abrir la puerta. Sentía un intenso hormigueo, como si se hubiera golpeado el codo.
—¿No vais a hacer nada, Moraine? Si no, voy a ir a socorrerla.
—Quédate donde estás o no irás a ninguna parte —replicó con calma la mujer—. ¿Qué es eso que tiene junto a la mano derecha? Como si lo hubiera soltado al caer. No lo distingo bien.
Perrin la miró ceñudo y luego observó la estancia.
—Un erizo. Parece un erizo de madera. ¡Moraine, decidme qué ocurre! ¿Qué ha sucedido? ¡Respondedme!
—Un erizo —murmuró—. Un erizo. Silencio, Perrin. Debo pensar. He notado cómo se accionaba. Percibo los residuos de los flujos entrelazados para disponerla. Energía, pura Energía y nada más. ¡No existe casi nada que emplee puros flujos de Energía! ¿Por qué me hace pensar en la Energía ese erizo?
—¿Habéis notado cómo se accionaba, Moraine? ¿Qué han dispuesto? ¿Una trampa?
—Sí, una trampa —corroboró, con su glacial serenidad enturbiada por la irritación—. Una trampa dirigida a mí. Yo habría sido la primera en entrar si Zarina no se hubiera adelantado. Lan y yo habríamos ido allí para hacer planes y aguardar la cena. Ahora no esperaré ya la cena. Manténte callado si deseas ayudar a la muchacha. ¡Lan! ¡Tráeme al posadero! —El Guardián se fue escalera abajo.
Moraine se puso a recorrer el pasillo y de tanto en tanto se paraba a observar el comedor desde las profundidades de su capucha. Perrin no advertía señales de que Zarina estuviera con vida. Su pecho estaba inmóvil. Trató de escuchar los latidos de su corazón, algo imposible incluso para su oído.
Cuando Lan regresó, empujando al atemorizado Jurah Haret por el obeso cogote, la Aes Sedai se encaró al calvo posadero.
—Prometisteis mantener esta habitación exclusivamente a mi disposición, maese Haret. —Su voz era tan dura, tan precisa, como un afilado cuchillo—. Y que no dejarías que ni las criadas entraran a limpiar si yo no estaba presente. ¿A quién habéis franqueado acceso a ella, maese Haret? ¡Contestad!
—S… sólo a las d… dos damas, señora —respondió Haret, agitándose como un flan—. Q… querían dejaros un regalo de sorpresa. Lo juro, señora. M… me lo en… enseñaron. Un pequeño e… erizo… D… decían que os sorprendería.
—Me ha sorprendido, posadero —confirmó quedamente—. ¡Marchaos! Y, si decís una palabra de esto, aunque sea en sueños, derribaré esta posada y no quedarán de ella ni los cimientos.
—S… sí, señora —musitó—. ¡Lo juro! ¡Lo juro!
—¡Marchaos!
Tanta era su prisa, que el posadero dio con las rodillas en el suelo y bajó produciendo un ruido que indicaba que no fue ésa la única caída.
—Sabe que estoy aquí —dijo Moraine al Guardián— y ha encontrado a alguien del Ajah Negro para que preparara esta trampa. No obstante, tal vez piense que me ha atrapado. Ha sido una pequeña emanación de Poder, pero quizás esté dotado para haberla percibido.
—Entonces no sospechará de nuestra llegada —se felicitó Lan, con un asomo de sonrisa en los labios.
Perrin los miraba enseñando los dientes.
—¿Y qué le pasará a ella? —preguntó con rabia—. ¿Qué le han hecho, Moraine? ¿Está viva? ¡No veo que respire!
—Está viva —aseguró Moraine—. No puedo acercarme lo suficiente para estar en condiciones de afirmar algo más, pero está viva. Está… dormida, en cierto modo. Sumida en un sueño tan profundo como el estado de hibernación de un oso. Su corazón late tan lentamente que entre latido y latido se suceden los minutos. Y lo mismo ocurre con su respiración. Duerme. —Aun bajo la capucha, él notó sus ojos clavados en él—. Me temo que ya no está aquí, Perrin, que ha abandonado su cuerpo.
—¿A qué os referís? ¡Luz! ¿No querréis decir que le han… arrebatado el alma? ¡Como a los Hombres Grises! —Moraine negó con la cabeza, y él exhaló el aliento contenido. Le dolía el pecho como si no hubiera aspirado desde las últimas palabras pronunciadas por ella—. ¿Dónde se encuentra entonces, Moraine?
—No lo sé —reconoció—. Tengo una sospecha, pero no lo sé a ciencia cierta.
—¡Una sospecha, un indicio, cualquier cosa! ¿Dónde está, maldita sea? —Lan se movió al advertir la rudeza de su tono, pero él sabía que trataría de doblegar al Guardián como una pieza de hierro sobre una cortadera si éste intentaba detenerlo—. ¿Dónde?
—Es muy poco lo que sé, Perrin. —La voz de Moraine era como una fría música carente de emotividad—. He rescatado del recuerdo lo poco que conozco que relaciona un erizo de madera con la Energía. Esa escultura es un ter’angreal que estudió por última vez Corianin Nedeal, la última Soñadora que ha tenido la Torre. El talento llamado Sueño es algo insuflado por la Energía, Perrin. No es un campo que yo haya investigado, dado que no estoy dotada en esa materia. Creo que Zarina ha quedado apresada dentro de un sueño, tal vez incluso en el Mundo de los Sueños, el Tel’aran’rhiod. Toda su esencia se halla en el interior de ese sueño. Las Soñadoras sólo proyectan una parte de sí. Si Zarina no regresa pronto, su cuerpo perecerá. Puede que siga viviendo en el sueño. No lo sé.
—Son demasiadas las cosas que ignoráis —murmuró Perrin. Miró hacia la habitación y lo asaltaron deseos de llorar. Zarina parecía tan pequeña, tumbada allí, tan indefensa… «Faile. Juro que únicamente volveré a llamarte Faile»—. ¿Por qué no hacéis nada?
—La trampa se ha puesto en funcionamiento, pero es de una clase que todavía atrapará a todo aquel que entre en esa habitación. No llegaría a su lado porque antes caería en ella. Y esta noche tengo qué hacer.
—¡La Luz os confunda, Aes Sedai, a vos y a vuestras obras! Ese Mundo de Sueños, ¿es como los sueños de lobos? Dijisteis que esas Soñadoras veían a veces lobos.
—Te he dicho cuanto puedo —señaló con brusquedad—. Es hora de que os vayáis. Lan y yo debemos dirigirnos a la Ciudadela. No hay tiempo que perder.
—No. —Lo dijo quedamente pero, cuando Moraine se dispuso a replicar, alzó la voz—. ¡No! ¡No pienso dejarla!
—Muy bien, Perrin —aceptó la Aes Sedai tras inhalar profundamente, con un tono como el hielo, gélido, liso e imperturbable—. Quédate si quieres. Puede que sobrevivas a esta noche. ¡Lan!
La Aes Sedai y el Guardián se encaminaron a sus habitaciones y volvieron al cabo de un momento, él con la capa de color cambiante puesta, y desaparecieron por las escaleras sin volver a dirigirle la palabra.
Miró por la puerta abierta a Faile. «He de hacer algo. Si es como los sueños de lobos…»
—Perrin —lo llamó la cavernosa voz de Loial—, ¿qué es eso que le ha ocurrido a Faile? —El Ogier se acercó en mangas de camisa, con los dedos manchados de tinta y una pluma en la mano—. Lan me ha dicho que debía marcharme y luego ha añadido que Faile había caído en una trampa o algo así. ¿A qué se refería?
Perrin le refirió distraídamente lo sucedido. «Podría dar resultado. Podría darlo. ¡Tengo que probarlo!» Le sorprendió escuchar un gruñido de labios de Loial.
—¡No! ¡Perrin, no es justo! Faile era tan libre… ¡No hay derecho a aprisionarla así!
Perrin observó el rostro de Loial y de repente recordó los antiguos relatos que aseguraban que los Ogier eran implacables enemigos. Las orejas de Loial habían caído a ambos lados de su cabeza y su ancha cara tenía una expresión tan dura como un yunque.
—Loial, voy a intentar ayudar a Faile. Pero yo no podré defenderme entretanto. ¿Me guardarás la espalda?
Loial puso en alto aquellas manazas que tan amorosamente trataban a los libros y cerró los gruesos dedos como si fuera a aplastar una piedra.
—Nadie pasará de aquí mientras viva, Perrin. Ni un Myrddraal ni el propio Oscuro. —Lo dijo como una simple exposición de hechos.
Perrin asintió y volvió a mirar por la puerta. «Tiene que funcionar. ¡Me da igual que Min me advirtiera contra ella o no!» Con un gruñido, saltó hacia Faile con la mano tendida. Creyó haberle tocado el tobillo antes de perder la noción de su entorno.
Aunque ignoraba si ese sueño desencadenado por la trampa transcurría o no en el Tel’aran’rhiod Perrin tuvo la certeza de hallarse en un sueño de lobos. Estaba rodeado de herbosas y suaves colinas y bosquecillos dispersos. Había ciervos paciendo en el linde de los árboles y una manada de veloces animales, una especie de venados con rayas marrones, pero con largos cuernos rectos, saltando sobre la hierba. El olor que acarreaba el viento le informó de que eran comestibles, y otros aromas le indicaron que había otras buenas piezas de caza a su alrededor. Aquél era el sueño de los lobos.
Advirtió que llevaba el largo chaleco de cuero de los herreros, con los brazos al desnudo. Y notó un peso al costado. Tocó el cinturón del hacha, pero no era el hacha lo que pendía de él. Recorrió con los dedos el contorno de la pieza metálica del pesado martillo de herrero y sintió que ésa era la herramienta adecuada para él.
Saltador se plantó frente a él.
Vuelves otra vez, como un insensato. El mensaje se transmitía con la imagen de un cachorro que introducía el hocico en un tronco hueco para lamer la miel sin reparar en
las abejas que le picaban la cara y los ojos. El peligro es mayor que nunca, Joven Toro. Los sueños están poblados de malignidad. Los hermanos y hermanas evitan las montañas de piedra que apilan las dos piernas y casi temen soñar unos con otros. ¡Debes irte!
—No —contestó Perrin—. Faile está en algún sitio aquí, atrapada. Tengo que encontrarla, Saltador. ¡Es preciso! Notó una modificación en su cuerpo y, al bajar la mirada, vio sus patas cubiertas de rizado pelo, sus anchas garras. Era un lobo aún mayor que Saltador.
¡Tu presencia es demasiado fuerte aquí! Cada pensamiento comunicado transmitía estupor. ¡Morirás, Joven Toro!
Si no libero al halcón, no me importa, hermano. Entonces iremos juntos de caza, hermano.
Con los hocicos encarados al viento, los dos lobos se alejaron corriendo por la pradera en busca del halcón.
CAPÍTULO 54 En la Ciudadela
Los tejados de Tear no eran sitio apropiado para una persona sensata, y menos de noche, caviló Mat mientras escrutaba las sombras a la luz de la luna. Mediaban poco más de cuarenta metros de calle o de alargada plaza entre la Ciudadela y el edificio de tres plantas sobre el que se hallaba. «¿Pero cuándo he tenido yo sensatez? Las únicas personas juiciosas que he conocido eran tan aburridas que sólo de verlas me entraba sueño.» Desde que había anochecido venía recorriendo la calle o explanada que rodeaba la Ciudadela en todo su perímetro salvo en el lado del río, donde el Erinin discurría al pie de la fortaleza, sólo interrumpida por la muralla de la ciudad. Dicha muralla se encontraba a tan sólo dos casas a su derecha y, por el momento, sus adarves parecían el mejor camino a seguir para alcanzar la Ciudadela, aunque la perspectiva no despertara precisamente entusiasmo en él. Recogiendo su barra y una pequeña caja de hojalata con asas de alambre, se desplazó con cautela hasta una chimenea de ladrillo algo más próxima a la muralla. El rollo con los fuegos de artificio, o más bien lo que había sido el rollo de fuegos de artificio antes de que él lo manipulara en su habitación, se balanceó en su espalda. Ahora era un bulto informe en el que había guardado, prieto y en desorden, todo el material, pero aun así resultaba demasiado grande para cargar con él a oscuras por los tejados. Hacía un rato, un resbalón provocado por su peso