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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 20
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que ella dice para cuando lleguemos al primer pueblo.

—Una buena costumbre ésa —dijo Lan, echándose la capa a la espalda.

En la creciente penumbra, parecía haber surgido de la tierra. Perrin casi perdió el equilibrio a causa de la sorpresa y Loial irguió, estupefacto, las orejas. Ninguno de ellos había oído los pasos del Guardián.

—Una costumbre que no debisteis haber perdido —agregó Lan antes de alejarse hacia donde se encontraban Moraine y los caballos.

Sus botas no produjeron el menor sonido, ni siquiera en aquel rocoso terreno, y cuando se halló a pocos metros la capa que le colgaba por detrás le confirió la inquietante apariencia de una cabeza y unos brazos que se movían flotando en el aire.

—La necesitamos para encontrar a Rand —admitió en voz baja Perrin—, pero no pienso permitir que vuelva a moldear mi vida. —Volvió a raspar vigorosamente el pescado.

A pesar de la firmeza de su resolución, a lo largo de los días siguientes y de un modo que no acabó de comprender, comprobó que él y Loial hacían la comida, fregaban los platos y se encargaban de cualquier otra tarea que a Moraine se le ocurriera encomendarles y hasta llegó a descubrir que, sin saber muy bien por qué, se había hecho cargo del cuidado diario de Aldieb. Cada noche desensillaba a la yegua y la cepillaba mientras Moraine se sentaba y permanecía absorta en sus pensamientos.

Loial lo aceptó como algo inevitable, pero Perrin no. Él trató de negarse, de resistir, pero era difícil oponerse a ella cuando formulaba una sugerencia razonable y, además, insignificante. El problema era que a aquélla seguía otra, tan fundada e insignificante como la primera, y luego otra más. El simple vigor de su presencia, de su mirada, suponían un esfuerzo para protestar. Sus oscuros ojos lo taladraban en cuanto abría la boca. Una ceja enarcada para dar a entender que se comportaba con rudeza, los ojos muy abiertos para expresar sorpresa porque él pudiera poner objeciones a una demanda tan liviana, una firme mirada que expresaba todos los atributos de una Aes Sedai; todas aquellas cosas eran capaces de hacerlo vacilar, y, una vez que se había instalado la duda en él, no había forma de recuperar el terreno perdido. La acusaba de utilizar el Poder Único con él, aun a sabiendas de que no era exactamente cierto, y ella le contestaba aconsejándole que no dijera sandeces. Comenzó a sentirse como un pedazo de hierro queriendo rebelarse contra un herrero que quería convertirlo en una guadaña a golpes de martillo.

Las Montañas de la Niebla cedieron bruscamente paso a las estribaciones de Ghealdan, una tierra plagada de colinas poco elevadas. Los ciervos, que en los montes a menudo los habían observado con recelo, como si desconocieran a ciencia cierta qué era un hombre, empezaron a alejarse presurosamente a su paso, agitando sus blancas colas. Ni siquiera Perrin vislumbraba ahora la piel rayada de los gatos monteses, que parecían esfumarse como el humo. Estaban llegando a las tierras habitadas.

Lan dejó de llevar su capa de cambiante color y se reunía con ellos con más frecuencia para ponerlos al corriente de lo que había más adelante. En muchos sitios habían talado árboles. En el paisaje fue tornándose habitual la visión de campos cercados de toscas paredes de piedra, de campesinos labrando en las faldas de los cerros y de hileras de personas siguiendo los surcos, esparciendo semillas que extraían de sacos que cargaban al hombro. De tanto en tanto, en las cumbres de las colinas y lomas divisaban casas y corrales.

Los lobos no debieran haberse encontrado allí, dado que evitaban sistemáticamente los lugares donde había hombres, pero Perrin percibía su proximidad, la invisible escolta que, formando un círculo, acompañaba a su comitiva. Ardía de impaciencia; de impaciencia por llegar a una aldea o a una ciudad, a cualquier sitio donde hubiera la gente suficiente como para mantener alejados a los lobos.

Un día después de pasar junto al primer campo, justo cuando el sol tocaba la línea del horizonte tras ellos, entraron en el pueblo de Jarra, situado a escasa distancia al norte de la frontera con Amadicia.

CAPÍTULO 8 Jarra

En torno a las escasas y angostas calles de Jarra se arracimaban, pegadas a la falda de una colina sobre un riachuelo atravesado por un puente, grises casas de piedra con tejado de pizarra. Las enfangadas callejas estaban vacías, como también lo estaba el prado en pendiente de la población, con la sola excepción de un hombre que barría la escalera de la única posada existente, junto a la cual se alzaba su propio establo. Parecía, no obstante, que en el prado había habido mucha gente hacía poco. Sobre la hierba se erguían formando un círculo media docena de arcos de verdes ramas entrelazadas adornados con la limitada variedad de flores que podían recogerse en fecha tan temprana del año. El suelo se veía pisoteado y había otros indicios de que allí se había celebrado una reunión: una bufanda roja de mujer enredada al pie de una de las arcadas, un gorro de lana de niño, una jarra de estaño volcada, algunos pedazos de comida mordisqueados. Los aromas de vino dulce y pasteles de especias impregnaban el aire, mezclados con el humo de una docena de chimeneas y las cenas que se preparaban en el fuego. Por un instante, el olfato de Perrin percibió otro olor que no pudo identificar, una tenue estela de malignidad que le puso la carne de gallina. Aun cuando sólo duró unos segundos, tuvo la certeza de que algo había pasado por allí, algo malévolo. Se frotó la nariz como si quisiera borrar su recuerdo. «No puede ser Rand. Luz, aunque se haya vuelto loco, no puede ser él. ¿O sí?»

Sobre la puerta de la posada colgaba un letrero que representaba a un hombre a pata coja con los brazos levantados: El Salto de Harilin. Cuando detuvieron los caballos delante del cuadrado edificio de piedra, el barrendero se irguió, bostezando. Dio un respingo al reparar en los ojos de Perrin, pero cuando realmente se le desorbitaron los ojos fue ante la visión de Loial. La enorme boca del hombre y la práctica inexistencia de barbilla le conferían el aspecto de una rana. Lo rodeaba un olor antiguo a vino rancio, cuando menos perceptible para el olfato de Perrin, del que se deducía que él había participado en la celebración.

El hombre se recobró parcialmente de su asombro y realizó una reverencia llevándose la mano a la doble hilera de botones de madera cosidos en su chaqueta. Sus ojos miraban alternativamente a uno y otro y, cada vez que los posaba en Loial, se abrían un poco más.

—Bienvenida, buena señora, y que la Luz ilumine vuestro camino. Bienvenidos, buenos señores. ¿Deseáis comida, habitaciones, baños? Todo podemos ofrecéroslo aquí en el Salto. Maese Harod, el posadero, regenta una buena casa. Yo me llamo Simion. Si queréis algo, preguntad por Simion y él os lo traerá. —Volvió a bostezar y se tapó la boca y se inclinó nuevamente para disimular—. Disculpad, buena señora. ¿Venís de lejos? ¿Tenéis noticias de la Gran Cacería, la Cacería del Cuerno de Valere? ¿Y del falso Dragón? Dicen que hay un falso Dragón en Tarabon. O no sé si era en Arad Doman.

—No venimos de tan lejos —respondió Lan, bajando del caballo—. Seguro que vos estáis mejor informado que yo. —Comenzaron a desmontar todos.

—¿Han oficiado una boda aquí? —preguntó Moraine.

—¿Una boda, buena señora? Vaya, hemos tenido un montón de bodas. Una auténtica epidemia. Y todas estos dos últimos días. En todo el pueblo no queda ni una mujer en edad casadera que no se haya unido en matrimonio. Hombre, si hasta la viuda Jorath arrastró al viejo Banas hasta los arcos, y eso que los dos habían jurado que no volverían a casarse. Ha sido como un torbellino que los ha trastocado a todos. Rilith, la hija del tejedor, lo empezó, pidiéndole a Jon el herrero que se casara con ella, y eso que él es tan viejo como para ser su padre y más. Y el viejo idiota va y se quita el delantal y dice que sí, y ella exige que se levanten los arcos de inmediato. No hubo manera de que se aviniera a esperar como Dios manda, y todas las otras mujeres la apoyaron. Desde entonces hemos tenido bodas día y noche. Diantre, nadie ha podido casi ni dormir.

—Muy interesante —dijo Perrin cuando Simion hizo una pausa para volver a bostezar—, pero ¿habéis visto a un joven…?

—Es muy interesante —lo interrumpió Moraine—, y tal vez después quiera que sigáis contándomelo. Por el momento, deseamos encargar habitaciones y cena. —Lan dirigió un furtivo gesto a Perrin, indicándole que se mantuviera callado.

—Desde luego, buena señora. La cena. Habitaciones. —Simion titubeó, mirando a Loial—. Tendremos que juntar dos camas para… —Se inclinó hacia Moraine y bajó la voz—. Perdonad, buena señora, pero… eh… ¿qué es exactamente? Sin intención de faltar al respeto —se apresuró a añadir.

No habló lo bastante bajo, pues Loial agitó con irritación las orejas.

—¡Soy un Ogier! ¿Qué creíais que era? ¿Un trolloc?

—¿Un trolloc, buen… ehm… señor? —Simion dio un paso atrás al escuchar la estentórea voz de Loial—. Oh, yo ya soy mayor y no creo en cuentos de niños. Eh, ¿un Ogier, decís? Pero si los Ogier son personajes de cuen… me refiero a que… es decir… — En su desesperación, se volvió para gritar en dirección al establo anexo a la posada—. ¡Nico! ¡Patrim! ¡Huéspedes! ¡Venid a buscar sus caballos!

Al cabo de un momento salieron de las caballerizas dos muchachos con paja en el pelo, bostezando y frotándose los ojos. Simion señaló la escalera, inclinándose, cuando los jóvenes se hicieron cargo de las riendas.

Perrin se colgó las alforjas y la manta enrollada al hombro y, con el arco en la mano, siguió hasta adentro a Moraine y Lan, precedidos de Simion, que se deshacía en reverencias. Loial hubo de agacharse bajo el dintel, y en el interior sólo le faltaron unos centímetros para rozar el techo con la cabeza. No paraba de murmurar para sí acerca de lo incomprensible que resultaba que fueran tan pocos los humanos que recordaban a los Ogier. Su voz sonaba como un lejano fragor de truenos e incluso Perrin, que caminaba justo delante de él, sólo acertaba a comprender la mitad de sus palabras.

La posada olía a cerveza y vino, queso y cansancio, y de la parte trasera llegaba un aroma a cordero asado. Los escasos clientes que había en la sala principal mantenían las cabezas gachas sobre sus jarras como si lo que en realidad les apeteciera fuera echarse en los bancos y ponerse a dormir. Una regordeta criada llenaba una jarra de cerveza en uno de los barriles alineados al fondo de la estancia. El propio posadero, a quien distinguieron por el largo delantal blanco que llevaba, permanecía sentado en un alto taburete en el rincón, apoyado en la pared. Al entrar los recién llegados, alzó la cabeza y los miró con ojos nublados. Se quedó boquiabierto al advertir a Loial.

—Visitantes, maese Harod —anunció Simion—. Quieren habitaciones. ¿Maese Harod? Es un Ogier, maese Harod.

La criada se volvió y, al ver a Loial, dejó caer estrepitosamente la jarra. Ninguno de los fatigados hombres sentados a las mesas alzó la vista. Uno había apoyado la cabeza en la mesa y roncaba.

Loial movió las orejas con violencia. Maese Harod se puso lentamente en pie, con la mirada fija en

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