«¿Hacer esperar a quiénes?» Todo cuanto sabía era que experimentaba una infinita tristeza, una total renuencia a poner punto final a esa espera.
—Estarán impacientándose, madre.
En la voz de Beldeine se advertía una vacilación, como si experimentara la misma aprensión que Egwene, pero por diferentes motivos. A menos que Egwene errara en su percepción, bajo su aparente calma Beldeine estaba aterrorizada.
—En ese caso, será mejor que vayamos.
Beldeine asintió y luego respiró hondo antes de dirigirse a la puerta, junto a la cual estaba apoyada la vara indicativa de su rango, rematada con la nívea gota de la Llama Blanca de Tar Valon.
—Así lo creo, madre.
Tomó el bastón, abrió la puerta a Egwene y luego se apresuró a situarse a la cabeza de forma que compusieran una procesión de dos, la Guardiana de las Crónicas precediendo a la Sede Amyrlin.
Egwene apenas se fijó en los pasillos que transitaban. Toda su atención se centraba en su interior. «¿Qué me pasa? ¿Por qué no recuerdo nada? ¿Por qué los recuerdos que despuntan en mi mente parecen estar desubicados?» Tocó la estola de siete colores que le cubría los hombros. «¿Por qué tengo la sensación de ser aún una novicia?»
«El camino de retorno sólo aparecerá una…» En aquella ocasión la frase se interrumpió bruscamente.
«Trece del Ajah Negro.»
Dio un traspié. Aquél era un pensamiento aterrador, pero le heló la sangre de un modo que superaba los límites del miedo. Lo sentía como algo… personal. Tuvo deseos de gritar, de echar a correr y esconderse. Tenía la impresión de que la perseguían. «Tonterías. El Ajah Negro ha sido destruido.» Aquella idea también le pareció extravagante. Una parte de sí recordaba algo llamado la Gran Purga. La otra parte estaba convencida de que tal cosa no se había producido.
Con la mirada clavada al frente, Beldeine no había advertido su paso vacilante. Egwene hubo de apurar el paso para no quedar rezagada. «Esta mujer está asustada hasta lo indecible. ¿Adónde me conduce?»
Beldeine se detuvo delante de una alta puerta doble en cuya oscura madera había incrustada en plata una gran Llama de Tar Valon. Se pasó las manos por el vestido, como si de repente las tuviera sudorosas, antes de abrir una hoja y guiar a Egwene por una rampa de la misma piedra blanca veteada de plata de las murallas de Tar Valon y que, incluso allí, parecía brillar.
La rampa desembocó en una vasta estancia circular de techo abovedado que se elevaba a unos veinticinco metros de altura. En uno de los extremos de la sala había un estrado elevado, frente al cual se extendían graderías solamente interrumpidas por la trayectoria de esa rampa y otras dos más que, equidistantes de ella, bordeaban el círculo. En el suelo, justo en el centro, destacaba la Llama de Tar Valon, rodeada de espirales de color que iban ensanchándose progresivamente, cada una de ellas en representación de uno de los siete Ajahs. En el lado opuesto al que habían entrado había un pesado sillón de alto respaldo de contornos profusamente tallados en que se reproducían sarmientos y hojas, pintado con los colores de todos los Ajahs.
Beldeine golpeó el suelo con la vara.
—Aquí llega —anunció con voz temblorosa—. La Guardiana de