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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 28
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con armadura, cuyos rostros quedaban ocultos tras las barras de acero de las viseras, cedieron el paso a Verin y a su comitiva obedeciendo a una señal realizada por su oficial. Todos llevaban en el pecho la Llama Blanca de Tar Valon, semejante a una nívea lágrima.

Los lugareños, no obstante, acudían a sus quehaceres con aparente despreocupación, y la multitud concentrada en el mercado se dividía en torno a los soldados como si su presencia fuera un impedimento al que llevaban mucho tiempo acostumbrados. Algunos hombres y mujeres que transportaban cestos de fruta ajustaban el paso al de los militares, tratando de venderles arrugadas manzanas y peras que habían pasado el invierno en la despensa, pero, aparte de ellos, los tenderos y vendedores ambulantes no prestaban la más mínima atención a los soldados.

Verin tampoco parecía reparar en ellos mientras conducía a Egwene y a los demás a través del pueblo hacia el gran puente de piedra, tan delicado que hubiérase dicho de encaje, que se arqueaba sobre un cauce de casi un kilómetro de ancho.

En la entrada del puente había más soldados montando guardia, una docena de piqueros y media de arqueros que comprobaban la identidad de todo aquel que quería cruzarlo. Su oficial, un calvo cuyo yelmo colgaba de la empuñadura de su espada, parecía agobiado por la larga hilera de personas que aguardaban a pie y a caballo o en carros tirados por bueyes, mulos o el mismo propietario. La fila no tenía más de cien metros, pero, cada vez que alguien obtenía permiso para atravesar el puente, otra persona volvía a engrosarla al final. Pese a ello, el calvo oficial se tomaba su tiempo para cerciorarse de que cada uno de ellos tenía derecho a entrar en Tar Valon antes de franquearles el paso.

Cuando Verin llevó a su grupo al inicio de la fila, torció el gesto, pero entonces dirigió una mirada a su cara y se caló apresuradamente el yelmo en la cabeza. Nadie que las conociera realmente tenía necesidad de un anillo con la Gran Serpiente para identificar a las Aes Sedai.

—Buenos días tengáis, Aes Sedai —la saludó, inclinándose con una mano en el corazón—. Buenos días. Proseguid, si así lo deseáis.

Cuando Verin refrenó el caballo a su lado, en la hilera de gente se alzó un murmullo, pero nadie se quejó en voz alta.

—¿Os han causado problemas los Capas Blancas, guardia?

«¿Por qué nos paramos? —se preguntó Egwene, llena de impaciencia—. ¿Acaso se ha olvidado de Mat?»

—Nada de importancia, Aes Sedai —respondió el oficial—. No ha habido combates. Trataron de entrar en el mercado de Eldone, al otro lado del río, pero nosotros los disuadimos. La Amyrlin se propone darles un escarmiento para que no lo intenten de nuevo.

—Verin Sedai —llamó prudentemente su atención Egwene—, Mat…

—No tardaré nada, hija —aseguró la Aes Sedai con aire medio distraído—. No me he olvidado de él. —Volvió a dirigirse al oficial—. ¿Y los pueblos de los alrededores?

—No podemos mantener a los Capas Blancas fuera de ellos, Aes Sedai —repuso algo incómodo el hombre—, pero los desalojan cuando llegan nuestras patrullas. Se diría que intentan provocarnos. —Verin asintió y habría reemprendido la marcha si el oficial no hubiera vuelto a tomar la palabra—. Perdonad, Aes Sedai, pero resulta evidente que venís de lejos. ¿Traéis noticias? Con cada bajel mercante que remonta el río llegan nuevos rumores. Dicen que hay un nuevo falso Dragón en algún punto de Occidente. Hasta afirman que tiene los ejércitos de Artur Hawkwing que se han levantado de la tumba para seguirlo y que mató a un montón de Capas Blancas y destruyó una ciudad… Falme, la llaman…, que, a decir de algunos, está en Tarabon.

—¡También dicen que las Aes Sedai lo ayudaron! —gritó una voz de hombre en la fila de espera.

Hurin hizo acopio de aire y se revolvió como si previera un incidente. Egwene miró en derredor, pero no advirtió indicio alguno de quién había gritado. Todos parecían preocupados enteramente en esperar, paciente o impacientemente, su turno para cruzar. Cuando se había marchado de Tar Valon, cualquier hombre que hubiera hablado mal de las Aes Sedai se habría considerado afortunado de escapar habiendo recibido sólo un puñetazo de quien lo hubiera escuchado. El oficial miraba, rojo de cólera, la hilera de personas.

—Los rumores raras veces se ajustan a la realidad —le dijo Verin—. Puedo deciros que Falme aún sigue en pie. Y no se encuentra en Tarabon, guardia. Prestad menos oídos a los rumores, y más a la Sede Amyrlin. La Luz os ilumine. —Tomó las riendas y el militar le dedicó una reverencia mientras se ponía en camino con su comitiva.

Egwene quedó maravillada ante la visión del puente, como siempre le sucedía con todos los puentes de Tar Valon. Los calados de los muros eran tan intrincados como los que hubieran acreditado a una experta en encajes de bolillos. Parecía casi increíble que alguien hubiera podido trabajar la piedra de ese modo y que ésta pudiera sostener incluso su propio peso. El río discurría con ímpetu unos cincuenta metros más abajo, y en el kilómetro que separaba la isla de la orilla el puente se alzaba sobre él sin ningún soporte.

Aún más extraordinaria le resultó, en cierta forma, la sensación de que el puente la conducía a casa. Más extraordinaria y sorprendente. «El Campo de Emond es mi hogar.» Pero era en Tar Valon donde aprendería lo que necesitaba para seguir con vida, para ser libre. Era en Tar Valon donde averiguaría —donde debía averiguar— por qué la inquietaban tanto sus sueños y por qué a veces parecían tener significados que ella era incapaz de precisar. Tar Valon era el lugar al que estaba conectada ahora su vida. Si algún día regresaba al Campo de Emond —aquel «si» era doloroso, pero debía ser franca consigo misma—, si regresaba, sería de visita, para ver a sus padres. Ella ya no era la hija de un posadero. Aquellos lazos tampoco volverían a retenerla, no porque los detestara, sino porque simplemente los había superado con la edad.

El puente sólo era el principio. Comunicaba directamente con las murallas que rodeaban la isla, altos muros de reluciente piedra blanca con vetas plateadas que se elevaban mucho más. De trecho en trecho, las paredes quedaban interrumpidas por las torres de vigilancia construidas con el mismo material blanco, cuyas imponentes bases lamía el río. Pero más allá, más altas que las murallas, se erguían las verdaderas torres de Tar Valon, las legendarias torres, puntiagudas agujas y espirales, algunas de las cuales estaban interconectadas por airosos puentes que se elevaban a cien metros del suelo. Y aquello todavía era el principio.

Las puertas revestidas de bronce que daban a una de las grandes avenidas que entrecruzaban la isla, abiertas de par en par, sin ningún guardia apostado en ellas, habrían permitido el paso de veinte jinetes a un tiempo. Aunque la primavera apenas había dado comienzo, el aire olía a flores, perfumes y especias.

La ciudad quitó el aliento a Egwene como si nunca la hubiera visto. Cada plaza y cada cruce de calles tenía su fuente o su monumento o estatua, algunos de ellos asentados en grandes columnas tan altas como torres, pero era la ciudad en sí lo que producía aquel efecto deslumbrante. Lo que tenía una forma sencilla podía estar tan adornado y tan labrado que daba la impresión de ser un ornamento o, a falta de aderezos, se valía únicamente de su forma para producir una impresión de grandiosidad. Había edificios grandes y pequeños, construidos en piedras de todos los colores, unos modelados a imitación de conchas, de olas marinas, de arrecifes esculpidos por el viento, todos graciosos y fantásticos, ya fueran inspirados en la naturaleza o en el vuelo de la imaginación de los hombres. Las viviendas, las posadas, los propios establos…, incluso las más insignificantes edificaciones de Tar Valon habían sido erigidas con fines estéticos. Los picapedreros Ogier habían construido gran parte de la ciudad en los largos años que siguieron al Desmembramiento del Mundo, y ellos mismos afirmaban que había sido su más refinada obra.

Las calles estaban abarrotadas de hombres y mujeres de todas las nacionalidades. Los tonos de su piel cubrían toda la gama entre la oscura y la pálida; sus atuendos eran de vivos colores o pardos, pero adornados con cenefas y relucientes botones, o rígidos y severos, algunos dejando al descubierto más de lo que Egwene consideraba decente o tapándolo todo salvo los ojos y las puntas de los dedos. Las sillas de manos y las literas se desplazaban bamboleantes entre el gentío, al grito de «¡Paso libre!» de sus porteadores. Los carruajes cerrados avanzaban lentamente y los cocheros en librea gritaban «¡Jia!» y «¡So!» como si creyeran que podrían proseguir a una marcha más ligera. Los músicos callejeros tocaban la flauta, el arpa o el caramillo, en ocasiones acompañando a un malabarista o un acróbata y siempre con el sombrero preparado para recibir monedas. Los vendedores ambulantes pregonaban sus mercancías, y los tenderos alababan a voz en grito la excelencia de sus productos en la puerta de sus establecimientos. En la ciudad flotaba un murmullo similar al del canto de un ser vivo.

Verin había vuelto a subirse la capucha, y ésta le tapaba la cara. Nadie parecía prestarle atención entre la muchedumbre, observó Egwene. Nadie detenía siquiera la mirada en Mat, postrado como estaba en la litera, aunque algunas personas se apartaban de ella a su paso. La gente llevaba a veces a los enfermos a la Torre Blanca para que los curaran, y sus dolencias podían ser contagiosas.

—¿De veras prevéis problemas ahora? —preguntó Egwene, situándose junto a Verin—. Nos encontramos en la ciudad. Casi estamos allí. —La Torre Blanca, el gran edificio que destacaba, alto y majestuoso, sobre los tejados, era ya perfectamente visible.

—Yo siempre espero tener problemas —respondió con calma Verin—, y así deberías hacer tú. En especial en la Torre. A partir de ahora debéis tener todas más cuidado que nunca. Vuestros… trucos —su boca se tensó un instante antes de que recobrara la serenidad— ahuyentaron a los Capas Blancas, pero dentro de la Torre podrían muy bien acarrearnos la muerte o la neutralización.

—Yo no haría eso en la Torre —protestó Egwene—. Ninguna de nosotras lo haría.

Nynaeve y Elayne, que se habían reunido con ellas, dejando los caballos con la camilla a cargo de Hurin, asintieron, Elayne fervientemente y Nynaeve como si tuviera sus reservas.

—No deberíais repetir nunca algo así, hijas. ¡En ningún caso! ¡Jamás! —Verin las miró de soslayo por el borde de la capucha y sacudió la cabeza—. Y espero que, por vuestro bien, hayáis adquirido conciencia de lo insensato que es hablar cuando deberíais callar. —Elayne se puso roja como la grana, y a Egwene se le arrebolaron las mejillas— . Una vez que nos hallemos en la Torre, mantened la boca cerrada y aceptad como venga todo cuanto ocurra. ¡Todo cuanto ocurra! No sabéis nada de lo que os espera en la Torre y, si lo supierais, no sabríais cómo resolverlo. De modo que guardad silencio.

—Haré lo que decís, Verin Sedai —acató Egwene.

Elayne repitió en eco sus palabras, y Nynaeve emitió un resoplido. Al ver que la Aes Sedai se quedaba mirándola, asintió de mala gana.

La calle desembocó a una gran plaza situada en el centro de la ciudad, en medio de la cual se erguía la Torre Blanca, reluciente bajo el sol, prolongándose hasta dar la impresión de tocar el cielo con sus

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