Ahora! Libro gratis para leer en línea ✅
  • Home
  • Todos los libros
    • Libros más populares
    • Libros de tendencia
    • Libro mejor calificado
  • BLOG
Advanced
Sign in Sign up
  • Home
  • Todos los libros
    • Libros más populares
    • Libros de tendencia
    • Libro mejor calificado
  • BLOG
  • Adult
  • Bestseller
  • Romanticas
  • Fantasía
  • Ciencia ficción
  • Thriller
  1. Home
  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 117
Prev
Next

herrero golpeaba con el martillo un hierro candente que sostenía con unas pesadas tenazas. Llevaba calzones abombados y tenía los ojos azul claro, pero el largo chaleco de cuero que le cubría el pecho desnudo y el delantal apenas si diferían de los que utilizaba maese Luhhan allá en el Campo de Emond, y sus musculosos brazos y hombros delataban un prolongado trabajo de años moldeando el metal. Su pelo oscuro tenía casi la misma cantidad de canas que Perrin recordaba de maese Luhhan. En la pared había colgados más chalecos y delantales, posible indicio de que el hombre tenía aprendices que, en todo caso, estaban ausentes entonces. El fuego de la forja olía a hogar. El hierro caliente olía a hogar.

El herrero se giró para volver a poner la pieza que estaba trabajando en las brasas, y Perrin se aproximó para avivarlas con el fuelle. El hombre lo miró sin decir nada. Perrin accionó lentamente el fuelle, arriba y abajo, con lentos y regulares movimientos, manteniendo el grado de calor conveniente. El herrero reanudó su martilleo sobre el hierro, en la redondeada punta del yunque en esa ocasión. Perrin pensó que tal vez estuviera haciendo un raspador de barriles. El martillo resonaba con sus rápidos y contundentes golpes.

—¿Aprendiz? —dijo sin desperdiciar palabras el hombre, con la vista fija en lo que hacía.

—Sí —respondió con igual simplicidad Perrin.

El herrero siguió trabajando un rato. Era un raspador de barricas, para limpiar las paredes interiores de los barriles de madera. De vez en cuando miraba a Perrin con aire pensativo. Luego dejó un momento el martillo, cogió un corto pedazo de metal cuadrado, lo tendió a Perrin y, tomando de nuevo el martillo, reanudó su tarea.

—A ver qué consigues hacer con esto —dijo.

Sin pensarlo dos veces, Perrin se dirigió a un yunque situado al otro lado de la forja y golpeó ligeramente la pieza recibida en su borde. Ésta produjo un agradable sonido. El acero no había estado en el horno el tiempo suficiente para absorber mucho carbono del carbón. Lo introdujo entre las brasas en casi toda su longitud, probó el agua de los dos barriles de líquido similar para ver cuál estaba salada —el tercero contenía aceite— y después se quitó la chaqueta y la camisa y escogió un chaleco de cuero de talla acorde con su torso. Aunque la mayoría de los tearianos no eran tan recios como él, encontró uno que le iba relativamente bien. La elección del delantal no presentó dificultad.

Al girarse, vio al herrero, con la cabeza todavía inclinada sobre la herramienta que fabricaba, asintiendo y sonriendo para sí. El hecho de que supiera moverse por una herrería no suponía, sin embargo, que fuera un hábil herrero. Eso estaba aún por demostrar.

Cuando regresó junto al yunque con dos martillos, unas tenazas planas de largo mango y una cortadera de aguzado arco, la barra de acero había adquirido un tono rojo oscuro salvo en el reducido espacio que había dejado fuera del carbón. Avivó el fuego con el fuelle, observando cómo se aclaraba el color del metal, hasta que se puso amarillo, casi blanco. Entonces lo retiró con las tenazas, lo dejó encima del yunque y tomó el más pesado de los dos martillos. Tenía unos cinco kilos, calculó, y un mango más largo de lo que el común de la gente, profanos en la manipulación del metal, creía necesario. Lo agarró por el mango; el metal caliente despedía chispas a veces, y él había visto las cicatrices que había causado la imprudencia en las manos del herrero de Roundhill.

No quería hacer nada complicado o lujoso, sino todo lo contrario. Comenzó redondeando las puntas de la barra y después aplanó y ensanchó la parte central a golpes de martillo, dejándola casi tan gruesa como era antes en su extremo, pero con una longitud de más de un palmo. De vez en cuando volvía a meterla en las brasas, para mantener el mismo tono amarillo pálido, y al cabo de un rato cambió el martillo por el otro más ligero, de casi la mitad de peso. Afinó el trozo contiguo a la hoja del medio y luego lo dobló sobre la punta del yunque para darle una forma curvada. Más tarde, podría ajustársele un mango de madera. Acopló la cortadera en el orificio del yunque y encima puso el candente metal. Un golpe seco de martillo cortó la herramienta que había fabricado. O casi. Sería un cuchillo para biselar, para alisar y nivelar las duelas de los barriles después de montarlas, entre otras cosas. Cuando hubiera terminado. La raspadora que forjaba el otro hombre le había sugerido la idea.

Una vez cortada la pieza, sumergió el candente metal en la barrica de agua salada. El agua sin sal proporcionaba una templanza apropiada para los utensilios más duros, mientras que el aceite daba el punto de elasticidad adecuado a los cuchillos de calidad. Y también a las espadas, le habían dicho, pero él nunca había participado en el proceso de fabricación de esas armas.

Una vez que se hubo enfriado el metal, adoptando una apagada tonalidad gris, lo sacó del agua y lo llevó a la afiladora. Accionando lentamente los pedales, afinó la hoja y luego volvió a calentarla con cuidado. En aquella ocasión el metal tomó un color más oscuro, primero como el de la paja y después, broncíneo. Cuando la tonalidad bronce comenzó a ascender en oleadas por la hoja, la retiró para que se enfriara. Ahora podía aguzarse el filo que tendría definitivamente. Una nueva inmersión destruiría el temple que acababa de conseguir.

—Un trabajo realizado con precisión —alabó el herrero—, sin desperdiciar ni un solo movimiento. ¿Buscas trabajo? Mis aprendices acaban de dejar el puesto los tres, los muy inútiles, y tengo mucha labor acumulada.

—No sé cuánto tiempo permaneceré en Tear —respondió Perrin, sacudiendo la cabeza—. Me gustaría trabajar un poco más, si no os importa. Han transcurrido muchos meses desde la última vez que lo hice, y añoro la herrería. Tal vez podría realizar algunas de las tareas que habríais delegado en vuestros aprendices.

—Tú eres, con mucho, mejor que esos patanes —aseguró el herrero, tras soltar un sonoro bufido—, que no hacían más que merodear por aquí mirando y murmurando acerca de sus pesadillas. Como si los demás no tuviéramos pesadillas a veces. Sí, puedes trabajar aquí todo el tiempo que lo desees. Luz, tengo encargadas doce planas y tres azuelas de tonelero, y el carpintero de esta calle necesita un escoplo y… Demasiadas cosas para enumerarlas todas. Empieza con las planas y ya veremos hasta dónde llegamos antes de que anochezca.

Perrin se absorbió en el trabajo, olvidando pasajeramente todo cuanto no guardara relación con el calor del metal, el tintineo del martillo y el olor de la forja, pero llegó el momento en que al alzar la vista vio al herrero —Dermid Ajala, había dicho que se llamaba— quitándose el chaleco y advirtió que el patio trasero estaba oscuro. La luz provenía exclusivamente de la forja y de un par de lámparas. Y Zarina estaba sentada en un yunque junto a una de las forjas sin encender, observándolo.

—De modo que eres realmente un herrero, herrero —dijo.

—De pies a cabeza, señora —corroboró Ajala—. Aprendiz, dice él, pero el trabajo que ha realizado hoy ha sido de primera. Tiene buen tiento y regularidad en el pulso.

Perrin movió los pies, azorado por las alabanzas, y el herrero le sonrió. Zarina los miró, sin comprender nada.

Perrin fue a cambiarse de ropa, pero, cuando se hubo quitado el chaleco y el delantal, tomó de pronto conciencia de que Zarina tenía los ojos clavados en su espalda. Era como si estuviera tocándolo; por un momento, su perfume a hierbas le pareció abrumador. Se puso apresuradamente la camisa, la remetió de cualquier modo en los pantalones y se colocó con dos tirones la chaqueta. Cuando se volvió, Zarina esbozaba una de aquellas tenues e inquietantes sonrisas que invariablemente lo ponían nervioso.

—¿A esto piensas dedicarte entonces? —preguntó—. ¿Has recorrido tan largo camino para volver a ser un herrero?

Ajala se paró a medio cerrar las puertas del patio para escuchar. Perrin recogió el pesado martillo que había utilizado, con una pieza de metal de cinco kilos y un mango tan largo como su antebrazo, y sintió satisfacción por tenerlo en las manos. Era agradable. El herrero había lanzado una somera mirada a sus ojos y no había pestañeado siquiera; para él lo importante era el trabajo, la capacidad de dominar el metal, y no el color de los ojos.

—No —repuso con tristeza—. Algún día, espero. Pero todavía no. —Se dispuso a colgar el martillo en la pared.

—Quédatelo. —Ajala carraspeó—. No suelo desprenderme de herramientas de calidad, pero… Lo que has hecho hoy vale sobradamente el precio de ese martillo, y quizá te sirva de ayuda cuando llegue ese «día». Si he visto alguna vez alguien nacido para empuñar un martillo de herrero, ese hombre eres tú. Tómalo y consérvalo contigo.

—Gracias —dijo Perrin, cerrando los dedos alrededor del mango, embargado por una sensación de bienestar—. No encuentro palabras para expresar lo que significa para mí.

—Recuerda simplemente ese «día». Recuérdalo.

Cuando se iban, Zarina alzó la mirada hacia él y dijo:

—¿Tienes idea de lo extraños que son los hombres, herrero? No. Ya lo sabía. — Se fue corriendo, dejándolo con el martillo en una mano y rascándose la cabeza con la otra.

Ninguno de los ocupantes de la sala reparó en él, un hombre con ojos dorados que llevaba un martillo de herrero. Subió a su habitación y por una vez se acordó de encender la vela de sebo. Su aljaba y su hacha seguían colgados del mismo clavo en la pared. Sopesó el hacha con una mano y el martillo en la otra. Considerando estrictamente la cantidad de metal, el arma, con su hoja en forma de media luna y el grueso diente de contrapeso, era dos o tres kilos más ligera que la herramienta, pero a él se le antojaba diez veces más pesada. Devolvió el hacha a su sitio y depositó debajo, en el suelo, el martillo, apoyando el mango en la pared. El asidero del hacha y el del martillo, dos piezas de madera de igual grosor, se rozaban casi. Dos objetos de metal, casi del mismo peso. Durante largo rato permaneció sentado en el taburete, contemplándolos. Todavía tenía la vista fija en ellos cuando Lan asomó la cabeza por la puerta.

—Ven, herrero. Tenemos asuntos que tratar.

—Soy un herrero —declaró Perrin, y el Guardián frunció el entrecejo.

—No me vengas con desvaríos ahora, herrero. Si eres incapaz de seguir cargando con tu peso, podrías hacernos rodar a todos montaña abajo.

—Sostendré mi carga —gruñó Perrin—. Haré lo que debe hacerse. ¿Qué queréis?

—Que vengas, herrero. ¿No me has oído? Vamos, campesino.

Aquel apelativo que le dedicaba con tanta frecuencia Zarina lo hizo levantarse entonces con furia, pero Lan ya se marchaba. Perrin salió rápidamente al pasillo y lo siguió hacia la parte delantera de la posada, con la intención de decirle que ya estaba cansado de que lo llamaran «herrero» y «campesino», que su nombre era Perrin Aybara. El Guardián entró en el comedor privado de la posada que daba a la calle.

—Escuchadme, Guardián, yo…

—Eres tú quien debe escuchar, Perrin —indicó Moraine—. Calla y escucha. — Tenía el semblante apacible, pero en sus ojos se traslucía la misma ferocidad que en su tono.

Perrin no se había dado cuenta de que hubiera nadie más en la habitación aparte de él

Prev
Next

YOU MAY ALSO LIKE

El corazón del invierno
El corazón del invierno
August 3, 2020
El Despertar de los Heroes
El Despertar de los Heroes
August 3, 2020
El señor del caos
El señor del caos
August 3, 2020
Conan el invencible
Conan el invencible
August 3, 2020
  • Privacy Policy
  • About Us
  • Contact Us
  • Copyright
  • DMCA Notice

© 2020 Copyright por el autor de los libros. All rights reserved.