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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 45
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él que apenas tuvo tiempo de percibir sus movimientos.

—Estás jugando conmigo, muchacho, y acabarás llorando a lágrima viva y llamando a tu madre a gritos. No tengo tiempo para juegos y tú tampoco. ¿Lo… recuerdas… ahora?

Con las manos crispadas en los bordes de la manta, hubo de tragar saliva para poder responder.

—Lo recuerdo, madre.

La Aes Sedai pareció relajarse un poco, y Mat encogió con desasosiego los hombros. Se sentía como si acabaran de darle permiso para levantar la cabeza de una tajadera.

—Eso está mejor, Mat. —Volvió a sentarse lentamente, observándolo—. ¿Sabes que estás ligado al Cuerno? —Mat pronunció en silencio, lleno de estupor, la palabra «ligado» y realizó un gesto afirmativo con la cabeza—. No pensaba que lo supieras. Tú fuiste el primero en hacerlo sonar después de que lo encontraron. Para ti, los héroes muertos se levantarán de la tumba. Para cualquier otra persona, es un simple cuerno… mientras tú sigas vivo.

—Mientras siga vivo —repitió con voz apagada, y la Amyrlin asintió—. Pudisteis haber dejado que muriera. —La mujer volvió a asentir—. Entonces podríais haber elegido a cualquiera para que lo tocara y el Cuerno habría respondido a vuestros deseos. —La Amyrlin volvió a inclinar la cabeza—. ¡Rayos y truenos! Os proponéis que yo lo toque para vos. Cuando llegue la Última Batalla, pretendéis que yo llame a los héroes muertos para que luchen contra el Oscuro para vos. ¡Rayos, truenos y relámpagos!

La Aes Sedai se acodó en el brazo de la silla y apoyó la barbilla en la mano, sin apartar un instante los ojos de él.

—¿Habrías preferido la otra alternativa?

Frunció el entrecejo y entonces recordó cuál era la alternativa. Si otra persona había de hacer sonar el Cuerno…

—¿Queréis que haga sonar el Cuerno? Pues lo haré sonar. En ningún momento he dicho que no fuera a hacerlo, ¿verdad?

—Me recuerdas a mi tío Huan —declaró la Amyrlin tras exhalar un exasperado suspiro—. Nadie era capaz de sujetarlo por la fuerza. También era aficionado al juego y prefería divertirse a trabajar. Murió sacando niños de una casa incendiada. No hubo forma de impedir que volviera a entrar mientras quedó alguno adentro. ¿Eres como él, Mat? ¿Estarás presente cuando las llamaradas amenacen con engullirlo todo?

Rehuyó mirarla a los ojos y se dedicó a examinarse los dedos, que atenazaban con irritación la manta.

—Yo no soy un héroe. Hago lo que debo hacer, pero no soy un héroe.

—La mayoría de quienes tenemos por héroes únicamente hicieron lo que debían. Supongo que habremos de conformarnos con eso… Por ahora. No debes hablar con nadie del Cuerno excepto conmigo, hijo. Ni de tu vinculación con él.

«¿Por ahora? —pensó—. Maldita sea, eso es todo cuanto obtendréis de mí, ahora y siempre.»

—No tengo ninguna jodida intención de decirle a na… —La Amyrlin enarcó una ceja, y él apaciguó la voz—. No pienso decírselo a nadie. Ojalá nadie lo supiera. ¿Por qué mantenerlo tan en secreto? ¿No os fiáis de vuestras Aes Sedai?

Durante un largo momento pensó que se había excedido. La mujer endureció la expresión y su mirada se tornó acerada.

—Si estuviera en mis manos lograr que sólo lo supiéramos tú y yo —aseveró fríamente—, lo haría. Cuanta más gente está al corriente de algo, más se propaga la noticia, aunque en ello medien las mejores intenciones. Casi todo el mundo piensa que el Cuerno de Valere es sólo una leyenda, y los que están mejor informados creen que todavía debe localizarlo uno de los cazadores. Pero Shayol Ghul sabe que ha sido encontrado, y de ello se desprende que al menos unos cuantos Amigos Siniestros lo saben. Ellos ignoran, sin embargo, dónde se halla y, si la Luz te ampara, también ignoran que tú lo hiciste sonar. ¿De veras quieres padecer la persecución de Amigos Siniestros? ¿De Semihombres y otros Engendros de la Sombra? Ellos quieren el Cuerno, debes saberlo. Éste surtirá los mismos efectos para la Sombra que para la Luz. Pero, para conseguir algo de él, deben apresarte, o matarte. ¿Quieres correr ese riesgo?

Aquejado de una súbita sensación de frío, Mat deseó tener otra manta y tal vez un edredón de plumas.

—¿Estáis diciéndome que los Amigos Siniestros podrían venir a buscarme aquí? Pensaba que la Torre Blanca era capaz de mantener a raya a los Amigos Siniestros. — Recordó lo que Selene le había dicho acerca del Ajah Negro y sintió curiosidad por ver qué respondería la Amyrlin si le preguntaba algo al respecto.

—Un buen motivo para quedarte, ¿no te parece? —Se puso en pie, alisándose la falda—. Descansa, hijo. Pronto te encontrarás mejor. Descansa. —Cerró quedamente la puerta tras ella.

Mat permaneció un buen rato tendido, con la mirada perdida en el techo. Apenas si reparó en la criada que le trajo el pedazo de pastel y otra jarra de leche y se llevó al marcharse la bandeja con los platos vacíos. Al notar el olor a manzana y especias, las tripas le gruñeron escandalosamente, pero él hizo caso omiso de su demanda. La Amyrlin creía que lo tenía atrapado como a un cordero en un aprisco. Y Selene… «¿Quién demonios es? ¿Qué quiere?» Selene no había fallado en varios de sus pronósticos; pero la Amyrlin le había dicho que pretendía utilizarlo y de qué manera… en cierto modo. Para su gusto quedaban muchos puntos por clarificar en lo que había dicho, demasiados agujeros por los que podía filtrar algo mortal. La Amyrlin quería algo, y Selene quería algo, y él era la cuerda de cuyos cabos tiraban en sentidos opuestos. Casi le pareció preferible enfrentarse a los trollocs que quedar atrapado entre aquellas dos mujeres.

Debía de haber alguna forma de salir de Tar Valon, alguna manera de zafarse de una y otra. Una vez que se hallara en la otra orilla del río, podría componérselas para no caer en las manos de las Aes Sedai ni de Selene, ni tampoco de los Amigos Siniestros. Debía de existir una escapatoria. Lo único que había de hacer era reflexionar sobre ello desde todos los puntos de vista posibles.

El pastel se enfrió en la mesa.

CAPÍTULO 21 Un mundo de sueños

Egwene se restregaba las manos con una toalla mientras caminaba con paso presuroso por el pasillo en penumbra. Se las había lavado dos veces, pero aún las notaba grasientas. Nunca había imaginado que pudiera haber tantas ollas y sartenes en el mundo. Y ese día habían cocido el pan, con lo cual habían tenido que sacar innumerables cubos de ceniza de los hornos. Y limpiar los hogares. Y limpiar las mesas con arenilla hasta dejarlas blancas como un hueso, y fregar el suelo de rodillas. En su blanco vestido había abundantes manchas de ceniza y grasa. Le dolía la espalda y se moría de ganas de acostarse, pero Verin había ido a las cocinas, supuestamente para encargar que le sirvieran la comida en sus habitaciones, y al pasar junto a ella le había pedido disimuladamente que fuera a verla. Los aposentos de Verin se hallaban encima de la biblioteca, en una zona que únicamente utilizaban algunas otras hermanas Marrones. Se percibía allí una atmósfera polvorienta, como si las mujeres que vivían en esas dependencias estuvieran demasiado ocupadas con otras cuestiones para molestarse en solicitar un servicio de limpieza más frecuente, y los pasillos tenían insólitas trayectorias y ángulos, con un suelo irregular que tan pronto subía como bajaba. La misma falta de aseo reinante empañaba el colorido de los escasos tapices que adornaban las paredes. Muchas de las lámparas estaban apagadas, y los corredores quedaban a trechos sumidos en la oscuridad. Exceptuando una mancha blanca brevemente vislumbrada, tal vez el vestido de una novicia o una criada que acudía a cumplir con celeridad algún recado, todo indicaba que Egwene se encontraba sola en ellos. No oía más que el eco de sus pasos sobre el suelo desnudo de baldosas blancas y negras. Aquél no era un lugar que propiciara el sosiego de alguien que pensaba en el Ajah Negro.

Localizó las señas que Verin le había dado para orientarse. Una oscura puerta al final de una subida, junto a un polvoriento tapiz que representaba a un rey a caballo recibiendo la rendición de otro soberano. Haciendo gala de sus vastos conocimientos, Verin había mencionado los nombres de ambos, dos personas que habían muerto cientos de años antes del nacimiento de Artur Hawkwing, pero Egwene no los recordaba, ni tampoco los de los países que habían gobernado. Aquélla era, sin embargo, la única colgadura que había visto que coincidía con la descripción de Verin.

El pasillo se le antojó aún más solitario que antes, y más amenazador. Llamó a la puerta y entró presurosa al escuchar la distraída respuesta:

—¿Quién es? Adelante.

No bien hubo dado un paso en el interior, se detuvo y se quedó mirando fijamente lo que en ella había. Los estantes tapaban por completo las paredes, salvo en el hueco de la puerta que debía de dar a las habitaciones de adentro y los retazos ocupados por mapas, a menudo superpuestos unos a otros, y lo que parecían ser planisferios del cielo nocturno. Reconoció los nombres de algunas constelaciones —el Labriego y el Carro de Heno, el Arquero y las Cinco Hermanas— pero otros le resultaron desconocidos. Casi todas las superficies planas estaban cubiertas de libros, papeles y pergaminos, entre cuyas pilas, y en ocasiones encima, se hallaban esparcidos los más extravagantes objetos. Con los huesos y calaveras de todos los tamaños y formas se entremezclaban extraños objetos de vidrio o de metal, esferas y tubos interconectados y círculos contenidos en otros círculos. Una lechuza al parecer disecada, casi tan pequeña como la mano de Egwene, se apoyaba en lo que parecía el cráneo de un lagarto blanqueado, identificación que no resultaba posible en absoluto, pues la calavera tenía una longitud superior a la de su brazo y unos ganchudos dientes tan grandes como sus dedos. Las velas estaban distribuidas a la buena de Dios, iluminando intensamente unas zonas y dejando en la penumbra otras, dando la impresión en muchos casos de que los papeles próximos a ellas corrían peligro de incendiarse. La lechuza la miró, pestañeando, y ella tuvo un sobresalto.

—Ah, sí —dijo Verin. Estaba sentada detrás de una mesa tan abarrotada como todo el resto de la habitación, sosteniendo con cuidado en las manos una página medio rasgada—. Eres tú, claro. —Reparó en la mirada que Egwene lanzaba de soslayo a la lechuza y agregó distraídamente—: Mantiene a raya a los ratones. Se comen el papel. — Su ademán abarcó la totalidad de la estancia y le recordó el pedazo de papel que tenía entre manos—. Éste es en verdad fascinante. Rosel de Essam aseguraba que tras el Desmembramiento se habían conservado íntegras más de un centenar de páginas, y ella se hallaba en condiciones de saberlo, puesto que elaboró su obra apenas doscientos años después, pero, hasta donde alcanzan mis conocimientos, sólo perdura este retazo. Y quizás únicamente esta copia. Rosel escribió que contenía secretos que el mundo no podía afrontar y no los expuso abiertamente. He leído mil veces esta página, tratando de descifrar su significado.

La diminuta rapaz volvió a pestañear, y Egwene se esforzó por no mirarla.

—¿Qué dice, Verin Sedai?

—¿Que qué dice? —Verin parpadeó, de forma muy similar a como lo había hecho la lechuza—. Ten en cuenta que es una traducción literal, y tiene el mismo tono que el de un bardo recitando en Cántico Alto. Escucha. «Corazón de la Oscuridad. Ba’alzemon. Nombre oculto en nombre envuelto en nombre. Secreto enterrado

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