de haber visto la funda de una flauta colgada de su hombro, y su vestimenta no era, a todas luces, teariana. «No es posible que fuera Rand. El hecho de que sueñe constantemente con él no significa que vaya a venir aquí desde el llano de Almoth.» Uno de los descalzos individuos que pasaban presurosamente a su lado, con las combadas colas de una docena de grandes peces asomando del cesto que llevaba a la espalda, tropezó de improviso y, en su caída, lanzó por los aires la carga de plateadas escamas. Aterrizó apoyado en manos y rodillas en el fango, mirando, aturdido, los pescados que habían salido del cesto. Los alargados y lustrosos animales estaban completamente tiesos y, clavados de cabeza en el fango, formaban un perfecto e insólito círculo que despertó incluso asombro en más de un transeúnte. El hombre se levantó lentamente, sin prestar atención al barro que le manchaba la ropa y, tras descolgarse el cesto, se puso a recoger el pescado, sacudiendo la cabeza y murmurando para sí.
Nynaeve pestañeó, pero lo que en aquellos momentos ocupaba su interés era el truhán de vacuno rostro encarado hacia ella en la puerta de su tienda tras el cual colgaban sanguinolentos trozos de carne. Se propinó un tirón de trenza y lo taladró con la mirada.
—Muy bien —aceptó, malhumorada—. Me lo quedaré, pero, si esto es lo que cobra por una pieza tan pequeña, ésta será la última vez que le compro algo.
El carnicero sonrió plácidamente al recoger las monedas y luego envolvió el grasiento pedazo de cordero en una tela que ella había sacado de la cesta que llevaba colgada del brazo. Le asestó una airada mirada al depositarla en él, pero el tendero ni se inmutó.
Dio media vuelta para irse… y por poco no cayó. Todavía no se había habituado a esos zuecos que se pegaban continuamente en el fango; para ella era un misterio la soltura con la que andaban con ellos los tearianos. Hizo votos porque el sol que lucía entonces secara pronto el suelo, si bien con escepticismo, pues tenía el presentimiento de que el barro era poco menos que permanente en el Maule.
Caminando con cautela y murmurando entre dientes, tomó el camino de regreso hacia la casa de Ailhuin. Los precios de los alimentos eran escandalosos, la calidad invariablemente baja, y a nadie parecía importarle, ni a los compradores ni a los vendedores. Experimentó cierto alivio al cruzarse con una mujer que gritaba a un tendero, agitando en cada mano una machucada fruta de color amarillo rojizo que, como le ocurría con muchas de las verduras y frutas que había en Tear, Nynaeve desconocía, y reclamando a los viandantes que se acercaran a ver los desperdicios que vendía aquel sujeto, pero éste la miraba simplemente con fastidio, sin siquiera molestarse en contradecirla.
Elayne le había explicado que las ratas se comían los cereales en los graneros porque no había nadie en Cairhien que pudiera comprarlos, así como las razones de la supremacía adquirida por Cairhien en el comercio de cereales desde la Guerra de Aiel. Todo ello excusaba en parte los precios, pero no había justificación posible para la actitud que todos adoptaban, como si estuvieran dispuestos a sucumbir al hambre sin hacer nada. Ella había visto cómo el granizo había malogrado las cosechas de alimentos en Dos Ríos, cómo las langostas lo habían arrasado todo, cómo morían los corderos atacados por una plaga y se marchitaba el tabaco bajo el azote de un hongo, y cómo cuando los mercaderes venían desde Baerlon no había nada en absoluto que vender. Recordaba una racha que duró dos años, durante los cuales sólo tenían sopa de nabos y cebada vieja que llevarse a la boca, y los cazadores se daban por satisfechos cuando lograban traer a casa un raquítico conejo, pero los habitantes de Dos Ríos sacaban fuerzas de flaqueza en la adversidad y volvían a aplicarse en el trabajo. Esa gente había pasado sólo un mal año, y su pesquería y el comercio de otros productos parecía floreciente. La irritaba el espectáculo de su dejadez. El problema era que sabía que debía tener un poco de paciencia con ellos. Eran un pueblo extraño con un estilo de vida particular, y ciertas cosas que ella consideraba humillantes eran para ellos algo completamente natural, incluso para Ailhuin y Sandar. Debería procurar armarse de paciencia.
«Si he de tenerla con ellos, ¿por qué no con Egwene?» Desechó la idea. Aquella chiquilla se comportaba de manera incalificable, replicando de malos modos a las propuestas más evidentes y poniendo continuamente pegas a los más razonables planes. Incluso cuando no había margen de duda respecto a lo que debían hacer, Egwene quería que la convenciera. Nynaeve no estaba acostumbrada a tener que persuadir a la gente, y menos a una persona a quien había cambiado los pañales. El hecho de que únicamente se llevaran siete años no modificaba en nada su ascendiente.
«Son todas estas pesadillas —razonó—. No consigo descifrar su sentido, y ahora Elayne también las padece, y tampoco sé qué significa eso, y Sandar no dice nada salvo que aún está buscando, y estoy tan frustrada que… ¡lo mandaría todo a paseo!» Se tiró tan fuerte de la trenza que le dolió el cuero cabelludo. Al menos había logrado convencer a Egwene para que no volviera a utilizar el ter’angreal y para que lo guardara dentro de la bolsa en lugar de llevarlo en contacto con la piel. Si el Ajah Negro se hallaba en el Tel’aran’rhiod… Prefirió no tomar en cuenta tal posibilidad. «¡Las encontraremos!»
—Las voy a machacar —murmuró—. ¡Intentar venderme como un cordero! ¡Perseguirme como a un animal! ¡Esta vez yo soy el cazador y no el conejo! ¡Esa Moraine! Si no hubiera ido al Campo de Emond, podría haberle enseñado lo necesario a Egwene. Y a Rand… Podría…, podría haber hecho algo por él.
Sabía que no era cierto y ello la enfureció aún más. Odiaba a Moraine casi tanto como aborrecía a Liandrin y el Ajah Negro, tal vez tanto como detestaba a los seanchan.
Dobló una esquina, y Juilin Sandar hubo de apartarse de un salto para evitar chocar con ella. Aun habituado como estaba a los zuecos, sólo su vara lo salvó de caer de bruces en el fango. Se había enterado de que aquella pálida madera segmentada se llamaba bambú, y era mucho más resistente de lo que a simple vista parecía.
—Señora… eh… señora Maryim —dijo, recobrando el equilibrio, Sandar—, estaba… buscándoos. —Le dirigió una intranquila sonrisa—. ¿Estáis enfadada? ¿Por qué me miráis con esa cara?
—No era por vos, maese Sandar —le aseguró, suavizando la expresión—. Es que el carnicero… Da igual. ¿Por qué queríais verme? —Contuvo el aliento—. ¿Las habéis localizado?
—Sí —respondió el hombre, mirando en derredor como si sospechara que los transeúntes fueran a escuchar la conversación—. Sí, debéis venir conmigo. Las otras están esperando. Las otras, y también la madre Guenna.
—¿Por qué estáis tan nervioso? ¿No habréis dejado que descubrieran vuestro interés? —inquirió—. ¿Qué es lo que os ha asustado?
—¡No! No, señora. No…, no me he delatado. —Volvió a lanzar rápidas miradas a su alrededor y se aproximó, reduciendo la voz a un ansioso susurro—. ¡Esas mujeres que buscáis se alojan en la Ciudadela! ¡Como huéspedes de un Gran Señor! ¡El Gran Señor Samon! ¿Por qué las tachasteis de ladronas? ¡El Gran Señor Samon! —casi chilló. Tenía el rostro sudoroso.
«¡Dentro de la Ciudadela! ¡Con un Gran Señor! Luz, ¿cómo haremos ahora para llegar hasta ellas?» Atajó, no sin esfuerzo, su impaciencia.
—Calmaos —dijo con tono apaciguador—. No os inquietéis, maese Sandar. Podemos explicaros todo. —«Espero que así sea. Luz, si va a la Ciudadela a contarle a ese Gran Señor que estamos siguiéndoles la pista…»—. Acompañadme a casa de la madre Guenna. Joslyn, Caryla y yo aclararemos todas vuestras dudas, creedme. Vamos.
El husmeador asintió con gesto crispado y se puso a andar a su lado, ajustando el paso a la velocidad que ella conseguía calzada con los zuecos, aunque en realidad daba la impresión de querer echar a correr.
Al llegar a la vivienda de la Sabia, Nynaeve dio un rodeo hacia la parte trasera, pues, por lo que había visto, nadie, ni siquiera la madre Guenna, utilizaba la puerta principal.
Los caballos permanecían atados a una cerca, bien lejos de los higos recién formados de Ailhuin así como de las verduras, y las sillas y las bridas estaban guardadas adentro. Por una vez no se detuvo a acariciar el cuello de Gaidin y decirle que era un buen chico, mucho más juicioso que su tocayo. Sandar se paró a limpiarse el barro de los zuecos con la punta del bastón, pero ella se apresuró a entrar.
Ailhuin Guenna estaba sentada en una de sus sillas de alto respaldo, apartada de la mesa, con los brazos pegados al cuerpo. Tenía los ojos desorbitados de rabia y miedo, y forcejeaba furiosamente sin mover ni un solo músculo. Nynaeve no tuvo necesidad de percibir la sutil urdimbre de Aire para averiguar lo sucedido. «¡Luz, nos han encontrado! ¡Maldito seas, Sandar!»
La ira se adueñó de ella, desmoronó los muros que normalmente la contenían para no apelar al Poder, y, mientras el cesto caía de sus manos, era la flor blanca de un espino negro que se abría para abrazar el Saidar, se abría… Fue como si topara con otro muro, una pared de cristal transparente; sentía la Fuente Verdadera, pero la pared lo obstruía todo salvo el anhelo de henchirse de Poder Único.
La cesta chocó contra el suelo y, al rebotar, se abrió la puerta tras ella y Liandrin entró, seguida de una mujer morena con una mecha blanca sobre la oreja izquierda. Llevaban largos vestidos de seda de vivos colores escotados en los hombros, y el Saidar formaba una aureola en torno a ellas.
Liandrin se alisó el rojo vestido y sonrió con su boquita de piñón. Estaba divirtiéndose, a juzgar por la expresión de su cara de muñeca.
—Lo ves, ¿verdad, espontánea? —la provocó—, que no tienes…
Nynaeve le dio un violento puñetazo en la cara. «Luz, tengo que escapar.» Golpeó tan fuerte a Rianna que ésta cayó sentada con un gruñido. «Deben de haber apresado a las demás, pero, si consigo salir por la puerta, si consigo alejarme lo bastante para que no puedan escudarme contra el Poder, podré hacer algo.» Dio un empellón a Liandrin para apartarla de la puerta. «Sólo tengo que zafarme de su escudo y…»
Sobre ella cayeron golpes de todas partes, como de puños y palos. Ni Liandrin, de cuya boca ahora severa bajaba un hilillo de sangre, ni Rianna, con el pelo tan en desorden como su vestido verde, movieron una mano. Nynaeve percibía los flujos de aire que se entrelazaban a su alrededor de igual forma que sentía los golpes. Seguía intentando con denuedo llegar a la puerta, pero entonces se dio cuenta de que estaba de rodillas, y los invisibles puñetazos y palos seguían aporreándole la espalda, el estómago, la cabeza, las caderas, los hombros, el pecho, las piernas. Se tumbó, gimiendo, y se ovilló, tratando de protegerse. «Oh, Luz, lo he intentado. ¡Egwene! ¡Elayne! ¡Lo he intentado! ¡No pienso gritar! ¡Condenadas brujas, no gritaré ni aunque me matéis!»
Los golpes cesaron, pero Nynaeve no paró de temblar. Estaba magullada y dolorida de pies a cabeza.
Liandrin se agachó junto a ella y se abrazó las rodillas produciendo un roce de seda. Se había limpiado la sangre de la boca. Sus oscuros ojos expresaban