Lopar y su papada presentaba únicamente la mitad de pliegues que la de aquél, que ocupaba solo una mesa, aplicado en sacar vigorosamente brillo a una jarra de peltre mientras lanzaba furibundas miradas hacia Comar, aunque con la precaución de desviar la vista cuando éste miraba. Algunos de los clientes lanzaban también airadas miradas de soslayo al hombre de la barba. Pero no cuando él miraba.
Mat reprimió su primer impulso, que era abalanzarse sobre Comar, golpearle la cabeza con la barra y exigir que le dijera dónde estaban Egwene y las demás. Aquélla era una situación extraña. Comar era el primer hombre que había visto con una espada al cinto, pero el modo como lo observaban los presentes obedecía a algo más que el temor a un espadachín. Incluso la camarera que le sirvió a Comar una copa de vino —y recibió un pellizco en compensación por la molestia— rió con nerviosismo al acercarse a él.
«Considera todas las posibilidades —se instó prudentemente a sí mismo Mat—. La mitad de las complicaciones que me sobrevienen son debidas a la precipitación. Debo pensar.» La fatiga parecía haberle rellenado la cabeza de lana. Hizo una seña a Thom, y los dos se dirigieron a la mesa del posadero, el cual los observó con suspicacia cuando tomaron asiento a su lado.
—¿Quién es el hombre con la raya blanca en la barba? —inquirió Mat.
—No sois de aquí, ¿eh? —dedujo el posadero—. Él también es extranjero. Aunque no lo había visto hasta esta noche, sé quién es. Un forastero que ha venido aquí y que ha labrado una fortuna comerciando. Un mercader lo bastante rico para llevar espada. Ése no es motivo para que nos trate así.
—Si no lo habíais visto antes —razonó Mat—, ¿cómo sabéis que es un mercader?
—Por su chaqueta, hombre —contestó el posadero, mirándolo como si fuera idiota—, y por su espada. No puede ser un señor ni un soldado si no es de aquí, de modo que tiene que ser un rico mercader. —Sacudió la cabeza, asombrado por la estupidez de los extranjeros—. Vienen a nuestras casas, a mirarnos con arrogancia y a acariciar a las chicas en nuestras mismas narices, pero él no tiene derecho a hacer lo que hace. Si yo voy al Maule, no juego para exprimirles unas monedas a los pescadores, y si voy a Tavar, no me planteo ganarles a los campesinos el fruto de sus cosechas. —Se puso a frotar con más violencia la jarra—. Menuda suerte tiene ese hombre. Así habrá hecho fortuna.
—¿Siempre gana? —Bostezando, Mat se planteó qué efecto tendría enfrentarse a otro hombre que tenía a la suerte de su lado.
—A veces pierde —murmuró el posadero—, cuando hay unos pocos peniques de plata en juego. A veces. Pero si hay un marco de plata… Por lo menos en doce ocasiones lo he visto ganar a las coronas con tres coronas y dos rosas. Y unas seis veces con tres seises y dos cincos en juego de numeración máxima. Al Tres, no tira más que seises, y tres seises y un cinco a la Gama. Si tiene una suerte así, la Luz lo ilumine y mejor para él, pero que se valga de ella con otros mercaderes, como es debido. ¿Cómo puede ser alguien tan afortunado?
—Dados trucados —dijo Thom y luego tosió—. Cuando quiere tener la certeza de ganar, utiliza dados que siempre paran en la misma cara. Es lo suficientemente listo como para no haber elegido la de más valor, pues la gente siempre acaba recelando si se tira varias veces el rey —enarcó una ceja en dirección a Mat— o la puntuación que es prácticamente imposible superar, pero no puede evitar que se repita siempre la misma combinación.
—He oído hablar de esos trucos —dijo lentamente el posadero—. Los illianos los usan, tengo entendido. —Entonces meneó la cabeza—. Pero los dos jugadores utilizan el mismo cubilete y los mismos dados. No puede ser.
—Traedme dos cubiletes —pidió Thom— y dos juegos de dados. Da igual que sean coronas o puntos, con tal de que sean iguales.
El posadero puso mala cara, pero se fue, llevándose prudentemente la jarra de peltre, y regresó con dos cubiletes de cuero. Thom arrojó los cinco cubos de hueso de uno de ellos en la mesa frente a Mat. Ya fueran con puntos o símbolos, todos los dados que Mat había visto eran de hueso o de madera. Aquéllos tenían puntos. Recogió uno y miró frunciendo el entrecejo a Thom.
—¿Se espera de mí que me percate de algo?
Thom vació los dados del otro cubilete en su mano y luego, con una velocidad que casi hacía imposible seguir el proceso, volvió a introducirlos en el recipiente, el cual puso boca abajo en la mesa sin que cayera ningún dado. Luego mantuvo la mano encima del cubilete.
—Haz una marca en cada uno de ellos, muchacho. Algo pequeño, pero que reconozcas después.
Mat cambió miradas de estupor con el posadero y luego los dos clavaron la vista en el cubilete volcado bajo la mano de Thom. Preveía que Thom se proponía realizar algún juego de ilusionismo —los juglares siempre realizaban cosas prodigiosas, como sacar fuego por la boca o hacer aparecer pañuelos de seda— pero no veía cómo podría hacer algo Thom si él lo observaba de cerca. Desenfundó el cuchillo y efectuó una pequeña muesca en cada dado, en la cara de seis.
—Ya está —dijo, depositándolos en la mesa—. Enseñadme el truco.
Thom los recogió y volvió a dejarlos en la mesa a varios centímetros de distancia.
—Mira a ver si ves las marcas, chico. Mat frunció el entrecejo. Thom aún tenía la mano encima del fondo del cubilete de cuero; no la había movido ni tampoco había pasado cerca de éste con los dados que él le había entregado. Recogió los dados… y pestañeó con asombro. No tenían ni un arañazo. El posadero emitió una exclamación. Thom abrió la mano libre, mostrando cinco dados.
—Los marcados están aquí. Esto es lo que hace Comar. Es un truco de niños, simple, aunque no habría creído que tuviera unos dedos tan ligeros.
—Me parece que, en fin de cuentas, no tengo interés en jugar a los dados con vos —declaró Mat. El posadero seguía con la mirada fija en los dados, pero no parecía haber hallado ninguna solución—. Llamad a la guardia, o como se llame aquí —le aconsejó Mat—. Hacedlo arrestar.
«No matará a nadie encerrado en una celda. ¿Pero y si ya están muertas?» Trató de no prestar atención a tal pensamiento, pero éste persistía, incisivo. «¡Entonces me aseguraré de verlos muertos a él y a Gaebril, cueste lo cueste! ¡Pero no lo están, demonios! ¡No pueden estarlo!»
—¿Yo? —El posadero sacudía la cabeza—. ¿Denunciar yo ante los Defensores a un mercader? Ni siquiera le examinarían los dados. Con sólo decir él una palabra, me pondrían a trabajar encadenado en los dragados de los canales de los Dedos del Dragón. Podría atravesarme sin más con la espada, y los Defensores dirían que lo tenía bien merecido. Tal vez se marche dentro de un rato.
—¿Será suficiente si lo pongo en evidencia? —inquirió, esbozando una mueca, Mat—. ¿Llamaréis entonces a la guardia o a los Defensores o a quien sea?
—Sois un extranjero y no lo entendéis. Aunque sea forastero, es un hombre rico, importante.
—Esperad aquí —dijo Mat a Thom—. No pienso dejar que les eche el guante a Egwene y a las otras, sea a costa de lo que sea. —Bostezó y corrió atrás la silla.
—Aguarda, chico —lo llamó Thom en voz baja pero insistente, levantándose—. ¡Condenado chiquillo, no sabes los problemas que te estás buscando!
Mat le indicó con un gesto que permaneciera allí y se alejó en dirección a Comar. Como nadie más había respondido a su desafío, miró con interés a Mat cuando éste apoyó su barra en el borde de la mesa y tomó asiento. Entonces observó la chaqueta de Mat y sonrió con desprecio.
—¿Quieres apostar unas monedas de cobre, campesino? Yo no pierdo el tiempo con… —Calló de repente cuando Mat puso una corona de oro andoriana en la mesa y lo miró bostezando, sin molestarse en taparse la boca—. No hablas mucho, granjero, aunque podrías pulir tus modales, pero el oro habla por sí mismo y no requiere cortesías. —Agitó el cubilete de cuero y arrojó los dados. Ya reía entre dientes antes de que éstos se detuvieran, con tres coronas y dos rosas boca arriba—. No superarás esto, campesino. ¿Tal vez tengas más oro escondido en esos harapos que desees perder? ¿De dónde lo sacaste? ¿Robando a tu amo?
Alargó la mano hacia los dados, pero Mat se le adelantó. Comar le dirigió una airada mirada, pero le cedió el cubilete. Si ambas tiradas obtenían el mismo valor, seguirían tirando hasta que uno de ellos ganara. Mat sonreía al hacer sonar los dados. Se había propuesto no dejarle ocasión para cambiarlos. Si los dos conseguían idéntico resultado tres o cuatro veces seguidas, exactamente las mismas en cada ocasión, incluso los Defensores prestarían oídos. Todos los presentes en la sala lo verían y tendrían que confirmar su denuncia.
Arrojó los dados a la mesa y éstos rebotaron de manera peculiar. Notó… algo… que se movía. Era como si su suerte se hubiera desbocado. Tenía la sensación de que la habitación se retorcía a su alrededor, tirando con hilos invisibles de los dados. Sintió deseos de mirar a la puerta, pero mantuvo la vista fija en los dados. Éstos se pararon: cinco coronas. Parecía que a Comar iban a saltársele los ojos de las órbitas.
—Habéis perdido —dijo Mat con suavidad. Si su buena fortuna decidía tan marcadamente la situación a su favor, tal vez había llegado el momento de ponerla a prueba. Una vocecilla le aconsejó pensar, pero estaba demasiado cansado para prestarle atención—. Creo que vuestra suerte está a punto de agotarse, Comar. Si habéis causado algún daño a esas jóvenes, ya se habrá extinguido del todo.
—Ni siquiera las he encontrado… —replicó Comar, sin despegar la vista de los dados, y luego levantó la cabeza con brusquedad. Tenía el rostro totalmente pálido—. ¿Cómo sabes mi nombre?
Todavía no las había encontrado. «Fortuna, dulce fortuna, sigue a mi lado.»
—Regresad a Caemlyn, Comar, y decidle a Gaebril que no habéis conseguido localizarlas. Decidle que han muerto. Decidle lo que sea, pero abandonad Tear esta noche. Si vuelvo a veros, os mataré.
—¿Quién eres? —preguntó con actitud vacilante el alto individuo—. ¿Quién…? —En un abrir y cerrar de ojos desenfundó la espada y se puso en pie. Mat volcó la mesa de un empellón y la empujó hacia él, a la vez que tendía la mano hacia la barra. Había olvidado la imponente estatura de Comar. El barbudo traidor volvió a empujar la mesa hacia Mat, y éste cayó sentado, asiendo débilmente el bastón. Comar apartó la mesa y lo apuntó con la espada. Mat propulsó los pies contra su estómago para contener su embestida e hizo girar torpemente la barra, con la fuerza suficiente, empero, para desviar el arma. Pero el choque le hizo resbalar el bastón de los dedos y hubo de aferrar la muñeca de Comar, con la hoja de la espada a un palmo de su cara. Con un gruñido, dio una voltereta hacia atrás, tomando impulso con las piernas, y Comar saltó por encima de Mat con ojos desorbitados para aterrizar de cara contra una mesa. Mat buscó frenéticamente la vara, pero, cuando la encontró, Comar aún no se había movido.
El alto individuo tenía las caderas y