al lado de Mat y abrió la tapa, dejó al descubierto un exiguo espacio entre los costados que la componían, de cinco centímetros como mínimo de grosor. Anaiya volvió a inclinarse para tomar unas tenazas semejantes a las que usaría una ama de casa en la cocina y sujetó la daga suspendida con tanto cuidado como si de una serpiente venenosa se tratara.
El grito de Mat se volvió más frenético. El rubí centelleó furiosamente, arrancando destellos rojos como la sangre.
La Aes Sedai arrojó el arma al interior de la caja, la tapó con celeridad y dejó escapar un sonoro suspiro al oír el ruido del cierre.
—Un objeto inmundo —dijo.
En cuanto hubo ocultado la daga, Mat cesó en su alarido y se vino abajo como si los músculos y los huesos se le hubieran tornado gelatina. Un instante después se apagó la aureola que cercaba a las Aes Sedai.
—Ya está —concluyó con voz ronca la Amyrlin, como si hubiera sido ella la que había estado gritando—. Hemos terminado.
Algunas de las Aes Sedai manifestaron en su gesto un evidente cansancio, y eran varias las que tenían la frente perlada de sudor. Anaiya sacó un pañuelo de lino de la manga y se enjugó sin disimulo la cara. La Blanca de fría mirada se dio casi subrepticiamente unos toques en las mejillas con un pequeño cuadrado de encaje de Lugard.
—Fascinante —comentó Verin—. Que la Antigua Sangre pueda fluir con tanta fuerza en alguien de nuestros días… —Ella y Serafelle juntaron las cabezas y se pusieron a hablar en voz baja, pero con gran profusión de gestos.
—¿Está curado? —preguntó Nynaeve—. ¿Vivirá?
Mat yacía como si durmiera, pero su rostro seguía igual de demacrado. Egwene nunca había oído hablar de una curación que no lo sanara todo. «A menos que el simple hecho de separarlo de la daga haya consumido todo el Poder que han utilizado. ¡Luz!»
—Brendas —solicitó la Amyrlin—, ¿os ocuparéis de que vuelvan a trasladarlo a su habitación?
—Como ordenéis, madre —respondió la mujer de glacial mirada, realizando una reverencia tan impasible como todo lo que destilaba de ella.
Cuando se fue en busca de los camilleros, varias de las otras Aes Sedai, incluida Anaiya, se marcharon también. Verin y Serafelle salieron tras ellas, todavía hablando entre sí en voz demasiado queda para que Egwene pudiera distinguir lo que decían.
—¿Está bien Mat? —preguntó Nynaeve. Sheriam enarcó las cejas.
—Está tan bien como puede estarlo —contestó fríamente la Sede Amyrlin, volviéndose hacia ellas—. Sólo el tiempo lo dirá. Llevar durante tanto tiempo algo infectado con la maldición de Shadar Logoth… ¿quién sabe el efecto que tendrá eso en él? Tal vez ninguno, tal vez mucho. Veremos. Pero el vínculo con la daga se ha quebrado. Ahora necesita reposo y tanta comida como pueda ingerir. En principio, debería vivir.
—¿Qué era lo que gritaba, madre? —inquirió Elayne, y luego añadió precipitadamente—: Si me permitís preguntarlo.
—Impartía órdenes a soldados. —La Amyrlin dirigió una curiosa mirada al hombre tendido en la mesa. Aunque no se había movido desde que se había desplomado, Egwene tenía la sensación de que su respiración era menos trabajosa y más rítmica—. En una batalla acaecida hace dos mil años, diría yo. La Antigua Sangre vuelve a manifestarse.
—No todo guardaba relación con batallas —observó Nynaeve—. Lo he oído decir Aes Sedai. Eso no hacía referencia a una batalla, madre —agregó tras una breve pausa.
Por un momento la Amyrlin pareció reflexionar, plantearse quizá lo que diría o tal vez si diría algo.
—Durante unos minutos —dijo al cabo—, creo que el pasado y el presente se han confundido. Él se hallaba a la vez allí y aquí, y sabía quiénes éramos. Nos ha ordenado que lo soltáramos. —Volvió a guardar silencio un instante—. «Soy un hombre libre, Aes Sedai. No soy presa para consumo de Aes Sedai.» Eso es lo que ha dicho.
Leane emitió un sonoro bufido, y algunas de las otras Aes Sedai murmuraron con enojo para sí.
—Pero, madre —objetó Egwene—, no es posible que quisiera dar ese sentido a sus palabras. Manetheren era un aliado de Tar Valon.
—Manetheren era un aliado, hija —convino la Amyrlin—, ¿pero quién sabe lo que alberga el corazón de un hombre? Sospecho que ni siquiera él. El hombre es el animal que se somete más fácilmente a un yugo, y el más difícil de mantener sujeto a él. Incluso cuando él lo escoge libremente.
—Madre —indicó Sheriam—, es tarde. Las cocineras estarán esperando a estas ayudantes.
—Madre —pidió ansiosamente Egwene—, ¿no podríamos quedarnos con Mat? Si aún es probable que muera…
—Tenéis obligaciones que cumplir, hija —repuso la Amyrlin con mirada y semblante inexpresivos.
Egwene tuvo la certeza de que no se refería a fregar platos.
—Sí, madre.
Efectuó una reverencia, rozando con la falda los vestidos de Nynaeve y Elayne, que también se habían inclinado ante la Amyrlin. Dedicó una última mirada a Mat y luego se alejó detrás de Sheriam. Mat aún no se había movido.
CAPÍTULO 19 El despertar
Mat abrió lentamente los ojos y observó el techo de yeso blanco, sin saber dónde se hallaba ni cómo había llegado allí. Un friso de doradas hojas entrelazadas bordeaba el techo, y el mullido colchón donde reposaba estaba relleno de plumas. Debía de ser, pues, en la morada de alguien rico. Su mente, sin embargo, no conservaba noción del lugar ni de las razones por las que se encontraba allí, como tampoco de otras muchas circunstancias. Había estado soñando y en su cabeza los sueños aún se mezclaban confusamente con los recuerdos. No podía separarlos. Furiosas arremetidas y combates, gentes extrañas procedentes del otro lado del océano, Atajos y Portales de Piedra y retazos de otras vidas, portentos directamente salidos de un relato de juglar que, obligadamente, habían de ser sueños. Al menos eso le parecía. Pero Loial formaba parte de la realidad, y era un Ogier. Entre sus pensamientos se reproducían, inconexos, trozos de conversaciones sostenidas con su padre, con sus amigos, con Moraine, con una hermosa mujer, con el capitán de un barco y con un hombre muy bien vestido que le hablaba como un padre, dándole sabios consejos. Aquello probablemente era real. Pero todo se le aparecía fragmentado y vagaroso.
—Muad’drin tia dar allende caba’drin rhadiem —murmuró. Las palabras eran meros sonidos y, pese a ello, alumbraban… un sentido.
Las tupidas hileras de lanceros se prolongaban casi dos kilómetros a ambos lados debajo de él, salpicadas con los pendones y estandartes de ciudades, pueblos y casas de la baja nobleza. El río le cubría el flanco a la izquierda y las turberas y ciénagas a la derecha. Desde la ladera de la colina observaba luchar a los lanceros contra la masa de trollocs que trataban de abrirse paso entre ellos. Había diez trollocs por cada humano. Las lanzas traspasaban las negras cotas de mallas de los trollocs y las picudas hachas causaban sangrientos boquetes en las filas humanas. El aire estaba poblado de gritos y bramidos. El sol brillaba despiadadamente en un cielo sin nubes, y sobre el frente de batalla se percibía claramente la calima. El enemigo seguía descargando lluvias de flechas que abatían por igual a trollocs y humanos. Él había mandado retroceder a sus arqueros, pero a los Señores del Espanto les daba igual con tal de abrir brecha en su vanguardia. Tras él, en el cerro, la Guardia del Corazón aguardaba su orden y los caballos piafaban de impaciencia. Las armaduras de hombres y monturas relucían con igual esplendor bajo la luz del sol; ni los jinetes ni los animales podrían resistir durante mucho más tiempo el calor.
Debían vencer o morir allí. Él tenía fama de jugador; había llegado el momento de tentar la suerte. Irguiéndose sobre los estribos, impartió la orden con recia voz que se propagó sobre el tumulto reinante abajo.
—¡Que la infantería despeje el paso a la caballería! —Su portaestandarte se aproximó a él, con el estandarte del Águila Roja ondeando sobre su cabeza, al tiempo que el mandato se repetía por entre las filas.
Abajo, los lanceros se movieron de improviso, haciéndose disciplinadamente a un lado, estrechando sus formaciones para dejar anchos pasillos entre sí. A las recién formadas brechas afluyeron los trollocs, profiriendo bestiales gritos, como una negra y rezumante marea de muerte.
Desenvainó la espada y la puso en alto.
—¡Adelante la Guardia del Corazón! —Hincó los talones en los flancos, y su montura partió al galope colina abajo. Tras él sonaba el atronador martilleo de los cascos—. ¡A la carga! —Fue el primero en arremeter contra los trollocs, descargando mandobles por doquier, seguido de su portaestandarte—. ¡Por el honor del Águila Roja! —La Guardia del Corazón avanzó implacable por los corredores dejados por los lanceros, aplastando la marea, obligándola a retroceder—. ¡El Águila Roja! —Los rostros semihumanos le enseñaban los dientes con sus gruñidos y las espadas de curvado filo surcaban, buscándolo, el aire, pero él seguía abriéndose paso. Ganar o morir—. ¡Manetheren!
—Los Valdar Cuebiyari —murmuró Mat, llevándose una temblorosa mano a la frente.
Estaba casi seguro de conocer su significado: «Adelante la Guardia del Corazón»,
o tal vez «En marcha la Guardia del Corazón», pero eso era imposible. Moraine le había enseñado algunas palabras de la Antigua Lengua, y ésas eran las únicas que conocía. El resto debía de tener seguramente tanto sentido como el parloteo de una cotorra.
—Qué locura —se mofó—. Probablemente ni siquiera es en absoluto la Antigua Lengua. Sólo una jerigonza. Esa Aes Sedai está mal de la cabeza. No ha sido más que un sueño. Aes Sedai. Moraine. De repente reparó en su delgada muñeca y su huesuda mano y se quedó mirándolas. Había estado enfermo. Tenía una dolencia que guardaba relación con una daga. Una daga con un rubí en la empuñadura, y una ciudad maldita, deshabitada desde hacía mucho tiempo, llamada Shadar Logoth. Todo era borroso y distante, absurdo, pero sabía que no era un sueño. Egwene y Nynaeve lo llevaban a Tar Valon para que lo curaran. Hasta ahí llegaban sus recuerdos.
Trató de incorporarse y volvió a caer postrado, débil como un cordero acabado de nacer. Se sentó como pudo en la cama y apartó la manta de lana. Estaba desnudo. Tal vez alguien habría guardado su ropa en el armario decorado con sarmientos adosado a la pared. Por el momento lo tenía sin cuidado su vestimenta. Se puso trabajosamente en pie, avanzó tambaleante sobre el alfombrado suelo, se agarró a una silla de alto respaldo y de allí se desplazó hasta la mesa, ornada con volutas doradas en bordes y patas.
Los altos candelabros de pie, cada uno con cuatro velas de cera de abeja, iluminaban intensamente la habitación, ayudados por los pequeños espejos situados tras las llamas. Un espejo de mayores dimensiones colgado sobre el brillante aguamanil le devolvió su imagen, demacrada y enflaquecida, de prominentes pómulos y ojos hundidos, el pelo pegado a causa del sudor, el cuerpo encorvado como el de un anciano y tembloroso como la hierba azotada por la brisa. Hizo un esfuerzo por enderezar la espalda, pero logró escasos resultados.
En la mesa, justo ante sus manos, reposaba una bandeja tapada de la que le llegó un olor a comida. Al retirar el paño que la cubría, vio dos grandes jarras de plata y platos de fina porcelana verde. Había oído decir que los Marinos cobraban por esa porcelana su peso en plata. Había esperado encontrarse con caldo de gallina, o mollejas, el tipo de cosas que hacían comer a los convalecientes. En su lugar, en un plato había numerosas tajadas de asado de buey, con mostaza negra y