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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 4
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suficiente como para ver la cara del joven, su sonrisa se intensificó, convertida casi en una mueca.

—Os divierte la visión de un falso Dragón, Ordeith —señaló Niall, todavía irritado porque el hombre se hubiera presentado sin ser llamado—. ¿O acaso os asusta?

—¿Un falso Dragón? —dijo quedamente Ordeith—. Sí. Sí, desde luego, eso debe ser. ¿Quién sería si no? —Y exhaló una aguda carcajada que puso los pelos de punta a Niall. En ocasiones Niall pensaba que Ordeith estaba como mínimo medio loco.

«Pero es inteligente, esté loco o no.»

—¿Qué queréis decir, Ordeith? Habláis como si lo conocierais.

Ordeith se sobresaltó, como si hubiera olvidado que el señor capitán general estaba allí.

—¿Conocerlo? Oh, sí, lo conozco. Se llama Rand al’Thor. Procede de Dos Ríos, una zona rural de Andor, y es un Amigo Siniestro tan corrompido por la Sombra que se os encogería el alma sólo de enteraros de la mitad de su maldad.

—Dos Ríos —musitó Niall—. Otra persona mencionó a otro Amigo Siniestro de allí, otro joven. Es extraño imaginar Amigos Siniestros provenientes de una región como ésa. Aunque, en realidad se hallan por todas partes.

—¿Otro, gran señor? —inquirió Ordeith—. ¿De Dos Ríos? ¿No sería Matrim Cauthon o Perrin Aybara? Tienen casi la misma edad que él y lo siguen de cerca en el camino del mal.

—El nombre que a mí me han dado es Perrin —repuso Niall, frunciendo el entrecejo—. ¿Tres Amigos Siniestros, decís? De Dos Ríos sólo sale lana y tabaco. Dudo que exista otra zona donde los hombres vivan más aislados del resto del mundo.

—En una ciudad, los Amigos Siniestros deben ocultar su verdadera naturaleza en un grado u otro. Han de asociarse con otros, con forasteros venidos de otros lugares que luego se marchan para llevar las noticias de lo que han visto. Pero los pueblos tranquilos, desconectados del mundo, apenas visitados por gente desconocida, ¿no son los lugares idóneos para que todos sean Amigos Siniestros?

—¿Cómo conocéis los nombres de tres Amigos Siniestros, Ordeith? Tres Amigos Siniestros del último rincón del mundo. Guardáis demasiados secretos, Ajenjo, y sacáis más sorpresas de la manga que un juglar.

—¿Cómo va a contar un hombre todo lo que sabe, gran señor? —replicó con tono obsequioso el hombrecillo—. Sería pura palabrería, hasta que la información pueda ser útil. Os diré algo, gran señor. Ese Rand al’Thor, ese Dragón, posee profundas raíces en Dos Ríos.

—¡Falso Dragón! —advirtió con acritud Niall.

—Desde luego, gran señor —acató, con una reverencia, el hombre—. He tenido un lapsus.

De improviso Niall reparó en el dibujo arrugado y desgarrado que aún conservaba en las manos Ordeith. Aun cuando su rostro seguía imperturbable, mostrando su sarcástica sonrisa, sus manos se movían convulsivamente en torno al pergamino.

—¡Basta ya! —le ordenó Niall. Quitó el rollo a Ordeith y lo alisó lo mejor que pudo—. No dispongo de tantas reproducciones de este hombre como para poder permitir que sean destruidas. —La mayor parte del dibujo era sólo una mancha, y el pergamino estaba desgarrado a la altura del pecho del joven, pero la cara había quedado milagrosamente intacta.

—Perdonadme, gran señor. —Ordeith efectuó una profunda reverencia, sin abandonar su sonrisa—. Detesto a los Amigos Siniestros.

Niall examinó el rostro plasmado con tiza. «Rand al’Thor de Dos Ríos.»

—Tal vez deba trazar planes en lo concerniente a Dos Ríos. Cuando se fundan las nieves. Tal vez.

—Como desee el gran señor —dijo con suavidad Ordeith.

La mueca que alteraba el rostro de Carridin hizo que todo el mundo lo evitase en su recorrido por los pasillos de la Fortaleza, aun cuando en realidad eran siempre pocos los que propiciaban la compañía de los interrogadores. Los criados, que se apresuraban a acudir a sus quehaceres trataban de confundirse con las piedras de las paredes, e incluso militares con nudos dorados de alto rango en sus blancas capas torcían por corredores laterales al verle la cara.

Abrió de golpe la puerta de sus habitaciones y la cerró de un portazo tras él, sin sentir para nada la satisfacción que habitualmente experimentaba ante las lujosas alfombras de Tarabon y Tear, de lujuriantes colores rojos, dorados y azules, los espejos biselados de Illian, el intrincado follaje dorado labrado en la mesa que ocupaba el centro de la estancia, en cuya elaboración había trabajado casi un año un maestro artesano de Lugard. En aquella ocasión apenas si la vio.

—¡Sharbon! —Por raro que pareciera, su criado personal no hizo acto de presencia, aunque supuestamente estaba acondicionando las habitaciones—. ¡La luz te consuma, Sharbon! ¿Dónde estás?

Por el rabillo percibió un amago de movimiento y se volvió para descargar una sarta de maldiciones contra Sharbon. Los improperios murieron en su boca cuando un Myrddraal dio otro paso hacia él con la sinuosa gracia de una serpiente.

Tenía la figura de un hombre de estatura normal, pero allí acababa toda semblanza humana. La ropa y la capa, más negras que el carbón y que no parecían agitarse con sus movimientos, conferían a la blancura larvaria de su piel un tono aún más pálido. Y no tenía ojos. Aquella mirada vacua imbuyó de terror a Carridin, al igual que había aterrorizado a miles de humanos antes que a él.

—¿Qué…? —Carridin se interrumpió para tratar de aliviar la sequedad de la boca y recuperar el registro normal en la voz—. ¿Qué hacéis aquí? —Su tono seguía sonando agudo.

Los exangües labios del Semihombre se curvaron, esbozando una sonrisa.

—Donde hay sombra, allí puedo ir yo. —Su voz sonaba igual que una serpiente arrastrándose sobre hojarasca seca—. Me gusta mantener vigilados a todos cuantos me sirven.

—Yo sir…

No había manera. Carridin desvió con esfuerzo los ojos de aquella fina y palidísima cara y le dio la espalda. Un escalofrío le recorrió la columna, al pensar que estaba de espaldas a un Myrddraal. Todo parecía nítido en el espejo de la pared que tenía enfrente. Todo salvo el Semihombre. Éste era una mancha borrosa, cuya perturbadora visión era, no obstante, preferible a haber de sostenerle la mirada. La voz de Carridin recobró una pequeña parte de su aplomo.

—Yo sirvo a… —Calló, tomando repentina conciencia del lugar donde se hallaba. En el corazón de la Fortaleza de la Luz. El rumor de un susurro de las palabras que estaba a punto de pronunciar lo harían caer en la Mano de la Luz. El más humilde de los Hijos lo fulminaría en el acto si lo oyera. Estaba solo, descontando al Myrddraal y tal vez a Sharbon. («¿Dónde está ese condenado hombre?» Sería bueno tener a alguien con quien compartir la mirada del Semihombre, aun cuando después hubiera de liquidarlo.) Pero de todas formas bajó la voz—. Yo sirvo al Gran Señor de la Oscuridad, al igual que vos. Ambos somos servidores.

—Si os complace considerarlo de este modo. —El Myrddraal exhaló una carcajada que heló los huesos a Carridin—. Aun así, pienso averiguar por qué os halláis aquí y no en el llano de Almoth.

—El…, el propio capitán general me mandó venir expresamente aquí.

—¡Las palabras de vuestro señor capitán general son basura! —contestó el Myrddraal con un rechinar de dientes—. Se os ordenó buscar al humano llamado Rand al’Thor y matarlo. Eso ante todo. ¡Por encima de todo lo demás! ¿Por qué no obedecéis?

Carridin respiró a fondo. Sentía aquella mirada fija en la espalda, como la hoja de un cuchillo recorriéndole la espina dorsal.

—Las cosas… han cambiado. Algunas cuestiones han escapado a mi control. — Un discordante sonido, como de raspadura, le hizo volver bruscamente la cabeza.

El Myrddraal pasaba la mano sobre la mesa y sus uñas arrancaban finas ralladuras de madera.

—Nada ha cambiado, humano. Renunciasteis a los juramentos prestados a la Luz y pronunciasteis otros nuevos y serán éstos los que vais a cumplir.

Carridin observó los surcos que estropeaban la pulida superficie de madera y tragó saliva.

—No comprendo. ¿Por qué de pronto es tan importante matarlo? Pensaba que el Gran Señor de la Oscuridad quería utilizarlo.

—¿Me interrogáis a mí? Debería arrancaros la lengua. No os corresponde a vos preguntar, ni tampoco comprender. ¡Solamente os corresponde obedecer! Vais a ser un ejemplo de sumisión para los perros. ¿Entendéis eso? Seguid al amo, perro, y obedeced sus órdenes.

La rabia se abrió camino entre el miedo, y la mano de Carridin tentó su costado, pero su espada no estaba allí. Se hallaba en la habitación contigua, donde la había dejado cuando se disponía a acudir a presencia de Pedron Niall.

El Myrddraal se movió con mayor celeridad que una víbora al atacar. Carridin abrió la boca para gritar cuando la mano del Semihombre le atenazó la muñeca; los huesos entrechocaron, transmitiendo espasmos de dolor al brazo. Pero ningún grito brotó de su boca, pues el Myrddraal le había agarrado la barbilla con la otra mano y lo obligó a cerrar la boca. Sus talones se levantaron, y luego los dedos se despegaron del suelo. Gruñendo y balbuciendo, quedó colgado a merced del Myrddraal.

—Escuchadme, humano. Encontraréis a ese joven y lo mataréis lo más rápido posible. No creáis que podéis fingir. Existen otros hijos de los vuestros que me dirán si os desviáis de vuestros propósitos. Pero yo os revelaré algo para animaros. Si ese Rand al’Thor sigue vivo dentro de un mes, tomaré a alguien de vuestra familia. Un hijo, una hija, un hermano, un tío. No lo sabréis hasta que el elegido haya perecido gritando. Si vive un mes más, mataré a otro. Luego a otro, y a otro más. Y, cuando no quede nadie de vuestra sangre vivo excepto vos, si aún sigue vivo, os llevaré a vos hasta el mismo Shayol Ghul. —Sonrió—. Tardaréis años en morir, humano. ¿Me comprendéis ahora?

Carridin emitió un sonido, entre un gemido y un gruñido. Temía que se le fuera a romper el cuello.

El Myrddraal lo arrojó al otro lado de la habitación. Carridin chocó contra la pared, se deslizó, aturdido, hasta la alfombra y permaneció boca abajo, tratando de recobrar el aliento.

—¿Me comprendéis, humano?

—Es… escucho y obedezco —logró articular, en el suelo, Carridin. No recibió respuesta.

Giró la cabeza, haciendo una mueca a causa del dolor que le martirizaba el cuello. En la habitación no había nadie salvo él. Los Semihombres cabalgaban las sombras como si fueran caballos, según afirmaban las leyendas, y, cuando se volvían a un lado, desaparecían. No había pared capaz de cortarles el paso. Carridin sentía deseos de sollozar. Se levantó trabajosamente, maldiciendo el dolor que aún le atormentaba la muñeca.

La puerta se abrió, y el gordezuelo Sharbon entró con un cesto en los brazos y se paró, mirando fijamente a Carridin.

—Amo, ¿os encontráis bien? Perdonadme por no estar aquí, amo, pero he ido a comprar fruta para vuestra…

Con la mano ilesa, Carridin golpeó el cesto y, mientras las arrugadas manzanas de invierno rodaban por las alfombras, abofeteó al criado.

—Perdonadme, amo —susurró Sharbon.

—Ve a buscarme papel, pluma y tinta —gruñó Carridin—. ¡Deprisa, idiota! Debo enviar órdenes.

«¿Pero cuáles? ¿Cuáles?» Mientras Sharbon se apresuraba a obedecer, Carridin clavó la mirada en las marcas de la mesa y se estremeció.

CAPÍTULO 1 La espera

La Rueda del Tiempo gira, y las eras llegan y pasan y dejan tras de sí recuerdos que se convierten en leyenda. La leyenda se difumina, deviene mito, e incluso el mito se ha olvidado mucho antes de que la era que lo vio nacer retorne de nuevo. En una era llamada la Tercera Era por algunos, una era que ha de venir, una era transcurrida hace mucho, comenzó a soplar un viento en las Montañas de la Niebla. El viento no fue el inicio, pues no existen comienzos ni finales en el

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