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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 47
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confiarlos a nadie, sólo a aquellas páginas. Únicamente el azar y su costumbre de revolver entre antiguos papeles en la biblioteca habían conducido a Verin hasta ellas. Del resultado de sus indagaciones se desprendía que ninguna Aes Sedai salvo ella sabía nada acerca de ese ter’angreal, Corianin había logrado, de algún modo, borrar toda mención a su existencia en los registros.

Una vez más se planteó la conveniencia de quemar el manuscrito, al igual que se había planteado la de entregarlo a Egwene. Pero la destrucción de conocimiento, de cualquier conocimiento, era algo odioso para ella. Y en cuanto a la otra posibilidad… «No. Es preferible, con mucho, dejar las cosas como están. Lo que ha de ocurrir, ocurrirá.» Cerró la tapa. «¿Dónde he dejado esa página?»

Con entrecejo fruncido, comenzó a buscar la carpeta de cuero entre las pilas de libros y papeles. Se había olvidado por completo de Egwene.

CAPÍTULO 22 El precio del anillo

Egwene apenas se había alejado de las habitaciones de Verin cuando encontró a Sheriam. La Maestra de las Novicias tenía una expresión preocupada. —Si no fuera porque alguien ha recordado que habías hablado con Verin, seguramente no te habría encontrado. —En la voz de la Aes Sedai se traslucía cierta irritación—. Vamos, hija. ¡Estás retrasándolo todo! ¿Qué son esos papeles?

Egwene cerró con más fuerza la mano sobre ellos y trató de adoptar un tono dócil y respetuoso.

—Verin Sedai cree que debería estudiarlos, Aes Sedai.

¿Qué haría si Sheriam le pedía que se los enseñara? ¿Qué excusa podía dar para negarse, qué explicación para las páginas que detallaban todo lo concerniente a las trece mujeres del Ajah Negro y al ter’angreal que habían robado?

Sheriam, no obstante, parecía haber perdido todo interés en los papeles no bien había preguntado sobre ellos.

—Da igual. Se requiere tu presencia, y todas están esperando.

—¿Mi presencia, Sheriam Sedai? ¿Para qué me esperan?

—¿Has olvidado que van a ascenderte a Aceptada? —exclamó Sheriam, sacudiendo con exasperación la cabeza—. Cuando acudas mañana a mi estudio, llevarás el anillo, aunque dudo que ello te sirva de consuelo.

Egwene intentó detenerse en seco, pero la Aes Sedai la obligó a bajar con ella por una estrecha escalera de caracol encajada en los muros de la biblioteca.

—¿Esta noche? ¿Tan pronto? Pero si estoy medio dormida, Aes Sedai, y sucia, y… Pensaba que aún me quedaban varios días. Para prepararme.

—El tiempo no se detiene para ninguna mujer —sentenció Sheriam—. La Rueda gira según sus propios designios, y cuando se le antoja. Además, ¿cómo ibas a prepararte? Ya conoces lo que debes saber. Más de lo que conocía tu amiga Nynaeve. —Empujó a Egwene hacia una portezuela situada al pie de la escalera y, atravesando otro pasillo, la hizo bajar por una rampa que descendía en espiral.

—He prestado atención a las clases —protestó Egwene—, y las he retenido en la memoria, pero… ¿no podría dormir primero esta noche? —La sinuosa rampa no parecía tener fin.

—La Sede Amyrlin considera que no tiene sentido aguardar. —Sheriam le dirigió de soslayo una sonrisa—. Sus palabras exactas han sido éstas: «Una vez que se ha decidido quitarle las tripas a un pez, no hay que esperar a que se pudra». Elayne ya ha pasado por los arcos, y la Amyrlin quiere que tú también te sometas a la prueba esta noche. No es que yo vea la razón para tanto apresuramiento —añadió, medio para sí—, pero, cuando la Amyrlin da una orden, nosotras obedecemos.

Egwene se dejó conducir por la rampa en silencio, notando cómo se le hacía un nudo en el estómago. Nynaeve no se había mostrado precisamente comunicativa respecto a lo sucedido cuando la habían ascendido a Aceptada. El único comentario que repetía, con mueca de disgusto, en relación con ello era: «¡Detesto a las Aes Sedai!». Para cuando la rampa desembocó al fin en una amplia antesala cavada en la roca de la isla, Egwene estaba temblando.

La antecámara era austera y sencilla, con las paredes de piedra pulida pero sin adorno alguno, y sólo había, al fondo, una puerta de hoja doble de oscura madera, tan alta y ancha como las de una fortaleza e igualmente carente de toda decoración, si bien sus planchas, de fino acabado, encajaban a la perfección. Aquellas grandes puertas estaban tan bien equilibradas, sin embargo, que Sheriam no hubo de realizar el menor esfuerzo para abrirlas. Luego tiró de Egwene y la hizo entrar en una gran sala abovedada.

—¡Ya era hora! —espetó Elaida, que se encontraba de pie, ataviada con su chal de flecos rojos, junto a una mesa en la que había tres grandes cálices de plata.

Las lámparas, asentadas en elevados pies, iluminaban la estancia y la parte central ubicada bajo la cúpula. Allí se erguían tres arcos de plata de medio punto, de altura justa para que una persona pudiera pasar bajo ellos, sostenidos por un grueso círculo de plata en donde confluían sus aristas. Delante de cada punto de intersección de los arcos permanecía sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, una Aes Sedai, tres en total, todas vestidas con sus chales. Alanna era la hermana del Ajah Verde, pero no conocía a la hermana Amarilla ni a la Blanca.

Rodeadas por el resplandor indicativo del contacto con el Saidar, las tres Aes Sedai miraban fijamente los arcos, y en el interior de la estructura de plata se acrecentaba en consonancia un parpadeante brillo que iba incrementando su fulgor. Aquella pieza era un ter’angreal y, a despecho de los usos que le hubieran dado en la Era de Leyenda, ahora las novicias pasaban bajo él para acceder al grado de Aceptadas. En su interior Egwene habría de hacer frente a sus temores. Tres veces. La blanca luz que lucía más allá de los arcos ya no temblaba; permanecía inmóvil dentro como si algo le impidiera expandirse, pero llenaba el espacio, tornándolo opaco.

—No os sulfuréis, Elaida —dijo con calma Sheriam—. Pronto habremos acabado. —Se volvió hacia Egwene—. A las novicias se les conceden tres posibilidades. Puedes negarte dos veces a entrar, pero a la tercera te expulsarán de la Torre para siempre. Éstas son las normas habituales y, ciertamente, tú tienes derecho a rehusar, pero no creo que a la Amyrlin le complazca que lo hagas.

—No deberían concederle esta oportunidad. —El semblante de Elaida era casi tan inflexible como su tono—. Me tiene sin cuidado el potencial que tenga. Deberían expulsarla de la Torre. O, si no, dejarla fregando suelos durante los próximos diez años.

—No os habéis mostrado tan inexorable con Elayne —señaló Sheriam, asestando una dura mirada a la hermana Roja—. Vos habéis solicitado participar en esto, Elaida, posiblemente por Elayne, y colaboraréis en la ceremonia que afecta a esta muchacha también, tal como se espera de vos, o de lo contrario os iréis y yo buscaré a quien os sustituya.

Las dos Aes Sedai sostuvieron un pulso con las miradas. La tensión era tanta que a Egwene no le hubiera extrañado verlas rodearse del nimbo del Poder Único. Al cabo Elaida dio un respingo y emitió un sonoro bufido.

—Si ha de hacerse, hagámoslo. Démosle a esta miserable muchacha la oportunidad de echarse atrás y acabemos de una vez. Es tarde.

—No me echaré atrás —declaró con voz entrecortada Egwene. Irguió la cabeza y agregó con mayor firmeza—: Quiero someterme a la prueba.

—Bien —aprobó Sheriam—. Bien. Ahora te diré dos cosas que ninguna mujer escucha hasta hallarse en tus presentes circunstancias. Una vez que hayas comenzado, debes continuar hasta el final. Si te arredras en cualquiera de las fases, se te expulsará de la Torre igual que si te hubieras negado a empezar a la tercera oportunidad. La segunda cuestión es ésta: quien busca, quien lucha, se expone al peligro. —Hablaba como si hubiera repetido aquello muchas veces. Sus ojos expresaban compasión, pero su semblante era casi tan severo como el de Elaida. La compasión amedrentó más a Egwene que la severidad—. Algunas mujeres han entrado, y no han salido jamás. Cuando se aquietó el funcionamiento del ter’angreal, no… estaban… allí. Y nunca las han vuelto a ver. Si quieres sobrevivir, has de ser inquebrantable. Si titubeas o desfalleces… —Su silencio fue más elocuente que cualquier palabra. Egwene se estremeció—. Ésta es tu última ocasión. Puedes volverte ahora y aún te quedarán dos oportunidades para intentarlo. Si aceptas, no hay posibilidad de retroceso. No es vergonzoso negarse. Yo misma fui incapaz de decidirme la primera vez. Elige.

«¿Que no volvieron a salir? —Egwene tragó saliva—. Quiero ser Aes Sedai. Y para ello antes debo ser Aceptada.»

—Acepto.

—En ese caso, prepárate.

Egwene pestañeó, sin comprender, y entonces recordó que había de entrar desnuda. Se inclinó para depositar en el suelo el fajo de papeles que Verin le había entregado… y vaciló. Si los dejaba allí, Sheriam o Elaida podrían revisarlos mientras se encontraba dentro del ter’angreal. Podrían encontrar aquel pequeño ter’angreal que llevaba en el bolsillo. Si se negaba a seguir adelante, podría esconderlos o llevárselos a Nynaeve. Se le paró la respiración. «Ahora no puedo negarme. Ya se ha iniciado el proceso.»

—¿Acaso has decidido echarte atrás? —preguntó Sheriam, frunciendo el entrecejo—. ¿Sabiendo lo que ello significa?

—No, Aes Sedai —se apresuró a responder Egwene.

Se desvistió y dobló precipitadamente su ropa y luego la dejó encima de la bolsa y los papeles. No podía hacer otra cosa.

—Hay una especie de… resonancia —señaló de pronto Alanna junto al ter’angreal sin desviar ni un instante los ojos de los arcos—. Un eco, casi. No sé de dónde procede.

—¿Hay algún problema? —preguntó vivamente Sheriam, exteriorizando una sorpresa similar a la de Alanna—. No enviaré a ninguna mujer ahí adentro si existe algún problema.

—No —repuso Alanna—. Es como el zumbido de un insecto alrededor de la cabeza cuando uno intenta pensar, pero no provoca ninguna interferencia. No lo habría mencionado de no ser ésta la primera vez que se produce, según tengo entendido. — Sacudió la cabeza—. Ya ha parado.

—Quizás —observó con mordacidad Elaida—, otras no consideraron tal insignificancia digna de mención.

—Prosigamos. —El tono de Sheriam dejaba claro que no estaba dispuesta a tolerar más distracciones—. Adelante.

Lanzando una última ojeada a su ropa y a los papeles tapados con ella, Egwene la siguió en dirección a los arcos, hollando con los pies desnudos la gélida piedra del suelo.

—¿A quien traes contigo, hermana? —preguntó con solemnidad Elaida.

—Una que acude como candidata a la Aceptación, hermana —contestó Sheriam, sin detener sus mesurados pasos.

Las tres Aes Sedai que circundaban el ter’angreal no realizaron el menor movimiento.

—¿Está dispuesta?

—Está preparada para dejar atrás lo que era y, ahondando en sus temores, ganar la Aceptación.

—¿Conoce sus temores?

—Nunca los ha afrontado, pero ahora es su voluntad hacerlo.

—Entonces deja que los afronte. —Aun en su formalidad, en la voz de Elaida se traslucía una nota de satisfacción.

—La primera vez —explicó Sheriam— es por lo pasado. El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.

Egwene respiró hondo y, adelantando unos pasos, pasó bajo el arco y penetró en el resplandor. La Luz la engulló por completo.

—Jaim Dowtry se ha pasado por aquí. El buhonero ha traído noticias sorprendentes de Baerlon.

Egwene alzó la cabeza sobre la cuna que mecía. Rand estaba de pie en el umbral. Por un instante sintió un torbellino en la cabeza. Miró alternativamente a Rand —«mi marido»— y a la pequeña acostada en la cuna —«mi hija»— con profundo estupor.

«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.»

No eran sus propios pensamientos, sino una voz inmaterial que podría haberse hallado en su cabeza o afuera, haber sido femenina o masculina, impasible e inaprensible,

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