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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 122
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cabo de un momento. Le examinó el rostro con benevolente mirada—. Parece que te importan mucho. Una de ellas al menos, supongo. Lo siento, Mat Cauthon.

—No tenéis por qué —le aseguró—. Ahora al menos sé dónde se encuentran. Todo cuanto he de hacer es sacarlas de allí. —Extrajo del bolsillo las dos últimas monedas de oro andorianas que le quedaban y se las puso en la mano—. Por los medicamentos de Thom y por darme noticias de ellas. —Impulsivamente, le dio un beso en la mejilla y sonrió—. Y esto es por mí.

La mujer se tocó, desconcertada, la mejilla, sin saber si mirarlo a él o al dinero.

—Sacarlas, dices. Así de simple. Sacarlas de la Ciudadela. —De improviso le dio un pinchazo en las costillas con un dedo tan duro como una estaca—. Me recuerdas a mi marido, Mat Cauthon. Era un cabezota que se iba riendo a navegar en las fauces de una tempestad. Casi estoy por pensar que lo lograrás. —Entonces se fijó, al parecer por primera vez, en sus botas rebozadas de fango—. Tardé seis meses en enseñarle a no entrar con las botas llenas de fango en mi casa. Si rescatas a esas chicas, sea cual sea en la que tienes puestas tus miras, le costará ponerte en vereda.

—Vos sois la única mujer que podría conseguirlo. —La halagó con una sonrisa que se ensanchó cuando ella le correspondió con una airada mirada. «Sacarlas. Sólo tengo que hacer eso. Sacarlas de la Ciudadela de esta maldita Tear.» Thom volvió a toser. «Él no va a ir a la Ciudadela en ese estado. ¿Pero cómo voy a impedírselo?»—.

Madre Guenna, ¿puedo dejar a mi amigo aquí? Creo que está demasiado enfermo para volver a la posada.

—¿Cómo? —vociferó Thom. Trató de levantarse de la silla, tosiendo con tal violencia que casi no podía hablar—. ¡No pienso… hacer tal cosa, chico! ¿Te crees que… entrar en la Ciudadela… será como… escabullirte en la cocina de tu madre? ¿Crees que… llegarías siquiera… a las puertas… sin mí? —Se aferró al respaldo de la silla, sin acabar de ponerse en pie a causa de la tos y la resollante respiración. La mujer le puso una mano en el hombro y lo hizo sentarse de nuevo con la misma facilidad que si fuera un niño. El juglar le dirigió una sorprendida mirada.

—Yo cuidaré de él, Mat Cauthon —prometió.

—¡No! —gritó Thom—. ¡No puedes… hacerme esto! No puedes… dejarme… con esta vieja… —Únicamente la mano apoyada en su hombro impidió que se plegara.

—Ha sido un placer conoceros, Thom —aseguró sonriendo Mat al juglar de blanco cabello.

Cuando salía apresuradamente a la calle, se extrañó de haber dicho aquello. «No va a morirse. Esa mujer lo mantendrá vivo aunque tenga que sacarlo a rastras, pataleando y chillando, de la tumba por los bigotes. Sí, ¿pero quién me preservará la vida a mí?»

Delante de él, la Ciudadela de Tear se erguía sobre la ciudad, la inexpugnable fortaleza asediada un centenar de veces, ante la cual habían fracasado un centenar de ejércitos. Y él tenía que entrar en ella. Y sacar a tres mujeres. De algún modo.

Con una carcajada que incluso llamó la atención de los taciturnos viandantes, emprendió regreso a La Media Luna, sin inmutarse por el barro ni el húmedo calor. Sentía cómo los dados caían rodando dentro de su cabeza.

CAPÍTULO 53 Energía entrelazada

Perrin se encogió de hombros mientras volvía a pie a La Estrella rodeado por la penumbra del crepúsculo. Un agradable cansancio le relajaba los brazos y la espalda; junto con las piezas normales elaboradas en una herrería, maese Ajala había puesto a su cargo la realización de una gran pieza ornamentada, llena de caprichosas curvas y volutas, destinada a la puerta de la nueva mansión solariega de un aristócrata. Había disfrutado creando algo tan bonito. —Pensé que le iban a saltar los ojos de las órbitas, herrero, cuando le has dicho que no ibas a hacer eso si era para un Gran Señor.

Miró de soslayo a Zarina, que caminaba junto a él con el rostro velado por las sombras. Aun para sus ojos, las sombras producían su efecto, si bien menos marcado que en otra persona. Resaltaban sus elevados pómulos y suavizaban la prominente curva de su nariz. Aun cuando Moraine y Lan insistieron en que debía permanecer cerca de la posada, habría preferido que ella hallara otra ocupación que no fuera observar cómo trabajaba. Inexplicablemente, había notado la creciente torpeza que se adueñaba de él cuando advertía sus rasgados ojos fijos en él. En más de una ocasión había perdido el control del martillo hasta el punto de atraer las extrañadas miradas de maese Ajala. Las chicas siempre lo habían aturdido, en especial cuando le sonreían, pero Zarina no tenía necesidad de sonreír. Bastaba con que lo mirara. Volvió a preguntarse si era la hermosa mujer contra la que lo había prevenido Min. «Mejor que sea el halcón.» Aquel pensamiento lo sorprendió tanto que dio un traspié.

—No quería que nada de lo que hago caiga en manos de uno de los Renegados. — Sus ojos despidieron un brillo dorado al mirarla—. Si era para un Gran Señor, ¿cómo puedo saber adónde iría a parar? —La joven se estremeció—. No era mi intención asustarte, Fai…, Zarina.

La muchacha esbozó una amplia sonrisa, pensando sin duda que él no podía verla.

—Acabarás cediendo, granjero. ¿Has pensado en dejarte barba alguna vez?

«¡Ya es bastante penoso que no pare de burlarse de mí para que encima no la entienda siquiera la mitad del tiempo!»

Al llegar delante de la puerta de la posada, se encontraron con Moraine y Lan, que venían por el otro lado. Moraine llevaba la capa de lino con el rostro oculto bajo la ancha y profunda capucha. La luz de las ventanas de la sala principal formaba amarillos charcos en el pavimento. Circulaban dos o tres carruajes y había unas doce personas en las proximidades, regresando con paso presuroso a casa a cenar, pero las sombras ocupaban gran parte de la calle. La tienda del tejedor estaba cerrada a cal y canto. El silencio era ensordecedor.

—Rand está en Tear. —La fría voz de la Aes Sedai surgió como de una caverna del fondo de su capucha.

—¿Estáis segura? —inquirió Perrin—. No me he enterado de que ocurra nada raro. Ni bodas ni pozos que se sequen.

Vio que Zarina fruncía, confundida, el entrecejo. Moraine no había sido pródiga en explicaciones con ella, y él tampoco. Había sido más difícil atajar la locuacidad de Loial.

—¿No escuchas los rumores que corren, herrero? —dijo el Guardián—. En los últimos días se han producido tantas bodas como en los seis meses previos. Y tantos asesinatos como en todo un año. Hoy se ha caído una niña del balcón de una torre, a cien metros de distancia del suelo, y se ha levantado y ha ido corriendo hacia su madre sin una magulladura. La Principal de Mayene, «huésped» de la Ciudadela desde antes de comienzos del invierno, ha anunciado hoy que se someterá a la voluntad de los Grandes Señores, después de afirmar ayer que antes preferiría ver arder a Mayene y a todos sus barcos a que un aristócrata rural teariano pusiera los pies en la ciudad. No habían acabado de decidirse a torturarla, y esa joven mujer tiene una voluntad de hierro, de modo que no vas a decirme que no ha sido producto de la proximidad de Rand. Herrero, de los sótanos a los tejados, Tear hierve como un caldero sobre el fuego.

—No tenía necesidad de conocer todas las circunstancias —aseveró Moraine—. Perrin, ¿has soñado con Rand esta noche?

—Sí —reconoció—. Estaba en el Corazón de la Ciudadela, empuñando esa espada —notó que Zarina se agitaba a su lado—, pero he estado tan preocupado por eso que no es de extrañar que lo vea en sueños. He tenido pesadillas toda la noche.

—¿Un hombre alto? —preguntó Zarina—, ¿con pelo rojizo y ojos grises?, ¿asiendo algo que brilla tanto que hiere los ojos?, ¿en un sitio que está lleno de grandes columnas rojas? Herrero, dime que no es el mismo sueño.

—Ya veis —corroboró Moraine—. He escuchado este sueño relatado por cientos de bocas distintas hoy. Todos hablan de pesadillas, debidas por lo visto a que Be’lal no se molesta en parapetar sus sueños, pero ésa es la más repetida. —De improviso emitió una risa, semejante al fresco y grave tañido de unas campanillas—. La gente dice que es el Dragón Renacido. Dicen que está por llegar. Lo susurran a escondidas en los rincones, pero lo dicen.

—¿Y qué vamos a hacer con Be’lal? —inquirió Perrin.

—Yo me encargaré de él esta noche —respondió con la dureza del acero Moraine. Perrin no percibió olor a miedo en ella.

—Nosotros nos encargaremos de él esta noche —corrigió Lan.

—Sí, mi Gaidin. Nos ocuparemos de él.

—¿Y qué hacemos nosotros? ¿Aguardar aquí sentados? El tiempo que tuve que pasar esperando en las montañas fue bastante para durar toda mi vida, Moraine.

—Tú y Loial… y Zarina… iréis a Tar Valon —le comunicó—. Hasta que esto acabe. Será el lugar más seguro para vosotros.

—¿Dónde está el Ogier? —preguntó Lan—. Quiero que los tres os pongáis en camino hacia el norte lo antes posible.

—Arriba, supongo —repuso Perrin—. En su habitación, o tal vez en el comedor. Hay luz en las ventanas de arriba. Trabaja continuamente en esas notas. Tendrá mucho que contar en ellas sobre nuestra huida.

Lo sorprendió la amargura de su voz. «Luz, estúpido, ¿quieres enfrentarte a uno de los Renegados? No. No, pero estoy cansado de huir. Recuerdo una vez en que no escapamos. Recuerdo haber presentado cara, y fue más satisfactorio. Aun cuando pensara que iba a morir, era mejor.»

—Iré a buscarlo —anunció Zarina—. No me avergüenza admitir que será un placer para mí eludir este combate. Sólo los hombres y los necios luchan cuando debieran huir. Pero no es preciso que lo repita dos veces. —Se alejó con paso vivo, produciendo un roce con sus estrechas faldas divididas al entrar en la posada.

Perrin paseó la mirada por la sala principal mientras se dirigían tras ella a las escaleras. Había menos clientes de lo que había previsto. Algunos estaban solos, con la mirada perdida, pero dos o tres compartían mesa hablando en temerosos susurros que sus oídos a duras penas percibían. Con todo, logró distinguir tres veces la palabra «Dragón».

Al llegar al remate de las escaleras, oyó otro quedo sonido, un golpe como si algo hubiera caído en el comedor privado. Miró en esa dirección desde el pasillo.

—¿Zarina? —No hubo respuesta. Sintió que se le erizaba el vello de la nuca y caminó hacia allí—. ¿Zarina? —Abrió la puerta—. ¡Faile!

Estaba tumbada en el suelo cerca de la mesa. Cuando se disponía a correr hacia ella, el autoritario grito de Moraine lo contuvo.

—¡Deténte, insensato! ¡Deténte, por tu vida! —Se acercó lentamente por el corredor, girando la cabeza como si escuchara o buscara algo. Lan la siguió con la mano en la espada… y una expresión que delataba su impotencia, su certidumbre de que de nada serviría el acero. La Aes Sedai llegó a la altura de la puerta y se paró—. Retrocede, Perrin. ¡Atrás!

Presa de angustia, miró a Zarina. A Faile. Yacía allí como muerta. Finalmente dio un paso atrás, dejando la puerta abierta, y se quedó a una distancia desde donde poder verla. Parecía que no tenía hálito de vida. No veía que se le moviera el pecho. Sentía ganas de gritar. Abrió y cerró una mano, la que había usado para

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