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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 48
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pero que no le resultaba extraña.

El momento de perplejidad pasó, y su único motivo de asombro fue el hecho de haber tenido la sensación de que algo se encontraba fuera de lugar. Por supuesto que Rand era su marido —su guapo y cariñoso marido— y Joiya era su hija —la más hermosa y dulce niña de Dos Ríos—. Tam, el padre de Rand, estaba en los campos con los corderos, supuestamente para que éste pudiera trabajar en el establo pero en realidad para que tuviera más tiempo para jugar con Joiya. Esa tarde irían a visitarlos los padres de Nynaeve. Y probablemente también Nynaeve, para cerciorarse de que la maternidad no entorpeciera los estudios de Egwene para sustituirla un día como Zahorí.

—¿Qué clase de noticias? —preguntó. Volvió a mecer la cuna y Rand se acercó a ella y sonrió a la pequeña envuelta en pañales. Egwene rió quedamente para sí. Estaba tan prendado de su hija que la mitad del tiempo no oía lo que le decían los demás—. Rand, ¿qué clase de noticias? ¡Rand!

—¿Qué? —Su sonrisa se desvaneció—. Noticias extrañas. Guerra. Hay una gran guerra en la que está involucrado casi todo el mundo; al menos eso dice Jaim. —Era una noticia insólita; en Dos Ríos raras veces se enteraban de la existencia de una guerra hasta que ésta había concluido mucho tiempo atrás—. Asegura que todos combaten contra un pueblo llamado los sauquin, o los sanchan, o algo parecido. Nunca he oído hablar de ellos.

Egwene sí sabía algo de ellos. Tuvo la sensación de saberlo, pero ésta se esfumó al instante.

—¿Estás bien? —inquirió Rand—. No es algo que vaya a afectarnos aquí, cariño. Las guerras nunca llegan a Dos Ríos. Estamos demasiado lejos de todo para que alguien se ocupe de nosotros.

—No me inquieta. ¿Ha dicho algo más Jaim?

—Algo realmente increíble. Parecía un Coplin contando una de sus patrañas. Ha dicho que el buhonero le ha explicado que esa gente utiliza Aes Sedai en combate, pero después ha asegurado que ofrecen mil marcos de oro a cualquiera que les entregue una Aes Sedai. Y que matan a todo el que esconda a alguna. No tiene sentido. Bien, no tenemos por qué preocuparnos. Sucede muy lejos de aquí.

Aes Sedai. Egwene se tocó la cabeza. «El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.»

Advirtió que Rand también se había llevado una mano a la cabeza.

—¿Las migrañas? —preguntó. Él asintió, con repentina tensión en la mirada.

—Esos polvos que me dio Nynaeve no parecen aliviarme últimamente. Egwene titubeó. Aquellas jaquecas que padecía Rand la tenían preocupada. Ahora eran más y más fuertes cada vez que se producían. Y lo peor era algo en lo que no había reparado al principio, algo que casi lamentaba haber advertido. Cuando a Rand le dolía la cabeza, se producían cosas extrañas poco después: un relámpago que surcó un cielo totalmente despejado e hizo añicos el enorme tocón de roble que había tardado dos días en arrancar del terreno que estaban talando él y Tam; tormentas cuya inminencia no percibía Nynaeve al escuchar el viento; incendios en el bosque… Y, cuanto más arreciaba su dolor, peores eran los acontecimientos que los sucedían. Egwene se congratulaba de que nadie aparte de ella, ni siquiera Nynaeve, hubiera conectado aquellos percances con Rand. No quería pensar acerca del significado que aquello podía tener.

«Esto es una auténtica estupidez —se dijo—. Debo saberlo si voy a ayudarlo.» Porque ella tenía un secreto que a nadie había revelado, que la asustaba aun sin haber llegado a dilucidar su sentido. Nynaeve estaba enseñándole las aplicaciones de las hierbas, formándola para sucederla algún día como Zahorí. Las curas de Nynaeve solían surtir efectos casi milagrosos, sanar heridas sin apenas dejar cicatriz, recuperar enfermos que se hallaban al borde de la muerte. Pero ya eran tres las ocasiones en que Egwene había curado a alguien a quien Nynaeve había dado por muerto. Tres ocasiones en que había permanecido sentada reteniendo una mano para reconfortar la agonía de un paciente, y lo había visto levantarse del lecho de muerte. Nynaeve la había interrogado minuciosamente respecto a lo que había hecho, qué hierbas había usado, en qué proporción. Hasta entonces, no había tenido el coraje de confesar que no había hecho nada. «Debo de haber hecho algo. Una vez podría ser casualidad, pero tres… Debo averiguarlo. Debo aprender.» Aquello le produjo un zumbido en la cabeza, como si las palabras resonaran en su interior. «Si pude hacer algo por ellos, también puedo ayudar a mi marido.»

—Déjame probar, Rand —dijo.

Y al levantarse, a través de la puerta abierta, vio un arco plateado que se alzaba delante de su casa, una arcada henchida de luz. «El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.» Involuntariamente, dio dos pasos en dirección a la puerta.

Luego se paró y volvió la mirada hacia Joiya, que gorjeaba en su cuna, y a Rand, que aún se apretaba la cabeza con la mano y la miraba como si se preguntara adónde iba.

—No —dijo—. No, esto es lo que quiero. ¡Esto es lo que quiero! ¿Por qué no puedo tener también esto? —Ella misma no comprendía sus palabras. Aquello era, evidentemente, lo que quería, y lo tenía.

—¿Qué es lo que quieres, Egwene? —preguntó Rand—. Si es algo que pueda ir a buscar, sabes que iré. Si no, lo haré.

«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.»

Dio otro paso hasta el umbral. La arcada de plata la atraía. Algo la esperaba al otro lado. Algo que deseaba más que nada en el mundo. Algo que debía hacer.

—Egwene, yo…

Oyó un golpe a sus espaldas. Por encima del hombro vio a Rand de rodillas, con la cabeza inclinada rodeada con las manos. El dolor nunca lo había atacado con tal violencia. «¿Qué ocurrirá después?»

—¡Ah, Luz! —jadeó—. ¡Luz! ¡Qué daño! ¡Luz, nunca me había dolido tanto! ¡Egwene!

«Ten firmeza.»

Estaba aguardándola. Algo que debía hacer, que no podía rehuir. Dio un paso. Fue el acto más arduo y costoso que había realizado en su vida. Se encaminó a la arcada. Tras ella, Joiya reía.

—¡Egwene! Egwene, no puedo… —Un desgarrador gemido interrumpió sus palabras.

«Firmeza.»

Irguió la espalda y siguió avanzando, pero no pudo evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas. El quejido de Rand se convirtió en un grito que ahogó las risas de Joiya. Por el rabillo del ojo, Egwene vio a Tam que acudía corriendo al límite de sus fuerzas.

«Él no puede ayudarlo —pensó, transformado el llanto en sollozos—. Él no puede hacer nada. Pero yo podría. Yo podría.»

Se adentró en la luz y ésta la consumió.

Temblando y sollozando, Egwene salió del arco, el mismo por el que había entrado, y los recuerdos regresaron en tropel cuando vio la cara de Sheriam. Elaida vertió lentamente el contenido de un cáliz de plata sobre su cabeza, y la fría y cristalina agua se llevó consigo sus lágrimas. Continuó sacudida por el llanto; no creía que éste cesara jamás.

—Quedas limpia —entonó Elaida— del pecado en que hayas incurrido y de los cometidos contra ti. Quedas limpia del delito que hayas podido perpetrar y de los que han sido dirigidos contra ti. Acudes a nosotras pura e inmaculada, en cuerpo y alma.

«Luz —rogó Egwene mientras el agua resbalaba por su cuerpo—, que así sea. ¿Puede el agua redimirme de lo que he hecho?»

—Se llamaba Joiya —dijo entre sollozos a Sheriam—. Joiya. No puede haber nada que valga tanto como para hacer lo que acabo de… lo que…

—Hay que pagar un precio para ser Aes Sedai —replicó Sheriam, con mirada incluso más comprensiva que antes—. Siempre hay un precio.

—¿Era real o lo he soñado? —El llanto le impidió seguir hablando. «¿Lo he dejado a merced de la muerte? ¿He abandonado a mi hija?»

Sheriam le rodeó el hombro con los brazos y la condujo alrededor del círculo de arcos.

—Todas las mujeres que he visto salir de ahí han formulado esa misma pregunta. Lo cierto es que nadie conoce la respuesta. Se ha conjeturado que tal vez algunas de las que no regresan optaron por quedarse porque hallaron un lugar más dichoso, y sus vidas transcurrieron en él. —Endureció la voz—. Si es real, si eligieron quedarse por propia voluntad, espero que las vidas que lleven disten mucho de la felicidad. Mi conmiseración no alcanza a quienes rehúyen sus responsabilidades. —Suavizó ligeramente el tono—. Por mi parte, creo que no es real. Pero el peligro sí lo es. Recuérdalo. —Se detuvo delante de la brillante arcada contigua—. ¿Estás preparada?

Egwene asintió, y Sheriam apartó el brazo.

—La segunda prueba guarda relación con el presente. El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.

«Suceda lo que suceda, no puede ser peor que lo anterior —se dijo Egwene para apaciguar su temblor—. No puede serlo.» Se introdujo en el resplandor.

Bajó la vista hacia su vestido de seda azul adornado con perlas, polvoriento y hecho jirones. Alzó la cabeza y contempló las ruinas del gran palacio que se extendían a su alrededor. El Palacio Real de Andor, en Caemlyn. Con esa amarga certeza, un grito pugnaba por abrirse paso en su garganta.

«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.»

El mundo distaba mucho de ajustarse a sus deseos, hasta el punto de que siempre que pensaba en ello sentía ganas de llorar, pero hacía tiempo que se habían agotado sus lágrimas, y el mundo era, irremediablemente, el que era. Ya no esperaba ver más que ruinas.

Sin prestar atención a los desgarrones que podía agregar al vestido pero tan sigilosa como un ratón, trepó por una de las pilas de escombros y se asomó para observar las curvadas calles de la Ciudad Interior. Hasta donde alcanzaba su vista, en todas partes había ruina y desolación, edificios que parecían haber sido destripados por hombres enajenados, espesas humaredas que se elevaban de los incendios aún no apagados. Había gente en las calles, bandas de hombres armados rondando, escudriñando. Y trollocs. Los humanos rehuían, amedrentados, a los trollocs y éstos se reían de ellos y los obsequiaban con guturales gruñidos. Pero se conocían entre sí, trabajaban juntos.

En la calle de abajo llegó andando a zancadas un Myrddraal, con la negra capa meciéndose suavemente con cada uno de sus pasos aun a pesar de las ráfagas de viento que levantaban polvo y broza a su paso. Hombres y trollocs se encogieron por igual bajo su mirada de cuencas vacías.

—¡Cazadlo! —Su voz sonaba a algo muerto y consumido que se desmoronaba—. ¡No os quedéis ahí temblando! ¡Buscadlo!

Egwene volvió a bajar por la montaña de piedras procurando no hacer el más mínimo ruido.

«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.»

Se detuvo, temerosa de que el susurro procediera del Engendro de la Sombra. Aun ignorando el motivo, tenía la certidumbre de que no era así. Miró atrás, con la aprensión de ver al Myrddraal plantado en el lugar que ella había ocupado, y se puso a caminar precipitadamente; saltando vigas abatidas y abriéndose paso entre pesados bloques de mampostería derribada, entró en el devastado palacio. En una ocasión pisó el brazo de una mujer, que asomaba bajo un montón de escombros y ladrillos que habían formado un tabique y tal vez parte del techo. No reparó en aquel miembro más de lo que reparaba en el anillo con la Gran Serpiente que llevaba en un dedo. Se había entrenado para no ver los cadáveres enterrados en la fosa de desperdicios en que habían convertido los trollocs y Amigos Siniestros la ciudad de

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