había desprendido una teja del alero. El ruido había despertado al hombre que dormía abajo, el cual se había puesto a vociferar «¡Al ladrón!», y él había tenido que huir a toda prisa. Volvió a colocarse bien el hatillo sin prestarle más atención y se agazapó detrás de la chimenea. Al cabo de un momento depositó en el tejado la caja de latón, cuya asa se recalentaba cada vez más.
Sintió un grado mayor de seguridad, aunque no de entusiasmo, al observar la Ciudadela desde las sombras. La muralla de la ciudad, de apenas un metro de ancho, reforzada con grandes contrafuertes de piedra envueltos en tinieblas, no era, con diferencia, tan recia como las que había visto en otras urbes, en Caemlyn o en Tar Valon. Un metro era un espacio más que suficiente para caminar, desde luego, si no se tenía en cuenta que un tropiezo supondría caer desde una altura de casi veinte metros. En la oscuridad, contra el duro pavimento. «Pero algunas de esas malditas casas están adosadas a ella, y no será difícil trepar hasta arriba. ¡Y va directamente a la condenada Ciudadela!»
Ello era cierto, en efecto, si bien no especialmente esperanzador. Las paredes de la fortaleza parecían acantilados. Volvió a mirarlas una vez más y se dijo que sería capaz de escalarlas. «Por supuesto que sí. Son simplemente como esos peñascos de las Montañas de la Niebla.» Eran casi cien metros de muro ininterrumpido hasta las almenas. Supuso que debía de haber aspilleras más abajo, pero no logró atisbarlas a oscuras. De todas formas, no podría entrar por una aspillera. «Cien malditos metros, puede que más. Demonios, ni siquiera Rand probaría a subir.» Aquélla era, no obstante, la única forma de acceso que había encontrado. Todas las puertas que había visto estaban cerradas a cal y canto y parecían tan recias como para contener a una manada de búfalos, por no mencionar a la docena aproximada de soldados que custodiaban hasta la última de ellas, acorazados con yelmos y petos y armados con espadas.
De repente pestañeó y escudriñó la pared de la Ciudadela. Algún loco, sólo perceptible como una sombra que se movía a la luz de la luna, trepaba por ella y ya había llegado a la mitad, a más de sesenta metros del suelo. «Un loco, ¿eh? Bueno, pues yo estoy tan chalado como él, porque también voy a subir. Condenación, seguramente provocará la alarma allá adentro y hará que me atrapen.» Ya no veía al escalador. «¿Quién diablos debe de ser? ¿Qué más da quién sea? Caramba, vaya endiablada manera de ganar una apuesta. ¡Voy a exigir que me den un beso todas, incluso Nynaeve!»
Se movió para observar el muro con la intención de elegir el mejor lugar donde iniciar el ascenso, cuando de improviso notó el frío del acero en el cuello. Lo apartó de sí instintivamente y con un golpe de barra hizo caer a su atacante. Otra persona lo derribó a él y lo postró casi encima del hombre que había abatido. Rodó hacia un costado y se puso en pie de un salto; maldijo para sus adentros al ver que había perdido el hatillo con los artículos de pirotecnia —«¡Si cae a la calle, los estrangularé!»—, e hizo girar en molinete el bastón; notó cómo éste chocaba contra alguien, y la segunda vez oyó gruñidos. Después notó dos hojas de acero apuntadas a su garganta.
Se quedó inmóvil, con los brazos separados del cuerpo. Las mates puntas de unas cortas lanzas que apenas reflejaban la tenue luz de la luna se le clavaban en la piel, casi a punto de hacer brotar sangre. Levantó la mirada para ver las caras de quienes las empuñaban, pero éstos llevaban la cabeza envuelta y de sus rostros, envueltos en negros velos, sólo eran perceptibles los ojos, que lo observaban fijamente. «¡Maldita sea, tenía que topar con ladrones de verdad! ¿Qué ha sido de mi buena fortuna?» Esbozó una amplia sonrisa, enseñando bien los dientes para que los vieran bajo la luz de la luna.
—No tengo intención de interferir en vuestro trabajo y, si me dejáis seguir mi camino, yo os dejaré proseguir el vuestro sin decir nada a nadie. —Los encapuchados no se movieron un ápice, ni tampoco sus lanzas—. A mí tampoco me conviene llamar la atención. Os prometo que no os delataré.
Permanecieron como estatuas, mirándolo. «Demonios, no tengo tiempo para desperdiciarlo así. Es hora de arrojar los dados.» Por espacio de un escalofriante momento tuvo la impresión de que las palabras que había formulado mentalmente habían sonado extrañas. Aferró la barra, caída a su lado…, y a punto estuvo de gritar cuando alguien le pisó con fuerza la muñeca.
Giró los ojos para averiguar quién. «Qué estúpido soy, me había olvidado del individuo encima del que he caído.» Entonces vio otra sombra que se movía detrás del hombre que lo tenía paralizado con el pie en la muñeca y concluyó que, después de todo, tal vez no había sido tan desafortunado que no hubiera conseguido poner en uso el bastón.
La bota apoyada en su brazo era de piel flexible, atada con cintas hasta la rodilla, lo cual despertó un eco en su memoria. Algo relacionado con un hombre que habían encontrado en las montañas. Examinó de arriba abajo la tenebrosa figura, tratando de distinguir la forma y el color de su ropa, que parecía ser una pura sombra, con tonos que se confundían tan bien en la oscuridad que resultaban indistinguibles; alcanzó a vislumbrar un cuchillo de larga hoja en su cintura y luego posó la vista en el oscuro velo que le cubría la cara. Una cara velada de negro. Velada de negro.
«¡Aiel! ¡Qué demonios están haciendo aquí unos Aiel!» Sintió que se le encogía el estómago al recordar que le habían contado que los Aiel se tapaban la cara para matar.
—Sí —confirmó una voz masculina—, somos Aiel.
Mat dio un respingo al caer en la cuenta de que había hablado en voz alta. —Danzas bien enfrentado por sorpresa —lo felicitó una voz de mujer. Le pareció que era ella quien le pisaba la muñeca—. Quizás otro día tenga tiempo para bailar contigo como mandan los cánones.
Se disponía a sonreír, razonando que si quería bailar no iban a matarlo, pero entonces frunció el entrecejo. Creía recordar que a veces los Aiel daban otro significado a esa palabra.
Las lanzas se apartaron, y unas manos lo pusieron en pie. Él se zafó y se cepilló como si se encontrara en la sala de una posada en lugar de en un oscuro tejado en compañía de cuatro Aiel. Siempre era bueno demostrar a los demás que uno tenía templados los nervios. Los Aiel llevaban aljabas en el cinto además de cuchillos y más lanzas cortas en la espalda junto con arcos cuyas largas puntas asomaban por encima de sus hombros. Oyó que canturreaba Estoy en el fondo del pozo y paró en seco.
—¿Qué haces aquí? —preguntó la voz masculina. Con los velos, Mat no estaba seguro de quién había hablado; la voz correspondía a un hombre de más edad, confiado, habituado a dar órdenes. Le pareció distinguir, al menos, a la mujer; era la única que no lo superaba en altura, por una diferencia de escasos centímetros. Los demás le sacaban más de un palmo. «Malditos Aiel», pensó—. Llevamos un buen rato vigilándote — continuó el Aiel—, viendo cómo observabas la Ciudadela. La has examinado por todos los lados. ¿Por qué?
—Lo mismo podría preguntaros yo —replicó otra voz. Mat fue el único que se sobresaltó al ver salir de las sombras a un individuo vestido con bombachos que iba, al parecer, descalzo para asegurar mejor los pies en las tejas—. Esperaba encontrar ladrones y no Aiel —prosiguió el recién llegado—, pero no penséis que vuestra superioridad me asusta. —Una fina vara tan larga como él produjo un zumbido al girar a gran velocidad—. Me llamo Juilin Sandar y soy un husmeador, y exijo saber por qué estáis en los tejados observando la Ciudadela.
Mat sacudió con asombro la cabeza. «¿Cuánta gente hay en los tejados esta noche?» Sólo faltaba que se presentara Thom y se pusiera a tocar el arpa, o alguien preguntando las señas de una posada. «¡Un condenado husmeador!» No entendía por qué se habían quedado parados los Aiel.
—Acecháis con mucho sigilo para ser de la ciudad —alabó la voz del hombre mayor—. ¿Pero por qué nos seguís? Nosotros no hemos robado nada. ¿Por qué habéis mirado vos mismo tantas veces la Ciudadela esta noche?
Aun a la luz de la luna resultó patente la sorpresa del tal Sandar. Dio un respingo, abrió la boca… y volvió a cerrarla cuando cuatro Aiel más aparecieron en la penumbra a sus espaldas. Con un suspiro, se apoyó en su fino bastón.
—Por lo visto yo mismo estoy atrapado —murmuró—. Parece que yo debo responder a vuestras preguntas. —Lanzó una ojeada a la Ciudadela y luego meneó la cabeza—. Hoy… he hecho algo que… me perturba. —Daba casi la impresión de que estuviera hablando para sí, tratando de clarificar sus sentimientos—. Una parte de mí me dice que he hecho lo correcto, que debía obedecer. En todo caso así lo he considerado en su momento. Pero una vocecilla me acusa de haber… traicionado algo. Estoy convencido de que esa voz se equivoca, y apenas es audible, pero no cesa de formularme reproches. —Calló, sacudiendo de nuevo la cabeza.
Uno de los Aiel asintió mudamente y habló con la voz del hombre maduro.
—Yo soy Rhuarc, del septiar Nueve Valles del Taardad Aiel, y en un tiempo fui Aethan Dor, un Escudo Rojo. En ciertas ocasiones los Escudos Rojos cumplen las mismas funciones que los husmeadores. Lo digo para que comprendáis que sé en qué consiste vuestro trabajo y la clase de hombre que debéis de ser. No quiero causaros ningún daño, Juilin Sandar de los husmeadores, ni a vos ni al pueblo de vuestra ciudad, pero no consentiré que deis el grito de alarma. Si guardáis silencio, viviréis; si no, moriréis.
—No queréis causar daño a la ciudad —dijo lentamente Sandar—. ¿Por qué estáis entonces aquí?
—La Ciudadela. —El tono de Rhuarc dejaba bien a las claras que aquello era todo cuanto iba a contestar.
—Casi estoy por desear —murmuró Sandar al cabo de un momento, asintiendo con la cabeza— que tuvierais poder para causar estragos en la Ciudadela, Rhuarc. No os delataré.
Rhuarc volvió su velado rostro hacia Mat.
—¿Y tú, jovencito de nombre desconocido? ¿Me dirás ahora por qué observabas con tanta atención la Ciudadela?
—Sólo quería dar un paseo a la luz de la luna —respondió con tono jocoso Mat. La mujer volvió a ponerle la punta de la lanza en la garganta, y él procuró no tragar saliva. «Bueno, quizá pueda revelarles algo.» No debía demostrarles que estaba impresionado; si uno lo hacía, perdía toda ventaja que pudiera tener. Con sumo cuidado, alejó de sí el acero y le pareció que la Aiel emitía una queda carcajada—. Unas amigas mías se encuentran en la Ciudadela —dijo, tratando de adoptar un tono desenfadado—, como prisioneras. Me propongo liberarlas.
—¿Tú solo, joven sin nombre? —inquirió Rhuarc.
—Bueno, como por lo visto no hay nadie más… —contestó ásperamente Mat—. A menos que queráis ayudarme. Vos mismo parecéis interesado en la Ciudadela. Si vais a entrar, podríamos hacerlo juntos. Se mire como se mire, es una jugada arriesgada, pero yo tengo una buena racha de suerte. —«Por lo menos hasta el momento. Me he topado con Aiel velados