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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 130
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vez? — Para él estaba tan poco claro como el barro, pero no le interesaba descifrarlo, sino marcharse de inmediato.

Las tres mujeres salieron cojeando tras él al corredor y se detuvieron en torno a la Aes Sedai del banco. Ésta puso los ojos en blanco, lanzando un gemido.

—Por favor. Volveré a la senda de la Luz. Juraré obedeceros a vosotras. Con la Vara Juratoria en las manos. Os lo ruego, no…

Mat se sobresaltó al ver que Nynaeve retrocedía de improviso y le asestaba un violento puñetazo que la tiró del banco. La mujer quedó tendida, con los ojos completamente cerrados por fin, pero incluso en el suelo, de costado, conservaba exactamente la misma postura que sentada.

—Se ha desbaratado —anunció animadamente Elayne.

Egwene rebuscó en el bolsillo de la mujer desmayada y transfirió al suyo algo que Mat no alcanzó a distinguir.

—Sí. Es magnífico. Se ha producido una transformación en ella cuando la has golpeado, Nynaeve. No sé bien qué es, pero lo he notado.

—Yo también —corroboró Elayne.

—Me gustaría transformarla de pies a cabeza —declaró Nynaeve con ferocidad.

Tomó la cabeza de Egwene entre las manos, y ésta se puso, jadeante, de puntillas. Cuando Nynaeve retiró las manos para aplicarlas sobre Elayne, Egwene estaba libre de contusiones y morados. Los de Elayne se difuminaron con igual rapidez.

—¡Rayos y truenos! —gruñó Mat—. ¡Habráse visto pegar a una mujer que no hacía nada! ¡No creo que pudiera siquiera moverse!

Las tres se encararon a él, y él emitió un grito estrangulado con la impresión de que el aire que lo rodeaba se había convertido en espesa gelatina. Se elevó en el aire hasta que sus botas quedaron colgando a un metro del suelo. «¡Oh, maldita sea, el Poder! ¡Hace un momento temía que la Aes Sedai fuera a utilizarlo contra mí y ahora van y lo hacen estas condenadas mujeres que he venido a rescatar! ¡Por todos los demonios!»

—No entiendes absolutamente nada, Matrim Cauthon —lo reprendió Egwene.

—Hasta que lo comprendas —agregó, con tono aún más severo, Nynaeve—, te sugiero que guardes tus opiniones para ti solo.

Elayne se contentó con asestarle una airada mirada que le recordó a su madre cuando se iba a cortar una vara para castigarlo.

Sin proponérselo, les dirigió la misma sonrisa que tantas veces había impulsado a su madre a azotarlo. «¡Diantre, si pueden hacer esto, no veo cómo ha podido encerrarlas nadie en esta celda!»

—Lo que sí entiendo es que os he librado de un sitio del que vosotras no conseguíais salir, y vosotras demostráis tanta gratitud como un maldito habitante del Embarcadero de Taren aquejado además de dolor de muelas.

—Tienes razón —concedió Nynaeve. Sus botas chocaron súbitamente en el suelo con tanta violencia que le castañetearon los dientes. Con todo, había recobrado la capacidad de movimientos—. Por más que me duela reconocerlo, Mat, tienes razón.

Reprimió la tentación de responderle con algún sarcasmo, reconociendo la disculpa tácita en su voz.

—¿Podemos irnos ya? Sandar cree que, aprovechando los combates, podremos haceros salir por una puertecilla que hay cerca del río.

—Yo no voy a marcharme todavía, Mat —afirmó Nynaeve.

—Yo me propongo encontrar a Liandrin y despellejarla —anunció tan fieramente Egwene como si se lo propusiera en serio.

—Yo sólo quiero —agregó Elayne— aporrear a Joiya Byir hasta que chille, pero me conformaré con cualquiera de ellas.

—¿Acaso estáis sordas? —gruñó—. Allá arriba se está librando una batalla. He venido a rescataros y pienso hacerlo. —Egwene le dio una palmada en la mejilla al pasar a su lado y lo mismo hizo Elayne. Nynaeve se limitó a emitir un resoplido. Miró boquiabierto cómo se alejaban—. ¿Por qué no habéis dicho nada? —reprochó al husmeador.

—Ya he visto lo que has ganado tú hablando —adujo simplemente Sandar—. No soy ningún necio.

—¡Pues yo no voy a quedarme en medio de una batalla! —gritó a las mujeres, que estaban desapareciendo por la pequeña puerta de barrotes—. Me marcho, ¿lo oís? —Ni siquiera volvieron la cabeza. «¡Probablemente van en busca de la muerte! ¡Alguien les clavará una espada mientras estén distraídas!» Apretando las mandíbulas, se colocó la barra al hombro y se puso en marcha tras ellas—. ¿Vais a quedaros ahí plantado? — llamó al husmeador—. ¡No me he tomado tantas molestias para dejar que mueran ahora!

Sandar le dio alcance en la sala de los instrumentos de tortura. Las tres mujeres se habían ido ya, pero Mat tenía la sensación de que no sería difícil localizarlas. «¡Bastará con encontrar hombres flotando en el aire! ¡Condenadas mujeres!» Apretó el paso y prosiguió al trote.

Perrin recorría con furia los pasadizos de la Ciudadela, en busca de un indicio del paradero de Faile. La había liberado dos veces más, una sacándola de una jaula de hierro, muy similar a aquella donde habían encerrado al Aiel en Remen, y otra abriendo un cofre de acero con un halcón en relieve en un costado. En ambas ocasiones ella se había disipado tras pronunciar su nombre. Saltador trotaba a su lado, olisqueando el aire. Por más aguzado que fuera el olfato de Perrin, el lobo percibía mejor los olores; había sido Saltador quien había hallado la pista del cofre.

Perrin empezaba a desesperar de poder rescatarla realmente. Tenía la impresión de que había pasado mucho rato sin localizar su rastro. Los corredores de la Ciudadela, donde ardían las lámparas y se exhibían tapices y armas en las paredes, estaban solitarios y nada se movía a excepción de él mismo y Saltador. «Aunque me ha parecido que ése era Rand.» Había advertido tan sólo un atisbo de un hombre que corría como si persiguiera a alguien. «No podía ser él. No es posible, pero creo que lo era.»

Saltador avivó de repente el paso, encaminándose a otra elevada puerta de doble hoja, en aquel caso revestida de bronce. Perrin intentó ajustarse a su marcha, tropezó y cayó de hinojos, extendiendo una mano para no desplomarse de bruces. La flojedad se había apoderado de él como si se le hubieran licuado los músculos. Aun después de recobrarse, sus fuerzas no eran las mismas de antes y le costó ponerse en pie. Saltador se giró hacia él.

Tu presencia es demasiado íntegra aquí, Joven Toro. La carne se debilita. No pones suficiente empeño en aferrarte a ella. Pronto la carne y el sueño perecerán a la vez.

—Búscala —replicó Perrin—. Es cuanto te pido: que encuentres a Faile.

Los amarillos ojos del lobo buscaron los de Perrin, tan amarillos como los suyos. Luego el animal se volvió y se dirigió a las puertas. Al otro lado, Joven Toro.

Perrin empujó, y las hojas no se movieron. No advertía dispositivo para abrirlas, ni picaporte ni pasador. En el metal había grabados diminutos dibujos, tan finos que sus ojos tardaron en reparar en ellos. Eran halcones, miles de minúsculas rapaces.

«Tiene que estar aquí. No creo que yo dure mucho más.» Gritando, golpeó el bronce con el martillo, y éste resonó como un monumental gong. Dio un nuevo martillazo, que provocó una resonancia aún más estruendosa, y, al tercero, las puertas de bronce se hicieron añicos como si fueran de vidrio.

Adentro, a ochenta metros de la entrada, un círculo de luz rodeaba a un halcón encaramado a una percha. El resto de la vasta estancia estaba sumido en la oscuridad, y en él sonaba el quedo susurro de cientos de alas.

Dio un paso adelante, y un halcón descendió en las tinieblas, arañándole a su paso la cara con las garras. Se protegió los ojos con el brazo y, soportando en él el azote de las rapaces, se encaminó tambaleante a la percha. Pese a la continua arremetida de las aves, que lo golpeaban y le desgarraban la piel, siguió pesadamente, chorreando sangre por los brazos y los hombros, escudándose los ojos, que mantenía fijos en el halcón posado en la alcándora. Había perdido el martillo; no sabía dónde, pero estaba convencido de que, si retrocedía a buscarlo, perecería antes de encontrarlo.

Al llegar junto a la percha, cayó de rodillas bajo el hostigamiento de las hirientes zarpas. Alzó la vista hacia el halcón posado en el soporte, y éste fijó, sin pestañear, los oscuros ojos en él. Tenía la pata atada a una cadena sujeta a la percha mediante un diminuto candado con forma de erizo. Tomó la cadena con ambas manos, sin prestar atención a las otras rapaces que componían un auténtico torbellino de cortantes garras a su alrededor, y la partió con las últimas fuerzas que le quedaban. El dolor y los halcones lo sumieron en la oscuridad.

Abrió los ojos y recobró conciencia de su atormentado cuerpo, de la quemazón en la cara, brazos y hombros que parecían haber sido acuchillados mil veces. No importaba. Faile estaba arrodillada a su lado, con preocupación patente en sus oscuros ojos rasgados, enjugándole el rostro con un paño ya empapado con su sangre.

—Mi pobre Perrin —dijo quedamente—. Mi pobre herrero. Estás tan malherido…

Volvió la cabeza con esfuerzo que avivó su dolor. Se encontraban en el comedor privado de La Estrella, y junto a una pata de la mesa había un erizo de madera, partido en dos.

—Faile —susurró—. Mi halcón. Rand seguía en el Corazón de la Ciudadela, pero su entorno había cambiado. No había hombres combatiendo, ni cadáveres, nadie en absoluto salvo él. De improviso se expandió por toda la fortaleza el sonido de un gran gong. Éste sonó de nuevo y hasta las propias piedras resonaron bajo sus pies. La tercera vez, el vibrante ruido se interrumpió súbitamente, como si el gong se hubiera hecho pedazos, y todo quedó en silencio.

«¿Dónde estoy? —se preguntó—. Y lo que es más importante, ¿dónde está Ba’alzemon?»

A modo de respuesta, en las sombras del bosque de columnas brotó un encendido proyectil similar al que había originado Moraine, que avanzaba directamente hacia su pecho. Su muñeca modificó instintivamente la posición de la espada; como por puro instinto también hizo fluir el Saidin hacia Callandor hasta crear un torrente de Poder que avivó el brillo del arma con un ardor superior incluso al de la flecha lanzada contra él. Su precario equilibrio entre existencia y destrucción vaciló. Aquel embravecido caudal amenazaba con consumirlo.

La barra de luz chocó con la hoja de Callandor… y se bifurcó en su filo en dos lenguas que pasaron a su lado. Notó que la chaqueta se chamuscaba con su proximidad y percibió, asimismo, el olor de la lana que comenzaba a quemarse. Tras él, las dos púas de fuego compacto, de líquida luz, prosiguieron el curso trazado, atravesando las enormes columnas de piedra y, a su paso, las ardientes barras desintegraron la materia y los fustes quedaron segados al instante. Las columnas del Corazón de la Ciudadela se vinieron estrepitosamente abajo, en medio de una lluvia de polvo y fragmentos de piedra. Lo que entraba en contacto con la luz, en cambio, dejaba simplemente de existir.

En las tinieblas sonó un gruñido de rabia, y el abrasador rayo de calor blanco se desvaneció.

Rand movió Callandor como si la descargara contra algo que tenía delante. La blanca luz que desdibujaba la hoja se prolongó y cortó limpiamente, como si fuera seda, la caña de roja piedra detrás de la cual se había producido el gruñido. La sesgada columna tembló; una parte del fuste se desprendió del techo y se hizo pedazos. Cuando cesó el estruendo, oyó el sonido del roce de unas botas en el suelo. Era alguien que corría.

Con Callandor aprestada, Rand se precipitó en pos de Ba’alzemon.

El elevado dintel de la salida del Corazón se desmoronó al llegar a él, y la

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