podido volver a repetirla palabra por palabra.
—Posiblemente la madre Guenna os lo ha dicho —finalizó Nynaeve—, pero yo lo reiteraré. Esas mujeres son más peligrosas de lo que alcanzáis a imaginar. Que yo sepa, son doce las personas a las que han asesinado, y no me sorprendería que la suya no fuera más que una gota de la sangre con que se han manchado las manos. —Sandar y Ailhuin pestañearon al oírlo—. Si descubren que hacéis indagaciones sobre ellas, moriréis. Si os capturan, os obligarán a revelar nuestro paradero y la madre Guenna probablemente morirá con nosotras. —La Zahorí puso cara de incredulidad—. ¡Creedme! —Nynaeve exigió conformidad con la mirada—. ¡Creedme, o volveré a quedarme con la plata y contrataré a otro que tenga más sentido común!
—Cuando era joven —dijo, con voz seria, Sandar—, una ladrona me clavó un cuchillo en las costillas porque no pensé que una linda muchacha fuera lo bastante rápida para acuchillar a un hombre. Ya no cometo tales equivocaciones. Obraré como si esas mujeres fueran, de la primera a la última, Aes Sedai, y del Ajah Negro. —Egwene casi se atragantó, y él le dirigió una pesarosa sonrisa mientras introducía las monedas en su propia bolsa y la guardaba debajo de la faja—. No era mi intención asustaros, señora. No hay Aes Sedai en Tear. Tal vez tarde unos días, a menos que estén juntas. Será sencillo localizar a trece mujeres juntas; más difícil, si están separadas. En un caso u otro, las encontraré. Y no las pondré sobre aviso hasta informaros de dónde están.
—Espero que no peque de confiado —comentó Elayne cuando ya se había ido por la puerta trasera tras ponerse el sombrero de paja y los zuecos—. Ailhuin, he oído lo que ha dicho pero… ¿comprende que son realmente peligrosas?
—No es ningún estúpido, salvo cuando se interponen unos preciosos ojos o unos tobillos bien torneados —aseguró la mujer de cabello gris—, lo cual es, por otra parte, un defecto común en los hombres. Es el mejor husmeador de Tear. No os preocupéis. Encontrará a esos Amigos Siniestros.
—Volverá a llover esta noche. —Nynaeve se estremeció, a pesar del caldeado ambiente de la habitación—. Presiento que habrá tormenta. —Ailhuin sacudió la cabeza y se fue a servir la sopa de pescado para la cena.
Después de cenar y recoger la mesa, Nynaeve y Ailhuin se pusieron a hablar de hierbas y de curas. Elayne se distrajo bordando una franja de florecillas azules y blancas que ya tenía empezada en la capa y después se sumió en la lectura de una copia de Los ensayos de Willim de Mariaches que tenía Ailhuin en su pequeña estantería de libros. Egwene intentó leer, pero ni los ensayos ni Los viajes de Jain el Galopador ni los divertidos cuentos de Aleria Elffin consiguieron retener durante más de unas cuantas páginas su interés. Tocó el ter’angreal de piedra por entre la tela del vestido. «¿Dónde están? ¿Qué buscan en la Ciudadela? ¿Qué es lo que quieren si nadie salvo el Dragón…, nadie salvo Rand… puede tocar Callandor? ¿Qué es? ¿Qué?»
Cuando se hizo noche cerrada, Ailhuin las condujo a cada una a un dormitorio del segundo piso, pero, después de que ella se hubo acostado, las tres se reunieron en el de Egwene, iluminado con una sola lámpara. Egwene ya se había desvestido y el cordel colgaba de su cuello con los dos anillos. La rayada piedra era mucho más pesada que el oro. Habían hecho lo mismo cada noche desde que habían abandonado Tar Valor, con la sola excepción de la noche pasada con los Aiel.
—Despertadme dentro de una hora —indicó.
—¿Tan poco rato esta vez? —se extrañó Elayne.
—¿Estás inquieta? —preguntó Nynaeve—. Quizás estés utilizándolo con excesiva frecuencia.
—Todavía estaríamos en Tar Valon fregando ollas con la aprensión de descubrir a una hermana Negra o de perecer a manos de un Hombre Gris si no lo hubiera hecho — contestó bruscamente Egwene. «Luz, Elayne tiene razón. Me estoy comportando como una chiquilla rencorosa.» Respiró hondo—. Puede que esté algo inquieta. Quizá se deba a lo cerca que nos encontramos del Corazón de la Ciudadela, de Callandor. Tan cerca de la trampa cuya naturaleza ignoramos.
—Ten cuidado —aconsejó Elayne.
—Ten mucho cuidado, Egwene, por favor —pidió, en voz más baja, Nynaeve, dándose breves tirones de trenza.
Cuando Egwene se echó en la cama y sus dos compañeras se instalaron en taburetes a ambos lados de ella, sonó un retumbar de truenos. Tardó un poco en conciliar el sueño.
Como siempre al principio, se halló en las onduladas colinas rodeada de flores, mariposas y pájaros, bajo un sol primaveral y acariciada por una suave brisa. Aquella vez llevaba un vestido de seda verde, con pájaros dorados bordados en el pecho, y unos escarpines de terciopelo del mismo color. El ter’angreal parecía tan liviano que habría salido volando si el peso del anillo con la Gran Serpiente no se lo hubiera impedido.
A costa de errores había aprendido algo de las normas que regían en el Tel’aran’rhiod, pues aun aquel Mundo de Sueños tenía sus propias pautas, por más singulares que fueran, de las cuales no conocía, sin duda, ni la décima parte, y un método para dirigirse a donde deseaba. Cerró los ojos y disipó todo pensamiento de la mente igual como haría para abrazar el Saidar. No era tan sencillo, porque la imagen de un capullo de rosa se insinuaba sin cesar y ella sentía continuamente la llamada de la Fuente Verdadera y se desvivía por tender el puente hacia ella, pero debía llenar el vacío con algo distinto. Imaginó el Corazón de la Ciudadela, tal como lo había visto en aquellos sueños, lo plasmó perfectamente, con todo detalle, en la vacuidad formada en su cerebro: las descomunales columnas de piedra roja pulida; las gastadas baldosas del suelo; la espada de cristal, intocable, girando lentamente con la empuñadura abajo, suspendida en el aire. Cuando le resultó tan real que tuvo la certidumbre de poder alargar la mano y tocarla, abrió los ojos, y se encontró allí, en el Corazón de la Ciudadela. O cuando menos en el Corazón de la Ciudadela tal como existía en el Tel’aran’rhiod.
Allí estaban las columnas, y Callandor. Y en torno a la reluciente espada, casi tan tenues e insustanciales como sombras, estaban sentadas con las piernas cruzadas trece mujeres, contemplando Callandor. Liandrin volvió su cabeza cubierta de trenzas de color de miel y miró directamente a Egwene con sus grandes y oscuros ojos, y curvó su boca en una sonrisa.
Egwene se incorporó, jadeante, en la cama tan deprisa que a punto estuvo de caerse.
—¿Qué pasa? —preguntó Elayne—. ¿Qué ha ocurrido? Pareces asustada.
—Si acabas de cerrar los ojos —observó quedamente Nynaeve—. Es la primera vez que despiertas por ti misma, sin que te llamáramos. Ha sucedido algo, ¿verdad? — Se tiró violentamente de la trenza—. ¿Estás bien?
«¿Cómo he vuelto? —se preguntó Egwene—. Luz, ni siquiera sé qué he hecho.» Era consciente de que simplemente procuraba posponer lo que tenía que decir. Desabrochando el cordel que le rodeaba el cuello, sostuvo el anillo con la Gran Serpiente y el aro retorcido del ter’angreal en la palma de la mano.
—Nos están esperando —dijo por fin. No era preciso especificar quiénes—. Y me parece que saben que estamos en Tear.
Afuera, la tormenta se desató sobre la ciudad.
La lluvia repiqueteaba arriba en la cubierta mientras Mat mantenía fija la mirada en el tablero de la mesa frente a Thom, pero no conseguía concentrarse en la partida, ni siquiera habiendo apostado un marco de plata andoriano. Se oía fragor de truenos y en los ojos de buey relampagueaban los rayos. Cuatro lámparas iluminaban la cabina del capitán del Vencejo. «Este condenado barco será tan lustroso como el pájaro, pero de todas formas va demasiado lento.» El bajel dio una pequeña sacudida y luego otra; parecía que se movía de manera diferente. «¡Más le vale no hacernos embarrancar en el maldito fango! ¡Si no va todo lo veloz que se puede ir con esta bañera ambulante, le haré tragar el oro que le di!» La preocupación le había impedido dormir bien desde que habían salido de Caemlyn. El sueño atrasado lo hizo bostezar al colocar una ficha blanca en la intersección de dos líneas; en tres jugadas capturaría casi una quinta parte de las piezas de Thom.
—Podrías ser un buen jugador, chico —observó Thom con la pipa entre los dientes, moviendo a su vez—, si aplicaras más atención. —Su tabaco olía a hojas y frutos secos.
Mat alargó la mano para tomar una ficha del montón que tenía al lado, luego pestañeó y renunció a ello. En tres jugadas, las fichas de Thom acorralarían una tercera parte de las suyas. No lo había previsto y ahora no veía escapatoria.
—¿Perdéis alguna vez jugando? ¿Habéis perdido aunque sólo sea una partida?
—Hace mucho tiempo que no sufro una derrota —reconoció Thom, atusándose el bigote—. Morgase solía ganarme cada dos por tres. Se dice que los buenos comandantes militares y los expertos en las intrigas del Juego de las Casas tienen una especial habilidad para los juegos de fichas. Ella constituye un claro ejemplo, y no me cabe duda de que sería capaz de dirigir con éxito una batalla.
—¿No querríais jugar a los dados un rato? Es mucho más rápido.
—Prefiero tener una oportunidad clara de ganar en lugar de una entre nueve o diez —contestó secamente el juglar de blanco cabello.
Mat se puso en pie de un salto cuando la puerta se abrió de golpe dando paso al capitán Derne. El marino de angulosas facciones sacudió el agua de la capa que le cubría los hombros, murmurando maldiciones para sí.
—Que la Luz me abrase los huesos si sé por qué os permití contratar el Vencejo. No habéis parado de exigir más velocidad ni en la más negra de las noches ni lloviendo a mares. Más velocidad. ¡Constantemente más velocidad, maldita sea! ¡A estas alturas ya habríamos podido embarrancar cien veces en un condenado bajío!
—Porque queríais el dinero —replicó ásperamente Mat—. Asegurasteis que este montón de viejos tablones era veloz, Derne. ¿Cuándo llegaremos a Tear?
—Estamos soltando amarras en el muelle —respondió el capitán con una tensa sonrisa—. ¡Que se me lleven todos los demonios si vuelvo a transportar algo que tenga capacidad de habla! ¿Dónde está el resto del oro?
Mat fue corriendo a asomarse a una de las pequeñas ventanas. Con la cruda luz de los intermitentes relámpagos vio un mojado puerto. Entonces extrajo una segunda bolsa de oro del bolsillo y la lanzó a Derne. «¡Dónde se ha visto un marino que no juega a los dados!»
—Ya era hora —gruñó. «Quiera la Luz que no sea demasiado tarde.»
Se colgó de un hombro el hatillo de cuero donde había guardado sus mudas de ropa y del otro el rollo de fuegos de artificio al que había atado una cuerda. La capa lo tapaba todo pero se abría un poco por delante. Mejor que se mojara él y no los cohetes. Él podía secarse y quedar como nuevo; una prueba realizada con un cubo le había demostrado que no ocurría lo mismo con los artículos de pirotecnia. «Supongo que el padre de Rand tenía razón.» Mat siempre había pensado que el Consejo del Pueblo se negaba a lanzarlos cuando llovía simplemente porque resultaban más vistosos en noches despejadas.
—¿Todavía no vas a venderlos?
Thom estaba poniéndose la capa de juglar. Con ella cubrió las fundas de cuero de su arpa y flauta, pero el hatillo con la ropa y