invisibles golpes recibidos en el febril estado que se había adueñado de ella al darse cuenta de… «No voy a perder tiempo recordándolo. He de pensar en la manera de escapar.» Se corrió hacia atrás para apoyarse en una pared. El dolor rivalizaba con la fatiga; la resistencia que había opuesto le había consumido las fuerzas, y las contusiones parecían agotarla aún más.
En la celda no había nada salvo ellas tres y la antorcha. Nada cubría el frío y duro suelo. La puerta de toscas planchas, astillada como si incontables dedos la hubieran arañado fútilmente, era la única interrupción en los muros. En la piedra habían garabateado mensajes, casi siempre con mano trémula. «La Luz se apiade de mí y permita que muera», decía uno. Lo ahuyentó de la mente.
—¿Seguimos escudadas? —murmuró.
Le resultaba doloroso incluso hablar. Cuando Elayne asentía, cayó en la cuenta de lo innecesario de la pregunta. La hinchada mejilla de la rubia joven, su labio partido y el morado en el ojo eran muestras evidentes de la respuesta, aun sin tener en cuenta su propio estado. Si Nynaeve hubiera podido establecer contacto con la Fuente Verdadera, estarían sin duda curadas.
—Lo he intentado —adujo con desesperación Nynaeve—. Lo he intentado una y otra vez. —Se dio un violento tirón de trenza y la rabia afloró en ella a pesar de la desesperanza y el miedo reflejados en su voz—. Una de ellas está sentada afuera. Amico, esa chica de cara lechosa, si no la han relevado desde que nos encerraron aquí. Supongo que basta con una para mantener el escudo una vez que se ha entrelazado. — Emitió una amarga carcajada—. Con tanto trabajo que les costó apresarnos, cualquiera diría que carecemos de importancia. Han pasado horas desde que cerraron esa puerta y no ha venido nadie a hacer preguntas, ni a mirar, ni siquiera a traer agua. Quizá pretenden dejarnos morir de sed.
—Cebo. —Elayne tenía la voz temblorosa pese a sus infructuosos esfuerzos por disimular el temor—. Liandrin dijo que somos un cebo.
—¿Cebo para qué? —preguntó con voz entrecortada Nynaeve—. ¿Para quién? ¡Si soy un cebo, me gustaría colarme en sus gargantas hasta que se atragantaran!
—Rand. —Egwene calló un instante para tragar saliva, ansiando tomar aunque sólo fuera una gota de agua—. He soñado con Rand y Callandor. Me parece que viene hacia aquí. —«¿Pero por qué he soñado con Mat? ¿Y Perrin? Era un lobo, pero estoy segura de que era él»—. No os dejéis embargar por el temor —dijo, tratando de imprimir confianza a la voz—. Escaparemos de algún modo de sus garras. Si conseguimos vencer a los seanchan, también lograremos zafarnos de Liandrin.
Nynaeve y Elayne se miraron.
—Liandrin dijo que están en camino trece Myrddraal, Egwene —le comunicó Nynaeve.
Involuntariamente posó la mirada en el mensaje grabado en la pared de piedra: «La Luz se apiade de mí y permita que muera». Apretó con fuerza los puños y sus mandíbulas se agarrotaron por el esfuerzo de no gritar aquellas palabras. «Mejor morir. ¡Es preferible la muerte a ser entregada a la Sombra, obligada a servir al Oscuro!»
Tuvo conciencia de la mano que apretaba la bolsa sujeta a su cinturón. Notaba la forma de los dos anillos que había adentro, la pequeña sortija con la Gran Serpiente y el retorcido aro de piedra.
—No me han quitado el ter’angreal —comentó con extrañeza.
Lo sacó, y el círculo de un solo borde, formado por rayas moteadas de color, quedó reposando pesadamente en la palma de su mano.
—Ni siquiera nos han concedido el grado de importancia para registrarnos — suspiró Elayne—. Egwene, ¿estás segura de que Rand viene hacia aquí? Preferiría huir por mis propios medios en lugar de esperar por si aparece, pero, si hay alguien capaz de vencer a Liandrin y a sus compañeras, esa persona tiene que ser él. El Dragón Renacido empuñará Callandor. Él debe poder derrotarlas.
—No si lo arrastramos a una jaula en nuestra caída —murmuró Nynaeve—. No si le han preparado una trampa que no perciba. ¿Por qué miras tan fijamente ese anillo, Egwene? De nada va a servirnos ahora el Tel’aran’rhiod. A no ser que sueñes con una vía de escapatoria.
—Tal vez sea factible —apuntó—. En el Tel’aran’rhiod podría encauzar y el escudo interpuesto no me impedirá hacerlo. Sólo necesito dormir, sin necesidad de canalizar. Y con lo cansada que estoy no me costará conciliar el sueño.
Elayne frunció el entrecejo e hizo una mueca de dolor cuando ello le avivó las molestias de las magulladuras.
—Estoy dispuesta a probarlo todo, pero ¿cómo vas a encauzar aunque sea en sueños si te han cortado el acceso a la Fuente Verdadera? Y en caso de que pudieras, ¿qué beneficio sacaríamos de ello?
—No lo sé, Elayne. El que me hayan escudado aquí no significa que tenga neutralizada la capacidad en el Mundo de los Sueños. Al menos vale la pena intentarlo.
—Tal vez —concedió con tono preocupado Nynaeve—. Yo también estoy dispuesta a agotar todas las posibilidades, pero la última vez que utilizaste ese anillo viste a Liandrin y a las otras. Y dijiste que ellas te vieron. ¿Y si se encuentran de nuevo allí?
—Eso espero —aseguró ferozmente Egwene—. Eso espero.
Cerró los ojos, aferrando el ter’angreal. Elayne le acarició el pelo y le murmuró quedamente al oído. Nynaeve comenzó a tararear aquella nana sin letra tantas veces escuchada en su infancia y, por una vez, no la irritó en lo más mínimo. Los suaves sonidos y el contacto de sus manos propiciaron que se entregara, rendida, al sueño.
En aquella ocasión iba vestida con seda azul, un detalle en el que apenas reparó. Una dulce brisa le acarició la ilesa cara y produjo un revuelo de mariposas sobre las florecillas silvestres. La sed y el dolor habían cesado. Se abrió al abrazo del Saidar, y elPoder Único la colmó. Incluso el sentimiento de triunfo experimentado por el éxito fue insignificante comparado a la marea de Poder que la embargó.
Venció su renuencia a desprenderse de él, cerró los ojos y llenó el vacío con una perfecta imagen del Corazón de la Ciudadela. Aquél era el único lugar de la fortaleza que podía imaginar fielmente aparte de su celda, que, por otra parte, sería poco menos que imposible distinguir de los demás cubículos idénticos en que se dividía la cárcel. Al abrir los ojos, se encontraba allí. Pero no estaba sola.
La figura de Joiya Byir se erguía delante de Callandor, tan insustancial que el palpitante brillo de la espada se percibía a su trasluz. El arma de cristal ya no relucía gracias a la luz refractada, sino que resplandecía con impulsos intermitentes, como si la luz de su interior se cubriera y descubriera alternativamente. La hermana Negra tuvo un sobresalto de sorpresa y se volvió hacia Egwene.
—¿Cómo es posible? ¡Te hemos escudado! ¡Ya no puedes soñar!
Aún no había pronunciado la primera palabra cuando Egwene volvió a llamar al Saidar, enlazó los complicados flujos de Energía tal como recordaba que habían sido aplicados contra ella y cortó el contacto de Joiya Byir con la Fuente. A la Amiga Siniestra se le desorbitaron los ojos, esos crueles ojos tan incongruentes en su hermoso y amable semblante, pero ya Egwene entretejía Aire. Por más nebulosa que fuera su forma, la mujer quedó apresada en él. Egwene no hubo de esforzarse por mantener entreveradas las ataduras. Se acercó a Joiya Byir y vio el sudor que le resbalaba por la frente.
—¡Tienes un ter’angreal! —El miedo era patente en su rostro, pero su voz porfiaba por ocultarlo—. Tiene que ser eso. Un ter’angreal que no hemos descubierto y que no requiere encauzamiento. ¿Crees que va a servirte de algo, muchacha? Hagas lo que hagas aquí, no tendrá ningún efecto en el mundo real. ¡El Tel’aran’rhiod es un sueño! Cuando despierte, yo misma te quitaré el ter’angreal. Ten cuidado con lo que haces, no vayas a darme motivos de enfado que duren cuando acuda a tu celda.
—¿Estáis segura de que vais a despertar, Amiga Siniestra? —preguntó, sonriéndole, Egwene—. Si vuestro ter’angreal funciona sólo encauzando, ¿por qué no habéis despertado cuando os he escudado? Tal vez no podáis despertar mientras sigáis escudada aquí. —Su sonrisa se disipó; el esfuerzo de sonreír a aquella pérfida Aes Sedai era insoportable—. En una ocasión una mujer me enseñó la cicatriz de una herida recibida en el Tel’aran’rhiod, Amiga Siniestra. Lo que sucede aquí continúa siendo real en la vigilia.
El sudor bajaba ahora por toda la lisa cara de edad atemporal de la hermana Negra. Egwene se preguntó si preveía una muerte inminente y casi lamentó no ser lo bastante cruel para matarla. Los inmateriales golpes e implacables puñetazos que había recibido provenían de esa mujer, y no había dado más motivo que persistir en su intento de zafarse de ellos, en su decisión de no dejarse vencer.
—La persona capaz de dar tamaña paliza —dijo— no debería poner objeciones a una leve. —Entrelazó rápidamente otro flujo de Aire; los oscuros ojos de Joiya Byir se abrieron de incredulidad ante el primer golpe descargado en su cadera. Egwene descubrió la manera de fijar el tejido para no tener que mantenerlo—. Os acordaréis de esto, y lo sentiréis en vuestra carne, al despertar. Cuando os permita despertar. Recordad esto también. ¡Si intentáis siquiera volver a pegarme, os devolveré aquí y os dejaré cautiva para el resto de vuestros días!
La hermana Negra la miró con odio, pero en sus ojos asomaba un indicio de lágrimas.
Egwene sintió vergüenza por un momento. No por el castigo que había infligido a Joiya, el cual tenía perfectamente merecido, ya no por su propio apaleamiento, sino por las muertes causadas en la Torre. Se arrepentía de haber desperdiciado tiempo disfrutando de su propia venganza mientras Nynaeve y Elayne permanecían en una celda con sólo un resquicio de esperanza en una posible salvación que había de venir de ella.
Desconectó el flujo de las tramas creadas casi sin darse cuenta y luego dedicó un instante a estudiar lo que había realizado: tres tejidos diferentes, y no sólo no le había costado mantenerlos todos a la vez, sino que había hecho algo para que se sustentaran por sí solos. Algo que grabó en su memoria, previendo su utilidad.
Al cabo de un momento, deshizo uno de ellos, y la Amiga Siniestra se puso a sollozar tanto a causa del alivio como del dolor.
—Yo no soy como vos —dijo Egwene—. Es la segunda vez que hago una cosa así, y no me gusta. Tendré que aprender a degollar a la gente para no tener que repetirlo. —Por la cara que puso la hermana Negra, infirió que creía que Egwene se proponía comenzar a practicar con ella.
Emitiendo una exclamación de repugnancia, Egwene la dejó allí de pie, inmovilizada y escudada, y se alejó por el bosque de pulidas columnas de piedra roja. Tenía que haber alguna ruta que condujera a las mazmorras.
El pasillo quedó en silencio cuando las mandíbulas de Joven Toro quebraron el último grito de agonía al cerrarse en la garganta del dos-piernas. La sangre le dejó un sabor amargo en la lengua.
Sabía que se hallaba en la Ciudadela de Tear, aunque no de dónde procedía tal certidumbre. Los dos-piernas tendidos a su alrededor, uno de los cuales daba los últimos estertores bajo las dentelladas de Saltador, habían despedido el rancio olor a miedo al luchar, y también a confusión. Seguramente ignoraban dónde se encontraban —de lo que no cabía duda era de que eran ajenos al sueño de lobos— pero alguien debía de haberlos