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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 32
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ni un minuto esperando a alguien de tu calaña. Tienes suerte de que no entrara a tiempo para oírte. ¡Muévete!

Aunque se daba por supuesto que las novicias debían obedecer tan prestamente a las Aceptadas como a las Aes Sedai, Egwene se puso lentamente en pie y se tomó su tiempo para alisarse el vestido. Después dedicó a Faolain una ligera reverencia y un esbozo de sonrisa. La airada expresión que ensombreció el rostro de la Aceptada le hizo ensanchar la sonrisa antes de que se acordara de reprimirla; no era prudente provocarla en exceso. Con el cuerpo erguido y disimulando el temblor de sus piernas, salió de la habitación seguida de la Aceptada.

Elayne ya esperaba afuera con la Aceptada de sonrosadas mejillas, expresando su implacable determinación de obrar con valentía. De algún modo, lograba dar la impresión de que la Aceptada era una criada que le sostenía los guantes. Egwene hizo votos para que su representación fuera tan lograda como la de su amiga.

Las galerías a las que daban los cuartos de las novicias se reproducían unas sobre otras, formando una hueca columna hasta el Patio de las Novicias. No se veía a ninguna mujer por allí. Incluso si todas las novicias de la Torre se hubieran encontrado en esas dependencias, sólo habrían ocupado menos de una cuarta parte de las habitaciones. Las cuatro se fueron caminando por los solitarios balcones y bajando las rampas en silencio; ninguna de ellas habría soportado el énfasis del vacío que habría provocado el sonido de sus voces.

Egwene no había visitado nunca la parte de la Torre donde estaban ubicados los aposentos de la Amyrlin. Los pasillos eran tan anchos que un carro no habría tenido dificultad para transitarlos, y su altura era aún superior. En los muros pendían tapices de innumerables estilos, que representaban diseños florales y escenas campestres, hazañas heroicas e intrincados diseños, algunos de ellos tan antiguos que parecía que iban a romperse ante el más mínimo contacto. Sus pasos resonaban con fuerza sobre las baldosas cinceladas en forma de diamante que repetían los colores de los siete Ajahs.

A lo largo de su recorrido vieron pocas mujeres: una Aes Sedai de tanto en tanto, avanzando majestuosamente sin tiempo para fijarse en novicias ni Aceptadas; cinco o seis Aceptadas que se dirigían dándose aires de grandeza a atender sus tareas o estudios; unas cuantas criadas cargadas con bandejas, fregonas o fajos de sábanas o toallas; unas pocas novicias que cumplían los recados con más celeridad que las sirvientas.

Nynaeve y su acompañante de esbelto cuello, Theodrin, se reunieron con ellas. Ninguna de ellas dijo ni una palabra. Nynaeve, que llevaba un vestido blanco de Aceptada, con las cenefas de colores en el borde, pero conservaba su propio cinturón y bolso, dedicó a Egwene y Elayne una sonrisa de ánimo y un abrazo. Egwene sentía tanto alivio por ver una cara amiga que le devolvió el abrazo sin apenas reparar en que Nynaeve se comportaba como si estuviera consolando a unas niñas. Mientras seguían caminando, no obstante, Nynaeve se propinaba de tanto en tanto un violento tirón de trenza.

Eran muy pocos los hombres que acudían a esa parte de la Torre, y Egwene vio sólo dos: Guardianes que andaban conversando, uno con la espada en la cadera y el otro colgada a la espalda. Uno era bajo y delgado, casi flaco, y el otro extraordinariamente corpulento, pero ambos se movían con una gracia que auguraba peligro. La visión de las capas de cambiantes colores propias de los Guardianes, bajo las cuales parte de su cuerpo parecía a veces confundirse con las paredes, producía una sensación casi de mareo. Advirtió que Nynaeve los miraba y sacudió la cabeza. «Habrá de hacer algo respecto a Lan. Suponiendo que alguna de nosotras se halle en condiciones de hacer algo antes de que termine el día.»

La antesala del estudio de la Sede Amyrlin era tan majestuosa como la estancia de un palacio, si bien las sillas diseminadas en ella para dar asiento a quienes pudieran esperar eran de una sobria sencillez. Pero Egwene sólo tenía ojos para Leane Sedai. La Guardiana llevaba la estrecha estola característica de su cargo, azul para indicar que procedía del Ajah Azul, y su rostro podría haber sido esculpido a partir de un liso bloque de piedra pardusca. No había nadie más allí.

—¿Os han causado problemas? —En su cortante modo de hablar no se traslucía ni enfado ni compasión.

—No, Aes Sedai —respondieron al unísono Theodrin y la Aceptada de rosadas mejillas.

—A ésta la he tenido que arrastrar cogida del cogote, Aes Sedai —dijo con tono indignado Faolain, señalando a Egwene—. Se resiste como si hubiera olvidado la disciplina de la Torre Blanca.

—Para conducir —declaró Leane— no hay que empujar ni arrastrar. Ve a ver a Marris Sedai, Faolain, y pídele que te permita meditar sobre esto mientras pasas el rastrillo por los senderos del Jardín de Primavera.

Luego despidió a Faolain y las otras dos Aceptadas, las cuales le dedicaron profundas reverencias. Mientras permanecía inclinada, Faolain asestó una furiosa mirada a Egwene.

Sin prestar atención a la partida de las Aceptadas, la Guardiana observó a las mujeres que se habían quedado con ella, con el dedo índice pegado a los labios, hasta que Egwene tuvo la sensación de que las había sopesado y medido, onza a onza y centímetro a centímetro. Los ojos de Nynaeve habían adquirido un peligroso brillo, y su mano aferraba la trenza.

Finalmente Leane dirigió la mano a las puertas del estudio de la Amyrlin, en cada una de cuyas hojas se mordía la cola la Gran Serpiente.

—Entrad —indicó.

Nynaeve se adelantó prontamente y abrió una de las puertas, lo cual bastó para poner a Egwene en movimiento. Elayne le apretó con fuerza la mano y ella se la estrechó con igual ansiedad. Leane entró tras ellas y se situó a mitad de camino entre las tres y la mesa que había en el centro de la habitación.

La Sede Amyrlin estaba sentada detrás, examinando unos papeles, y no levantó la vista. Nynaeve abrió la boca en una ocasión, pero, al advertir la severa mirada de la Guardiana, volvió a cerrarla. Las tres permanecieron en hilera delante de la mesa de la Amyrlin y aguardaron. Egwene procuraba contener los nervios y no moverse. Transcurrieron largos minutos, que a ellas se les antojaron horas, antes de que la Amyrlin alzara la cabeza; pero, cuando aquellos ojos azules se clavaron alternativamente en ellas, Egwene resolvió que hubiera podido esperar más. La mirada de la Amyrlin era como dos carámbanos que taladraban el corazón. A pesar del frío que reinaba en la habitación, notó que en la espalda comenzaba a bajarle un hilo de sudor.

—¡Vaya! —dijo por fin la Amyrlin—. Nuestras fugitivas están de regreso.

—Nosotras no huimos, madre. —A pesar de su evidente esfuerzo por mantener la calma, la voz de Nynaeve vibraba de emoción. De rabia, identificó Egwene. Detrás de aquella presencia de ánimo se escondía con frecuencia la rabia—. Liandrin nos dijo que fuéramos con ella y… —El sonoro golpe que asestó la Amyrlin en la mesa la atajó.

—¡No invoques aquí el nombre de Liandrin, hija! —espetó la Amyrlin. Leane las observaba con severa serenidad.

—Madre, Liandrin es del Ajah Negro —declaró Elayne.

—Ya lo sabíamos, hija. O, cuando menos, lo sospechábamos, que viene a ser lo mismo. Liandrin se marchó de la Torre hace unos meses, acompañada de otras diez… mujeres. Desde entonces no se ha vuelto a ver a ninguna de ellas. Antes de irse, intentaron forzar la puerta del lugar donde se guardan los angreal y sa’angreal, y consiguieron entrar en el almacén de los ter’angreal de tamaño reducido. Robaron varios de ellos, incluidos algunos cuya utilidad ignoramos.

Nynaeve miró con horror a la Amyrlin, y Elayne se frotó los brazos como si de repente sintiera frío. Egwene sabía que ella temblaba también. Eran muchas las veces que había imaginado que a su regreso se enfrentaría a Liandrin y la desenmascararía, lograría que la condenaran a algún castigo —el problema era que nunca había logrado idear un castigo suficientemente severo que estuviera a la altura de los delitos cometidos por aquella Aes Sedai con cara de muñeca—. Se había figurado incluso que al volver Liandrin ya se había escapado…, las más de las veces aterrorizada por su llegada. Pero jamás había tomado en cuenta la posibilidad de que ocurriera aquello. Si Liandrin y las otras —realmente no había querido creer que había otras— habían robado aquellos vestigios de la Era de Leyenda, no había modo de prever qué podían hacer con ellos. «Gracias a la Luz que no se llevaron ningún sa’angreal», pensó. Lo otro ya era motivo sobrado de preocupación.

Al igual que los angreal, los sa’angreal permitían que una Aes Sedai encauzara más Poder del que podía canalizar por sí sola sin incurrir en peligro, pero eran mucho más poderosos que aquéllos y los ejemplares que quedaban de ellos, más escasos. Los ter’angreal eran distintos. Aun cuando no fueran objetos frecuentes, existían en cantidades muy superiores a las de los angreal o sa’angreal y, en lugar de ayudar a encauzar el Poder Único, lo utilizaban de un modo independiente. Nadie comprendía del todo su funcionamiento. Muchos de ellos necesitaban de un acto real de canalización de Poder y únicamente producían efectos al ser usados por alguien que tuviera la capacidad de encauzar, mientras que otros cumplían la función que les era propia secundando la voluntad de cualquier persona. En tanto que los angreal y sa’angreal de los que Egwene había oído hablar eran pequeños, los ter’angreal podían ser, al parecer, de todos los tamaños. Todo indicaba que aquellos Aes Sedai de hacía tres mil años los habían creado con cometidos específicos, para realizar una función concreta, y desde entonces muchas Aes Sedai habían perecido tratando de averiguar cuáles eran; cuando no habían perdido la habilidad para encauzar. Había hermanas del Ajah Marrón que habían hecho de los ter’angreal el objeto de estudio de toda su vida.

Algunos estaban en activo, aunque seguramente no dedicados a los objetivos para los que habían sido ideados. La recia vara que asían las Aceptadas cuando prestaban los Tres Juramentos al acceder a la condición de Aes Sedai era un ter’angreal, el cual las sujetaba al cumplimiento de aquellas promesas con tanta efectividad como si quedaran impresas en sus huesos. Otro ter’angreal era el marco de la prueba final a que sometían a una novicia antes de promoverla al rango de Aceptada. Había otros, entre los que se contaban muchos que nadie era capaz de hacer funcionar con alguna lógica, y otros muchos no parecían tener ninguna aplicación práctica.

«¿Para qué se llevaron cosas que nadie sabe cómo utilizar? —se extrañó Egwene—. O quizás el Ajah Negro lo sabe.» Aquella posibilidad le puso el corazón en un puño. Era tan terrible como la idea de que un sa’angreal cayera en manos de Amigos Siniestros.

—El robo —continuó la Amyrlin con tono tan glacial como sus ojos— fue lo menos reprobable de lo que hicieron. Tres hermanas murieron esa noche, así como dos Guardianes, siete guardias y nueve criados. Asesinatos, cometidos para encubrir su robo y su huida. Puede que ello no pruebe que sean… del Ajah Negro… —las palabras salieron rechinando de su boca—, pero son pocas las que creen lo contrario. Yo tampoco lo creo, a decir verdad. Cuando hay cabezas de peces y sangre en el agua, no es preciso ver a los cazones para saber que rondan por allí.

—¿Entonces

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