innumerables cúpulas, delicadas espirales y otras formas que se elevaban dentro de su recinto. Era sorprendente la poca gente que había en la plaza. Nadie se entrometía en la Torre a menos que tuviera asuntos que atender allí, se recordó Egwene con desasosiego.
—Verin Sedai —dijo Hurin, haciendo adelantar los caballos de carga al llegar a la explanada—, debo despedirme de vosotros ahora.
Lanzó una ojeada a la Torre y luego se las arregló para no volver a mirarla, aunque en realidad era difícil contemplar otra cosa allí. Hurin procedía de una tierra donde se respetaba a las Aes Sedai, pero una cosa era respetarlas y otra muy distinta estar rodeado de ellas.
—Nos habéis sido de gran ayuda en nuestro viaje, Hurin —le agradeció Verin—, y éste ha sido ciertamente largo. En la Torre tendréis un aposento donde descansar antes de proseguir vuestro camino.
—No puedo desperdiciar ni un día, Verin Sedai —aseveró Hurin, sacudiendo enfáticamente la cabeza—. Ni una hora. Debo regresar a Shienar, a contarles al rey Easar y a lord Agelmar la verdad de lo sucedido en Falme. Debo decirles lo de… — Calló de improviso y miró en derredor. Aunque no había nadie lo bastante cerca para oírlo, de todos modos bajó la voz y se limitó a agregar—: Lo de Rand, que el Dragón ha renacido. Debe de haber barcos mercantes que vayan río arriba, y mi intención es embarcar en el primero que leve anclas.
—Id con la Luz, pues, Hurin de Shienar —lo bendijo Verin.
—La Luz os ilumine a todos —respondió el hombre, tomando las riendas, y, tras un momento de vacilación, añadió—: Si me necesitáis…, sea cuando sea, mandadme un mensaje a Fal Dara y hallaré la manera de acudir. —Aclarándose la garganta como si estuviera algo azorado, volvió grupas y se alejó al trote de la Torre. A poco, ya lo habían perdido de vista.
—¡Hombres! —exclamó Nynaeve, meneando con exasperación la cabeza—. Siempre dicen que los mandemos a llamar si los necesitamos, pero, cuando se necesita uno, se lo necesita justo en ese preciso momento y no después.
—Ningún hombre puede servirnos de algo en el lugar adonde vamos —observó secamente Verin—. Recordadlo. Guardad silencio.
Egwene experimentó una sensación de pérdida con la partida de Hurin. Apenas si hablaba con ellos, salvo con Mat, y Verin estaba en lo cierto: era sólo un hombre, indefenso como un niño ante las eventualidades que tal vez habrían de afrontar en la Torre. Pero con su marcha perdían a un miembro de su grupo, y, aun en contra de la razón, ella no podía remediar creer que siempre era útil contar con un hombre con una espada. Además, él había sido un vínculo con Rand y Perrin. «Yo tengo mis propias preocupaciones.» Rand y Perrin habrían de arreglarse con Moraine. «Y Min cuidará sin duda de Rand», pensó con un acceso de celos que trató de suprimir. Casi lo logró.
Con un suspiro, tomó a su cargo la guía de los caballos que transportaban la camilla. Mat yacía tapado hasta la barbilla, emitiendo un seco y rasposo sonido cada vez que respiraba. «Falta poco —pensó—. Pronto te curarán ahora. Y nosotras averiguaremos qué nos deparan en la Torre.» Deseaba que Verin dejara de tratar de infundirles miedo y, sobre todo, deseaba no tener que reconocer que tenía motivos para asustarlas.
Con Verin a la cabeza rodearon parte del perímetro de la Torre hasta llegar a una pequeña puerta abierta donde había apostados dos guardias. La Aes Sedai se detuvo, se bajó la capucha y se inclinó en la silla para hablar quedamente a uno de ellos. El centinela dio un respingo y dirigió una mirada de asombro a Egwene y sus compañeros.
—Como ordenéis, Aes Sedai —se apresuró a acatar y luego se adentró corriendo en el recinto de la Torre. Verin ya trasponía las puertas cuando el guardia contestó, y siguió cabalgando como si no hubiera motivo alguno de apremio.
Egwene la siguió con la litera, intercambiando miradas con Nynaeve y Elayne, intrigada por saber qué le habría dicho Verin a aquel hombre.
Justo en el interior de la puerta, había una caseta de guardia de piedra gris que tenía la forma de una estrella de seis puntas recostada de lado. Los soldados repantigados en el umbral pararon de hablar y efectuaron reverencias al paso de Verin.
Aquella parte del recinto de la Torre, con sus cuidados árboles, arbustos recortados y amplios senderos de grava, habría podido confundirse con el jardín de un aristócrata. Entre el ramaje se percibían otros edificios, todos dominados por la Torre propiamente dicha.
El camino los condujo a una caballeriza escondida entre los árboles, de donde salieron corriendo varios mozos vestidos con chalecos de cuero para hacerse cargo de sus monturas. Siguiendo las instrucciones de la Aes Sedai, algunos de ellos desataron la litera y la depositaron con cuidado en el suelo. Cuando se llevaban los caballos, Verin tomó el saco de cuero que reposaba a los pies de Mat y se lo colocó descuidadamente bajo el brazo.
Nynaeve dejó de masajearse la espalda y miró, ceñuda, a la Aes Sedai.
—Dijisteis que le quedaban unas horas, tal vez. ¿Es que vais a quedaros…?
Verin alzó una mano, pero Egwene no supo si fue su gesto el que hizo callar a Nynaeve o el ruido de pasos acercándose por el sendero de grava.
Al cabo de unos momentos apareció Sheriam Sedai, seguida por tres Aceptadas cuyos vestidos blancos tenían en el borde cenefas con los colores de los siete Ajahs, del Azul al Rojo, y dos fornidos hombres vestidos con toscas ropas de trabajo. La Maestra de las Novicias era una mujer un poco regordeta, con los altos pómulos frecuentes entre los habitantes de Saldaea. Su brillante pelo rojizo y los claros ojos verdes rasgados producían un efecto chocante en sus suaves rasgos de Aes Sedai. Miró con calma a Egwene y a las demás, pero con la mandíbula comprimida.
—Así que habéis traído de regreso a nuestras tres fugitivas, Verin. Con todo lo que ha ocurrido, casi desearía que no lo hubierais hecho.
—Nosotras no… —quiso aducir Egwene.
—¡SILENCIO! —la atajó Verin con severidad.
Luego clavó los ojos en ella —en cada una de ellas— como si la intensidad de su mirada fuera capaz de hacerles mantener la boca cerrada. A Egwene no le cabía duda de ello. Nunca hasta entonces había visto enojada a Verin. Nynaeve cruzó los brazos bajo el pecho y se puso a murmurar entre dientes, pero no dijo nada. Las tres Aceptadas que se hallaban detrás de Sheriam guardaban, naturalmente, silencio, pero Egwene creyó ver cómo les crecían las orejas de tanto aguzar el oído.
Cuando estuvo segura de que Egwene y las otras se mantendrían calladas, Verin se volvió de nuevo hacia Sheriam.
—Debe llevarse al muchacho a un lugar aislado de todos. Está enfermo, y su dolencia entraña peligro tanto para él como para los demás.
—Me han dicho que había que transportar una camilla. —Sheriam hizo una señal a los dos hombres, habló en voz baja con uno de ellos, y enseguida se llevaron a Mat.
Egwene abrió la boca para decir que necesitaba asistencia inmediata, pero, ante la rápida y furiosa mirada que le asestó Verin, volvió a cerrarla. Nynaeve se daba unos tirones tan violentos a la trenza que poco le faltaba para arrancársela.
—Supongo —dijo Verin— que a estas alturas toda la Torre está al corriente de nuestro regreso.
—Los que no lo están —repuso Sheriam— no tardarán en enterarse. Las idas y venidas se han convertido en el tema más importante de conversación y habladuría. Incluso más que los sucesos de Falme y la guerra de Cairhien. ¿Os proponíais mantenerlo en secreto?
—Debo ver a la Amyrlin —declaró Verin, tomando el saco de cuero con los dos brazos—. De inmediato.
—¿Y qué hago con estas tres?
Verin observó con el entrecejo fruncido a Egwene y sus amigas.
—Deben mantenerse estrechamente vigiladas hasta que la Amyrlin quiera verlas. Suponiendo que quiera verlas. Creo que sus propias habitaciones servirán. No hay necesidad de aislarlas en celdas. Ni una palabra a nadie.
Pese a que aún se dirigía a Sheriam, Egwene captó en sus últimas palabras una especie de recordatorio para ella y las demás. Nynaeve miraba ceñuda y se tiraba de la trenza como si descargara en ella sus deseos de asestar un puñetazo contra algo. Elayne tenía los azules ojos muy abiertos y la cara aún más pálida de lo habitual. Egwene no estaba segura de cuáles eran las emociones que compartía con ellas, rabia, temor o preocupación, pero sabía que alguna de las tres la desasosegaba.
Asestando una última mirada escrutadora a sus tres compañeras de viaje, Verin se marchó a toda prisa, apretando el saco contra el pecho y con la capa revoloteando tras ella. Sheriam apoyó los puños en las caderas y examinó a Egwene y sus amigas. Por un momento Egwene sintió un cierto alivio en su tensión. La Maestra de las Novicias siempre mantenía el ánimo templado y un compasivo sentido del humor incluso cuando estaba castigando con trabajos suplementarios a alguien por haber violado las normas. Cuando tomó la palabra, sin embargo, lo hizo con tono severo.
—Ni una palabra, ha dicho Verin Sedai, y así será. Si una de vosotras se atreve a hablar, salvo para responder a una Aes Sedai, claro está, haré que deseéis no recibir más sanción que unos latigazos y unas cuantas horas de fregar suelos. ¿Entendido?
—Sí, Aes Sedai —contestó Egwene, y oyó cómo las otras decían lo mismo, aun cuando Nynaeve pronunciara las palabras con tono de desafío.
Sheriam emitió un gutural sonido de disgusto, muy parecido a un gruñido.
—En comparación con antaño, son mucho menos numerosas las muchachas que acuden a la Torre para ser entrenadas, pero siguen viniendo. La mayoría de ellas se van sin haber aprendido a percibir la Fuente Verdadera, y mucho menos a tocarla. Unas cuantas aprenden lo necesario para no autolastimarse antes de marcharse. Son un reducido grupo las elegidas que pueden aspirar a acceder al grado de Aceptadas, y aún más escasas las que optarán por llevar el chal. Es una vida dura, una disciplina férrea y, no obstante, cada novicia lucha por resistir, por obtener el anillo y el chal. Incluso cuando tienen tanto miedo que cada noche se duermen anegadas en llanto, se esfuerzan por resistir. Y vosotras tres, que tenéis más habilidad innata de la que esperaba ver en toda mi vida, os marchasteis de la Torre sin permiso, os escapasteis sin ni siquiera disponer de una mínima instrucción, como niñas irresponsables, y prolongasteis vuestra ausencia durante meses. Y ahora regresáis como si nada hubiera pasado, como si pudierais reanudar vuestras lecciones al día siguiente. —Exhaló largamente, como si de lo contrario fuera a estallar—. ¡Faolain!
Las tres Aceptadas se sobresaltaron como si las hubieran sorprendido escuchando a escondidas y una de ellas, una mujer morena de pelo rizado, dio unos pasos al frente. Todas eran jóvenes, pero mayores que Nynaeve. La rápida Aceptación de Nynaeve había sido algo extraordinario. En condiciones normales, una novicia tardaba años en hacerse acreedora del anillo con la Gran Serpiente que llevaban, y tardaría varios años más en comenzar a abrigar esperanzas de ser ascendida a la condición de Aes Sedai.
—Llevadlas a sus habitaciones —ordenó Sheriam—, y que no salgan de allí. Pueden tomar pan, caldo frío y agua hasta que la Amyrlin especifique lo contrario. Y, si una de ellas pronuncia una sola palabra, podéis llevarla a las cocinas y ponerla a fregar cacharros. —Giró sobre sí y se alejó con paso altivo,