son temibles, los tiburones son temibles, y también las tormentas repentinas que vienen del sur; pero los Amigos Siniestros son unos mentecatos. Repugnantes mentecatos, pero mentecatos. El Oscuro está preso en el lugar donde lo puso el Creador, y ningún Buscador ni pez colmillo de los que asustan a los niños lo sacará de allí. Los necios únicamente me dan miedo cuando están al mando de la barca en que viajo. Supongo que no tendréis ninguna prueba que presentar a los Defensores de la Ciudadela… ¿Sería sólo vuestra palabra contra la suya?
«¿Qué será un “Buscador”? —se preguntó Egwene—. ¿Y un pez colmillo?»
—Tendremos las pruebas cuando las encontremos —afirmó Nynaeve—. Tendrán en su poder lo que se llevaron, y nosotras podemos describir cada una de las piezas. Son antigüedades, de escaso valor salvo para nosotras y nuestros amigos.
—Os sorprendería ver el precio que pueden tener las antigüedades —declaró secamente Ailhuin—. El viejo Leuese Mulan atrapó en sus redes tres cuencos y una taza de piedra del corazón el año pasado, allá abajo en los Dedos del Dragón. Ahora, en vez de pescar con una barquita, es propietario de un barco mercante. El pobre estúpido ni siquiera sabía qué había pescado hasta que yo se lo dije. Seguramente debe de haber más en el sitio de donde los sacó, pero Leuese no se acordaba ni del lugar exacto. No sé cómo consiguió cazar algún pez entre sus redes. La mitad de los botes pesqueros de Tear pasaron varios meses allá abajo, dragando en busca de cuendillar, en vez de platijas y meros, y algunos iban acompañados de aristócratas que les indicaban dónde echar las redes. Ése es el valor que pueden alcanzar las antigüedades, si son lo bastante viejas. Cambiando de tema, he llegado a la conclusión de que necesitáis el apoyo de un hombre, y yo conozco a la persona indicada.
—¿Quién? —inquirió con vivo interés Nynaeve—. Si habéis pensado en un noble, en uno de los Grandes Señores, recordad que no tendremos pruebas hasta no haberlas encontrado.
Ailhuin rió hasta quedarse sin resuello.
—Muchacha, ningún habitante del Maule conoce a un Gran Señor ni a ningún aristócrata. La morralla no se codea con los peces de colores. Os voy a traer al hombre peligroso que conozco y que no es un espadachín, el más peligroso de los dos, a decir verdad. Juilin Sandar es un husmeador. El mejor de todos. No sé si será igual en Andor, pero aquí un husmeador trabaja tanto para el vulgo como para los nobles y los mercaderes, y además cobra menos. Juilin las encontrará, siempre que ello sea posible, claro, y os traerá lo robado sin que tengáis que acercaros a esos Amigos Siniestros.
Nynaeve aceptó como si no acabara de estar convencida, y Ailhuin se ató aquellas plataformas a los zapatos —zuecos, las llamaba ella— y se marchó. Egwene miró por una de las ventanas de la cocina cómo se alejaba por el callejón y torcía en la esquina.
—Has aprendido a ser una Aes Sedai, Maryim —dijo, volviéndose—. Manipulas a la gente con tanta habilidad como Moraine. —Nynaeve se quedó blanca como el papel.
Elayne se aproximó decididamente a Egwene y le dio una bofetada. Egwene estaba tan estupefacta que no pronunció palabra alguna.
—Te excedes demasiado —la reprendió con dureza la rubia muchacha—. Demasiado. ¡Debemos vivir juntas, o de lo contrario acabaremos muertas las tres! ¿Le has dicho tú tu verdadero nombre a Ailhuin? Nynaeve le ha revelado cuanto ha podido, que buscamos a unos Amigos Siniestros, y ya supone bastante riesgo confesar que uno tiene aunque sea la más remota relación con Amigos Siniestros. La ha prevenido de que eran peligrosas, de que eran unas asesinas. ¿Preferirías que le hubiera dicho que eran del Ajah Negro? ¿En Tear? ¿Arriesgarías todo, sin tener la certidumbre de que Ailhuin guardaría el secreto?
Egwene se frotó la mejilla. Elayne le había pegado con fuerza.
—No tiene por qué gustarme.
—Lo sé —suspiró Elayne—. A mí tampoco. Pero debemos aceptar la necesidad. Egwene se volvió de espaldas y miró los caballos atados en el patio. «Sé que no hay más remedio. Pero no me gusta.»
CAPÍTULO 49 Una tormenta en Tear
Egwene regresó finalmente a la mesa. En su fuero interno reconocía que tal vez Elayne estaba en lo cierto, que se había propasado, pero no quiso presentar disculpas, y las tres permanecieron en silencio. Al volver, Ailhuin iba acompañada de un hombre, un individuo delgado de mediana edad que parecía esculpido en madera renegrida. Juilin Sandar se quitó los zuecos junto a la puerta y colgó el cónico sombrero de paja en una percha. Bajo su chaqueta marrón, de su cintura pendía una maza muy parecida a la que usaba Hurin, y en la mano llevaba una vara igual de alta que él, aunque apenas más gruesa que su dedo pulgar, de la misma madera clara segmentada que utilizaban los carreteros para azuzar a los bueyes. Llevaba el pelo corto, aplastado en la cabeza, y sus vivos ojos oscuros parecían advertir y registrar cada detalle de la habitación… y de todas las personas que se encontraban en ella. Egwene habría apostado algo a que había examinado dos veces a Nynaeve y otras tantas a ella. La ausencia de reacción por parte de Nynaeve era señal patente de que ella también lo había notado.
Ailhuin lo invitó a tomar asiento en la mesa, donde se arremangó la chaqueta, saludó con la cabeza a cada de una de ellas y apoyó su bastón en el hombro, guardando un absoluto mutismo hasta que la canosa teariana hubo preparado nuevamente té y todos hubieron comenzado a tomarlo.
—La madre Guenna me ha hablado de vuestro problema —dijo en voz baja al tiempo que depositaba su taza en la mesa—. Os ayudaré si puedo, pero los Grandes Señores me llamarán seguramente pronto para atender sus asuntos.
—Juilin —bufó la recia mujer—, ¿desde cuándo regateas como un tendero que pretende cobrar el lino a precio de seda? No me vas a hacer creer que sabes por antelación cuándo te solicitarán los Grandes Señores.
—No son fingimientos —afirmó, sonriendo, Sandar—. Sé muy bien cuándo he visto hombres por los tejados de noche. Se escabullen como agujas en los juncos, pero he visto el movimiento aunque sólo sea con el rabillo del ojo. Pese a que nadie ha denunciado todavía ningún robo, hay ladrones dentro de las murallas, tan cierto como que estamos aquí. Veréis cómo no transcurrirá más de una semana antes de que me reclamen de la Ciudadela porque una banda de rateros ha irrumpido en varias casas de mercaderes o incluso en las casas solariegas de los nobles. Los Defensores son buenos para mantener el orden en las calles, pero cuando se ha de seguir la pista de un ladrón recurren a un husmeador, y a mí antes que a nadie. No lo digo para subir el precio, sino para preveniros de que lo que vaya a hacer por estas hermosas mujeres deberé hacerlo sin tardanza.
—Creo que dice la verdad —admitió con desgana Ailhuin—. Os dirá que la luna es verde y el agua blanca si piensa que con ello conseguirá un beso, pero respecto a otras cuestiones miente menos que la mayoría de los hombres. Puede que sea el hombre más honrado nacido en el Maule.
Elayne se tapó la boca, y Egwene aplicó toda su voluntad para no reír. Nynaeve siguió imperturbable, dando sólo muestras de impaciencia. Sandar se volvió con una mueca hacia la mujer y luego hizo como si no la hubiera oído.
—Reconozco que siento curiosidad por esas ladronas —confesó, sonriendo a Nynaeve—. He conocido mujeres que se dedicaban a ese oficio, y bandas de ladrones, pero no sabía de ningún caso de pandillas de ladronas. Y le debo algunos favores a la madre Guenna. —Su mirada pareció observar de nuevo con todo pormenor a Nynaeve.
—¿Cuánto cobráis? —inquirió con aspereza ésta.
—Por recuperar lo robado —repuso vivazmente el hombre—, la décima parte de su valor. Por localizar a alguien, un marco de plata por persona. Como la madre Guenna dice que los objetos que se llevaron tienen más bien un valor afectivo para vosotras, estoy dispuesto a no cobraros nada por ellos. —Volvió a sonreír, descubriendo una blanquísima dentadura—. Si no fuera porque la hermandad lo vería con malos ojos, no os haría pagar nada, pero os haré un buen precio. No más de un par de monedas de cobre.
—Conozco a un husmeador —le dijo Elayne—. De Shienar. Un hombre muy respetuoso. Él lleva una espada además de la maza. ¿Por qué no la lleváis vos?
Sandar dejó traslucir cierto estupor y luego enojo por haberse sorprendido. No había percibido su insinuación, o bien había optado por hacer caso omiso de ella.
—Vosotras no sois tearianas. Me han contado cosas sobre Shienar, señora, historias de trollocs y fervientes afirmaciones de que allí todos los hombres son guerreros. —Su sonrisa dejaba bien claro que consideraba todo aquello como cuentos para niños.
—Son informaciones verídicas —aseguró Egwene—. O cuando menos distan poco de la realidad. Yo he estado en Shienar.
El husmeador la miró, pestañeando, y luego prosiguió.
—Yo no soy un aristócrata ni un rico mercader, ni siquiera un soldado. Los Defensores no importunan a los extranjeros que llevan espadas… con tal que no permanezcan mucho aquí, claro está…, pero a mí me encarcelarían en las mazmorras de la Ciudadela. Existen leyes que respetar, señora. —Recorrió inconscientemente con la mano la vara—. Con todo, suelo salir bien parado sin espada. —Volvió a dirigir su sonrisa a Nynaeve—. Ahora, si sois tan amable de hacerme una descripción de lo robado…
Calló cuando Nynaeve puso su portamonedas sobre el borde de la mesa y sacó trece marcos de plata. A Egwene le pareció que había elegido los de menos peso; casi todos eran tearianos y sólo uno, andoriano. La Amyrlin les había dado una buena cantidad de oro, pero no duraría eternamente. Nynaeve miró pensativamente el portamonedas antes de tensar las cuerdas y volver a guardarlo en su bolsa.
—Son trece las mujeres que debéis buscar, maese Sandar. Recibiréis una cantidad igual de plata cuando las hayáis encontrado. Nosotras nos encargaremos de recuperar nuestras pertenencias.
—Yo mismo lo haré por menos dinero —declinó—. Y no es preciso que mepaguéis más de la cuenta. Ése es mi precio, y podéis estar seguras de que no me dejaré sobornar.
—No hay de qué temer a ese respecto —confirmó Ailhuin—. Ya os he dicho que es honrado. Sólo tenéis que desconfiar de él si os dice que os quiere. —Sandar le asestó una furibunda mirada.
—Yo soy quien paga, maese Sandar —declaró con resolución Nynaeve—, y, por tanto, elijo lo que compro. ¿Os limitaréis a localizar a esas mujeres? —Aguardó hasta que él asintió, reacio, con la cabeza, para continuar—. Puede que estén juntas o puede que no. La primera es tarabonesa, un poco más alta que yo, de ojos oscuros y pelo claro de color miel que lleva peinado con una multitud de pequeñas trenzas al estilo tarabonés. Algunos hombres la encontrarían guapa, aunque ella no lo tomaría como un cumplido. Tiene una expresión de malhumorado resentimiento. La segunda es kandoresa. Es morena, con una larga melena y una mecha blanca sobre la oreja izquierda y…
No especificó nombre alguno, y Sandar tampoco los preguntó. Los nombres era algo que podía cambiarse muy fácilmente. No había vuelto a sonreír desde que Nynaeve inició su exposición. El husmeador escuchó atentamente la descripción de las trece mujeres y, cuando su amiga hubo concluido, Egwene tuvo la certeza de que habría