arma de negro fuego—. ¡Tomadla! ¡Tomad Callandor! Durante los tres mil años que ha durado mi cautiverio, ha estado aguardándoos aquí. Uno de los más poderosos sa’angreal que jamás se han creado. ¡Cogedla, y defendeos si podéis!
Avanzó hacia Rand como para hacerlo retroceder hacia Callandor, pero éste alzó las manos y, henchido de Saidin, sintió el dulce fluir del Poder, la nauseabunda vileza de la infección. Un segundo después empuñaba una espada formada por rojas llamas, una espada con la marca de la garza impresa en su ardiente hoja. Adoptó las posturas que Lan le había enseñado hasta pasar de una a otra como en una danza. Partir la seda. El agua desbordada en la pendiente. Viento y lluvia. La hoja de negro fuego chocaba con la de rojas llamas produciendo una lluvia de centellas, el estrépito del metal candente despedazándose.
Rand volvió despacio a una actitud defensiva, tratando de no dejar entrever su súbita incertidumbre. En la negra hoja había también una garza, un ave tan oscura que casi resultaba invisible. En una ocasión había luchado con un hombre que tenía la marca de la garza en la espada y había estado a punto de perder la vida. Sabía que él no tenía ganado el derecho al trofeo de poseer la marca de un maestro espadachín; ésta se encontraba en el arma que su padre le había dado, y, cuando imaginaba una espada en sus manos, pensaba en esa espada. Una vez había abrazado la muerte, tal como le había recomendado el Guardián, pero no tenía duda de que aquella vez su muerte sería definitiva. Be’lal era mucho más diestro que él con la espada. Más fuerte, más rápido, un verdadero maestro.
El Renegado reía, alborozado, trazando veloces floreos con la hoja a ambos lados de él, y el negro fuego rugía como si el paso por el aire le proporcionara mayor velocidad.
—Erais mejor espadachín antes, Lews Therin —observó con tono de mofa—. ¿Recordáis cuándo comenzamos a practicar ese ocioso deporte llamado de espadas y aprendimos a matar con él, como afirmaban los libros que hacían antaño los hombres? ¿Os acordáis aunque sólo sea de una de aquellas desesperadas batallas, de una siquiera de aquellas absolutas derrotas? Desde luego que no. No recordáis nada. Esta vez no habéis aprendido bastante. Esta vez, Lews Therin, os daré muerte yo. —Su actitud burlona iba acentuándose—. Puede que si cogierais Callandor lograríais quizá prolongar un poco vuestra vida. Un poco más.
Se adelantó lentamente, casi como para proporcionar a Rand el tiempo necesario para seguir su consejo, para volverse y correr hacia Callandor, la Espada que no Puede Tocarse, para cogerla. Pero a Rand todavía lo embargaban las dudas. Sólo el Dragón Renacido podía tocar Callandor. Había permitido que lo proclamaran como tal por un centenar de razones que no parecían dejarle alternativa en ese momento. ¿Pero era él realmente el Dragón Renacido? Si se precipitaba para tocar de verdad Callandor, en estado de vigilia, ¿chocaría su mano contra un invisible muro mientras Be’lal lo atacaba por la espalda?
Se enfrentó al Renegado con la espada que conocía, el arma de fuego forjada con el Saidin. Y hubo de retroceder. La hoja caída dio respuesta a La seda rociada. El gato danza en la pared contrarrestó El jabalí baja corriendo la montaña. El río socava la orilla casi le supuso perder la cabeza, y lo obligó a echarse a un lado sin ningún donaire con la negra llama rozándole el pelo y a recobrar el equilibrio para hacer frente a La piedra rodando por la montaña. De forma metódica y deliberada, Be’lal lo iba acorralando en una espiral que paso a paso lo acercaba a Callandor.
Entre las columnas resonaron gritos, alaridos y entrechocar de acero, pero Rand apenas lo escuchó. Él y Be’lal ya no se hallaban solos en el Corazón de la Ciudadela. Unos hombres acorazados con petos y yelmos de ancha ala luchaban con espadas contra borrosas formas que se precipitaban entre los pilares con cortas lanzas en ristre. Algunos de los soldados se pusieron en formación y una lluvia de flechas provenientes de la penumbra les acertó en la garganta y en la cara, desbaratando la hilera que acababan de formar. Rand casi no se percató del combate, ni siquiera cuando los hombres cayeron muertos a pocos pasos de él. Su propia lucha era demasiado desesperada y requería toda su concentración. Por el costado comenzó a manarle un tibio reguero. La antigua herida volvía a abrirse.
De improviso tropezó con un cadáver que no había visto y cayó de espaldas sobre la funda de la flauta y el suelo de piedra. Be’lal puso en alto su hoja de negro fuego, gruñendo.
—¡Cogedla! ¡Coged Callandor y defendeos! ¡Tomadla u os mataré! ¡Si no la tomáis, acabaré con vos!
—¡No!
Incluso Be’lal se sobresaltó ante el autoritario tono de aquella voz de mujer. El Renegado retrocedió fuera del alcance de la espada de Rand y volvió la cabeza hacia Moraine, que acudía con paso decidido entre la batalla, con la mirada fija en él, sin prestar atención a los gritos de agonía que sonaban a su alrededor.
—Pensaba que habíamos puesto fin a vuestra intromisión, mujer. Da igual. No sois más que una molestia, una insidiosa mosca, una hormiga roja. Os encarcelaré con las otras y os enseñaré a servir a la Sombra con vuestros insignificantes poderes. — Remató sus palabras con una desdeñosa carcajada y alzó la mano libre.
Moraine, que no había aminorado el paso mientras hablaba, se encontraba a unos veinte metros de él cuando el Renegado movió la mano y ella levantó, asimismo, la diestra y la siniestra.
En el rostro del Renegado se manifestó un instante la sorpresa y aún tuvo tiempo de chillar «¡No!». Después, de las manos de la Aes Sedai brotó una barra de blanco fuego más abrasadora que el sol, una ardiente franja que dispersó todas las sombras y ante la cual Be’lal se transformó en una masa de incandescentes motas que se agitaron en la luz por espacio de un segundo, de partículas que se consumieron antes de que se hubiera apagado el eco de su grito.
—Tenía razón respecto a una cosa —declaró Moraine, tan serena e impasible como si se hallara en medio de un prado—. Debes tomar Callandor. Él pretendía matarte para robártela, pero te pertenece por derecho propio. Sería mucho mejor que hubieras profundizado en el conocimiento antes de empuñarla. Sin embargo, ha llegado el momento y no queda tiempo para aprender. Tómala, Rand.
En torno a ella se curvaron unos látigos de negros relámpagos que la levantaron y luego la arrojaron al suelo, sobre el que se deslizó como un fláccido saco hasta chocar contra una de las columnas.
Rand alzó la vista para descubrir el origen de los rayos. Había una sombra más compacta allá arriba, cerca de los capiteles; una negrura a cuyo lado parecía luz de mediodía la oscuridad restante, y, desde ella, dos ojos de fuego le devolvieron la mirada.
Lentamente la sombra descendió y adoptó la forma de Ba’alzemon, vestido de un negro más profundo que el azabache, igual que un Myrddraal. Pese a ello, su ropa no era tan tenebrosa como la sombra prendida a él. Flotaba en el aire, a tres metros del suelo, observando a Rand con mirada tan feroz como sus ojos.
—Dos veces en esta vida te he ofrecido la posibilidad de servirme vivo. —Las llamas surgían de su boca al hablar y cada palabra crepitaba como una hoguera—. Por dos veces la has rechazado y me has herido. Ahora te someterás al Señor de la Tumba tras la muerte. Muere, Lews Therin Verdugo de la Humanidad. Muere, Rand al’Thor. ¡Ha llegado tu hora! ¡Yo te arrebataré el alma!
Mientras Ba’alzemon alargaba la mano, Rand se lanzó desesperadamente hacia Callandor, que seguía reluciendo y centelleando suspendida. No sabía si la alcanzaría, ni si podría tocarla, pero estaba convencido de que era su única oportunidad.
El golpe de Ba’alzemon lo acertó al saltar y se introdujo en su interior, aplastando y desgarrando, arrancando algo, tratando de llevarse una parte de él. Rand se puso a gritar. Sintió como si se desinflara como un saco vacío, como si lo volvieran del revés. Casi agradeció el dolor del costado, de la herida recibida en Falme, puesto que él le recordaba que estaba vivo. Su mano se cerró convulsivamente… en torno a la empuñadura de Callandor.
El Poder Único lo inundó. Circulando en un torrente de inimaginable caudal, el Saidin fluía hacia la espada. La hoja de cristal resplandeció aún con más intensidad que el fuego de Moraine. Era imposible mirarla, imposible ver que era una espada. Sólo la percibía como ardiente luz que sostenía con el puño. Luchó contra la crecida, forcejeó con la implacable marea que amenazaba con llevárselo, con trasladar en su corriente la esencia de su persona a la espada. Por espacio de un instante que se prolongó un siglo permaneció en suspenso, tambaleante, al borde de la anulación, como un grano de arena que arrastra consigo el embravecido oleaje. Con lentitud infinita recobró el equilibrio y, aun así, fue como si se hallara descalzo sobre el filo de una cuchilla encima de un interminable abismo. Algo le decía que aquella precaria situación era lo mejor que le cabía esperar. Para encauzar tal cantidad de Poder, debía danzar sobre esa arista como lo había hecho con las figuras del arte de la espada.
Se volvió de cara a Ba’alzemon. El desgarro interior había cesado en cuanto su mano había tocado Callandor. Sólo había transcurrido un instante que a él se le había antojado, empero, una eternidad.
—¡No me quitaréis el alma! —gritó—. ¡En esta ocasión, pienso acabar con esto de una vez por todas! ¡Lo voy a dar por concluido ahora mismo!
Ba’alzemon huyó. Desapareció el hombre y la sombra.
Rand se quedó mirando un momento. Había tenido la sensación de algo que se plegaba al partir Ba’alzemon. Había percibido algo que se torcía, como si Ba’alzemon hubiera de algún modo doblado la realidad. Haciendo caso omiso de los hombres que tenían la vista fija en él y de Moraine abatida en la base de la columna, Rand alargó la mano, empuñando Callandor, y burló las leyes de la materia para abrir una puerta a otra dimensión. No sabía adónde daba, sólo que Ba’alzemon había ido allí.
—Ahora soy yo el perseguidor —dijo, franqueándola.
La piedra se agitó bajo los pies de Egwene. La Ciudadela se estremecía, vibraba. Recuperó la estabilidad y se paró a escuchar. No advirtió más sonido ni temblor. Fuera lo que fuese lo que lo había causado, había cesado ya. Siguió presurosa hasta llegar a una puerta de barrotes de hierro con una cerradura tan grande como su cabeza interpuesta en su camino. Encauzó Tierra y, al empujarla, la cerradura se partió en dos.
Atravesó velozmente la habitación adonde daba, procurando no mirar los objetos colgados en las paredes, entre los más inocuos de los cuales se contaban látigos y tenazas. Ligeramente estremecida abrió otra puerta de hierro más pequeña y entró en un pasillo flanqueado de toscas puertas de madera y de espaciadas antorchas de junco sujetas en aros de hierro, sintiendo casi tanto alivio por dejar atrás aquella cámara de torturas como por haber encontrado lo que buscaba. «¿Qué celda será?»
No le costó abrir las puertas de madera. Algunas no estaban cerradas con llave y las cerraduras de las demás no duraron más que la otra, mucho más resistente, que había inutilizado antes. Todos los calabozos