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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 116
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estrecha vigilancia sobre toda mujer que llevaba la sortija, y no le convenía que nadie controlara sus pasos en aquella visita a Tear.

Lan había guardado su capa de color cambiante en su alforja dos días antes, cuando había resultado evidente que quienquiera que había enviado a los Sabuesos del Oscuro —«Sammael», pensó Perrin a su pesar, estremeciéndose— no había persistido en su persecución. El Guardián no había realizado ninguna concesión al calor de Illian y tampoco hizo ninguna al bochorno reinante en Tear. Llevaba la capa verde grisáceo completamente abotonada.

Perrin iba con la chaqueta medio desabotonada y el cuello de la camisa desabrochado. El clima de Tear era tal vez algo más fresco que el de Illian, pero de todas formas hacía tanto calor como en verano en Dos Ríos y, además, la humedad del aire intensificaba la sensación de sofoco. Su hacha colgaba de la alta perilla de la silla del caballo, a mano por si tenía necesidad de usarla, pero no en contacto con su cuerpo, lo cual le producía un profundo bienestar.

Le sorprendió ver tanto barro en las primeras calles por las que pasaron, dado que, de acuerdo con su experiencia, sólo los pueblos y los pequeños burgos carecían de pavimento, y Tear era una de las mayores ciudades del continente. A los transeúntes, no obstante, no parecía importarles el fango, pese a que muchos de ellos iban descalzos. Una mujer que caminaba sobre unas plataformas de madera retuvo un instante su atención y le hizo preguntarse por qué no las llevaría todo el mundo. Aquellos holgados calzones que vestían los hombres debían de ser más frescos que los pantalones ceñidos que utilizaba él, pero estaba convencido de que se sentiría ridículo si probaba a ponérselos. Se imaginó llevando esos calzones y uno de aquellos sombreros redondos de paja y se echó a reír quedamente.

—¿Qué es lo que te hace gracia, Perrin? —inquirió Loial, que tenía las orejas tan gachas que sus puntas quedaban ocultas por el cabello y miraba con expresión preocupada a la gente de la calle—. Estas personas parecen… derrotadas, Perrin. No tenían esta actitud la última vez que estuve aquí. Ni siquiera el pueblo que permitió que talaran su arboleda merece caer en un abatimiento como éste.

Perrin comenzó a observar los rostros en lugar de mirarlo todo a la vez y comprobó que Loial estaba en lo cierto. Eran demasiados los semblantes que habían perdido algo: esperanza, tal vez; curiosidad. Apenas si dedicaban una ojeada a su comitiva, salvo para no entorpecer el paso de las monturas. El Ogier, montado en un animal tan grande como un caballo de tiro, no atraía más miradas que Lan o Perrin.

Traspusieron las puertas de la ciudad, sometidos al sombrío escrutinio de soldados acorazados con petos sobre rojas chaquetas de anchas mangas ribeteadas de blanco en los puños y redondos yelmos con alas en los bordes rematados en una cresta. Sus pantalones, ceñidos a diferencia de lo habitual entre los varones tearianos, estaban remetidos en botas de caña alta. Los soldados torcieron el gesto al ver la espada de Lan e hicieron ademán de empuñar la suya, y dirigieron aceradas miradas al hacha y el arco de Perrin, pero, a pesar de lo adusto de su semblante y la dureza de sus miradas, en sus rostros se percibía también la derrota, como si ya no hubiera nada para lo que mereciera la pena esforzarse. Tras los altos muros grises, las calles estaban empedradas con grandes losas.

Los edificios del recinto amurallado eran de mayores dimensiones, si bien su estilo de construcción no presentaba diferencias con respecto a los de afuera. A Perrin le resultaban un tanto extraños los tejados, en especial los acabados en punta, pero había visto tantas clases de tejados desde que había salido de su pueblo que lo único que despertó su curiosidad fue la clase de clavos que utilizarían para fijar las tejas. En algunas regiones, nadie sujetaba las tejas con clavos.

Los palacios y grandes edificaciones se erguían al lado de otros más pequeños y corrientes, emplazados, al parecer, sin ajustarse a ningún plan urbanístico; una estructura con torres y cúpulas casi cuadradas, enteramente rodeada por amplias calles, podía tener tiendas, posadas y casas enfrente. Una enorme mansión con columnas cuadradas de mármol ante una fachada de tres metros de lado y cincuenta escalones que daban acceso a unas puertas de bronce de casi diez metros de altura estaba flanqueada por una panadería y una sastrería.

En esa zona había más hombres ataviados con chaquetas y pantalones similares a los de los soldados, aunque de colores más vivos y sin armadura, y algunos llevaban incluso espada. Nadie iba descalzo, ni siquiera los que llevaban calzones abombachados. Entre las mujeres abundaban los vestidos largos con escotes bajos que dejaban los hombros al desnudo y a veces buena parte del pecho, confeccionados probablemente con seda. Los Marinos realizaban un activo comercio de seda con Tear. Por las calles circulaba igual número de sillas de manos y carruajes tirados por caballos que de carros y carretas con yuntas de bueyes. Eran, sin embargo, demasiadas las caras que expresaban igual desaliento que en extramuros.

La posada elegida por Lan, La Estrella, tenía un taller de tejidos a un lado y una herrería en el otro, separados de ella por angostos callejones. La herrería era de piedra gris, y la casa de tejidos y la posada, de madera, pese a tener esta última cuatro pisos y también buhardas en el tejado. El estrépito de los telares competía con el ruido de los martillazos de la herrería. Entregaron los caballos a los mozos de cuadra y entraron en la posada. De la cocina llegaban olores a pescado, a pasteles y posiblemente a estofado, y aroma a asado de cordero. Los clientes reunidos en la sala principal vestían ceñidas chaquetas y anchos calzones; era lógica la ausencia de coloridas chaquetas con mangas ahuecadas y escotados vestidos de brillante seda, atuendos que Perrin intuía como propios de aristócratas y gente acaudalada, puesto que era impensable que los ricos se acomodaran en un lugar tan ruidoso. Quizá fuera ése el motivo por el que Lan lo había escogido.

—¿Cómo vamos a dormir con este jaleo? —murmuró Zarina.

—Nada de preguntas, ¿eh? —le recordó él, sonriendo, y por un momento pensó que la joven iba a sacarle la lengua.

El posadero, un sujeto de cara redondeada, casi calvo, que vestía una chaqueta azul oscuro y pantalones holgados, se inclinó ante ellos con las manos entrelazadas sobre su prominente vientre. Su rostro tenía la misma expresión de fatigada resignación. —La Luz os ilumine, señora, sed bienvenida —suspiró—. La Luz os acompañe, señor. Sed bienvenido. —Tuvo un ligero sobresalto al reparar en los amarillos ojos de Perrin y luego saludó con ademán cansado a Loial—. La Luz brille en vuestro camino, amigo Ogier. Bienvenido. Hace un año o más que no he visto a ningún Ogier en Tear. Venían para realizar alguno que otro trabajo en la Ciudadela. Se alojaban allí, en la fortaleza, desde luego, pero los vi en la calle un día. —Paró de hablar, emitiendo un suspiro, al parecer sin energías para reunir las dosis de curiosidad suficientes para preguntar por qué había llegado otro Ogier a Tear.

El calvo propietario, Jurah Haret de nombre, los acompañó personalmente a sus habitaciones. Por lo visto, el vestido de seda de Moraine y el hecho de que se cubriera el rostro, sumado al duro semblante de Lan y a su espada, los habían erigido, a sus ojos, en una dama y su guardaespaldas, y por tanto merecedores de un trato especial. A Perrin lo tomó, naturalmente, por una especie de criado, a Zarina no supo qué condición atribuirle, cosa que irritó visiblemente a la joven, y Loial era, en fin de cuentas, un Ogier. Llamó a un par de hombres para que juntaran camas para Loial y ofreció a Moraine un comedor privado para sus comidas si así lo deseaba. La Aes Sedai aceptó de buen grado.

Se mantuvieron juntos durante todo el recorrido realizado en reducida procesión por los pasillos del piso de arriba hasta que Haret efectuó una reverencia y se fue dando suspiros, dejándolos en el lugar inicial, delante de la habitación de Moraine. Las paredes eran de yeso y Loial rozaba con la cabeza el techo.

—Un tipo odioso —murmuró Zarina, sacudiéndose furiosamente con ambas manos el polvo prendido a las faldas—. Me parece que me ha confundido con una criada, Aes Sedai. ¡No pienso permitirlo!

—Controla esa lengua —la aconsejó Lan en voz baja—. Si pronuncias ese nombre y alguien te oye, lo vas a lamentar, muchacha.

Zarina hizo ademán de replicar, pero sus glaciales ojos azules la conminaron a callar, si bien no pacificaron la ferocidad de su mirada. Moraine hacía caso omiso de la escena. Con la mirada perdida, sacudía los cabos de la capa en las manos casi como si las azotara, sin saber qué hacía, en opinión de Perrin.

—¿Cómo vamos a encontrar a Rand? —preguntó, pero ella no pareció oírlo—. Moraine…

—Quedaos cerca de la posada —indicó al cabo de un momento—. Tear puede ser una ciudad peligrosa para quienes desconocen sus costumbres. El Entramado podría desgarrarse aquí. —Esto último lo dijo en voz baja, como para sí—. Lan, vayamos a ver qué descubrimos sin llamar la atención —añadió con voz más recia—. ¡Los demás, no os alejéis de la posada!

—«No os alejéis de la posada» —la imitó burlonamente Zarina cuando la Aes Sedai y el Guardián hubieron desaparecido escalera abajo, aunque con la precaución de hacerlo quedamente para que no la oyeran—. Ese Rand… es el que tú llamaste el… —Si en aquella ocasión tenía aspecto de halcón, era un halcón francamente inquieto—. Y estamos en Tear, en la ciudad que alberga el Corazón de la Ciudadela… Y las Profecías auguran… La Luz me abrase, ta’veren, ¿es éste un relato en el que quiero participar?

—No es ningún relato, Zarina. —Por un instante Perrin sintió el mismo desaliento que había advertido en el posadero—. La Rueda teje en el Entramado los hilos de nuestras vidas. Tú elegiste imbricar el tuyo con el nuestro y ahora es demasiado tarde para separarlos.

—¡Luz! —gruñó—. ¡Ahora hablas como ella!

La dejó en el pasillo con Loial y fue a llevar el equipaje a su habitación, un dormitorio con una cama baja, cómoda pero pequeña, del tipo que la gente de ciudad parecía considerar adecuada para un criado, un aguamanil, un taburete, y unos cuantos clavos en el cuarteado yeso de la pared. Cuando salió, los dos se habían ido. El tintineo del martillo sobre el yunque lo atrajo.

Eran tantas las peculiaridades de Tear que fue un alivio entrar en la herrería. La planta inferior estaba enteramente ocupada por una espaciosa habitación en cuyo extremo dos largas puertas abiertas daban a un patio para herrar caballos y bueyes. Los martillos se alineaban en sus soportes, las tenazas, de distintas clases y tamaños, colgaban en las viguetas de las paredes, los cuchillos, soportes y demás herramientas para herrar estaban pulcramente ordenados encima de bancos de madera junto con escoplos, ganchos y todos los complementos necesarios en una herrería. Había varios cajones con barras de hierro y acero de diverso grosor. Sobre el suelo de tierra apisonada había cinco muelas de afilar de diferente aspereza, seis yunques y tres forjas de paredes de piedra con sus fuelles, de las cuales sólo una contenía carbón ardiendo. A su lado descansaban las barricas para templar el metal.

El

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