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  2. El Dragón Renacido
  3. Capítulo 11
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de él. No era solamente que de su aspecto se dedujera que era capaz de obrar con violencia y matar; aquel hombre había amaestrado la violencia y la muerte y se las había guardado en el bolsillo, y estaba listo para soltarlas o abrazarlas en cuanto Moraine se lo indicara. Al lado de Lan, incluso Ino presentaba una apariencia menos imponente. Los largos cabellos del Guardián, que apartaba de la cara una cinta de cuero trenzado, estaban entreverados de canas, pero hombres más jóvenes que Lan rehuían entrar en combate con él… si sabían lo que les convenía.

—La señora Leya ha traído las mismas noticias que habitualmente nos llegan del llano de Almoth —anunció Moraine—. Todos pelean contra todos. Pueblos quemados. Gente huyendo en todas direcciones. Y han aparecido cazadores en el llano, en busca del Cuerno de Valere.

Perrin se movió con inquietud —el Cuerno se hallaba en un lugar donde no lo encontraría ningún cazador que recorriera el llano de Almoth, en un lugar donde esperaba que ningún cazador pudiera encontrarlo—, y la mujer le dirigió una fría mirada antes de proseguir. No le gustaba que ninguno de ellos hablara del Cuerno. Salvo cuando ella decidía hacerlo, por supuesto.

—También ha traído noticias diferentes. Los Capas Blancas tienen destacados aproximadamente cinco mil hombres en el llano de Almoth.

—Debe de ser la jod… —gruñó Ino— … eh, perdón, Aes Sedai. Debe de ser la mitad de sus fuerzas. Hasta ahora nunca se habían concentrado en tan elevado número en un solo lugar.

—Entonces supongo que todos los que se declararon partidarios de Rand estarán muertos o se habrán dispersado —murmuró Perrin—. O pronto lo harán. Teníais razón, Moraine. —No le gustaban los Capas Blancas. No le hacían la más mínima gracia los Hijos de la Luz.

—Eso es lo más extraño —comentó Moraine—, o al menos la primera parte de su estrategia. Los Hijos han anunciado que su propósito es pacificar la zona, lo cual no es raro en ellos. Lo que sí es insólito es que, aunque tratan de forzar la retirada de los taraboneses y domani dentro de los límites de sus respectivas fronteras, no han dedicado ninguna fuerza al hostigamiento de quienes se han declarado seguidores del Dragón.

Min lanzó una exclamación de sorpresa.

—¿Estás segura? Eso no concuerda con la actitud de los Hijos de la Luz.

—No puede haber muchos conden… eh… muchos gitanos en el llano —dijo Ino. Su voz evidenciaba la tensión que le causaba tener que hablar con corrección delante de una Aes Sedai. Su ojo de verdad estaba tan entornado como el pintado—. Tienden a huir de cualquier complicación, en especial de enfrentamientos armados. No debe de haber los suficientes para estar al corriente de lo que ocurre en todas partes.

—Hay los suficientes para mí —aseveró con firmeza Moraine—. La mayoría se han ido, pero unos cuantos se quedaron porque yo se lo pedí. Y Leya está segura. Oh, los Hijos han apresado a algunos de los fieles al Dragón, en los puntos donde sólo se concentraban un puñado de ellos. Sin embargo, y pese a que proclaman que abatirán a ese falso Dragón y que disponen de un millar de hombres que supuestamente no hacen otra cosa más que perseguirlo, evitan todo contacto con cualquier grupo de fieles al Dragón que supere las cincuenta personas. No lo hacen de un modo abierto, claro está, pero siempre se produce un retraso, algo que les permite escapar.

—En ese caso Rand puede ir a las tierras bajas cuando quiera. —Loial miró pestañeando a la Aes Sedai. Todo el campamento estaba enterado de las discusiones que Rand sostenía con ella—. La Rueda le teje un camino.

Ino y Lan abrieron la boca al mismo tiempo, y el shienariano cedió deferentemente la palabra al Guardián.

—Lo más probable —interpretó éste— es que se trate de alguna argucia de los Capas Blancas, aunque juro por la Luz que no entiendo qué se proponen. Pero, cuando los Capas Blancas me ofrecen un regalo, siempre busco la aguja envenenada oculta en él. —Ino asintió lúgubremente—. Aparte de ello —añadió Lan—, los domani y los taraboneses ponen tanto empeño en liquidar a los fieles al Dragón como en matarse entre sí.

—Y hay algo más —agregó Moraine—. En los pueblos cerca de donde han pasado los carromatos de la señora Leya han muerto tres jóvenes. —Perrin advirtió cómo Lan pestañeaba brevemente, gesto que en él era un indicio de sorpresa tan evidente como un grito en otro hombre—. Uno murió envenenado y dos acuchillados. Todos en circunstancias en que nadie debiera haber llegado hasta ellos sin ser visto, pero así ocurrió. —Fijó la vista en las llamas—. Los tres tenían una estatura superior a la media y ojos claros. En el llano de Almoth hay poca gente de ojos claros, pero creo que en estos momentos es muy peligroso ser un joven alto con ojos claros.

—¿Cómo? —inquirió Perrin—. ¿Cómo pudieron matarlos si nadie podía llegar hasta ellos?

—El Oscuro tiene asesinos que nadie ve hasta que es demasiado tarde —explicó quedamente Lan.

—Los Sin Alma —identificó Ino, estremeciéndose—. Nunca oí de un caso en que hubiera llegado uno tan al sur de las Tierras Fronterizas.

—Basta de hablar de ello —zanjó con firmeza Moraine.

Perrin ardía en deseos de hacer más preguntas —«¿Qué diantre son los Sin Alma? ¿Se parecen a los trollocs o a los Fados?»—, pero no alcanzó a formularlas. Cuando Moraine decidía que ya se había dicho todo lo que había que decir sobre un tema, se negaba a hablar más de él. Y, cuando cerraba la boca, no había forma de que Lan abriera la suya. Los shienarianos acataban sus indicaciones. Nadie quería suscitar las iras de una Aes Sedai.

—¡Luz! —murmuró Min, lanzando inquietas ojeadas a la oscuridad que se cerraba en torno a ellos—. ¿No los sentís? ¡Luz!

—De modo que nada ha cambiado —dijo melancólicamente Perrin—. No podemos bajar al llano, y el Oscuro nos quiere ver muertos.

—Todo cambia —sentenció plácidamente Moraine—, y el Entramado lo abarca todo. Debemos cabalgar en el Entramado, no en las mutaciones de un momento. —Los miró a todos, uno a uno, y luego preguntó—: Ino, ¿estáis seguro de que vuestros exploradores no han pasado por alto algún indicio sospechoso? ¿Ni siquiera algo insignificante?

—El señor Dragón Renacido ha desatado los cabos de la certeza, Moraine Sedai, y nunca existe la certeza cuando se lucha contra los Myrddraal, pero, aun a riesgo de mi vida, apostaría a que los exploradores han realizado un trabajo digno de un Guardián.

Aquélla era una de las alocuciones no salpicadas de juramentos más largas que Perrin había escuchado de labios de Ino. El shienariano estaba sudoroso a causa del esfuerzo que le había costado.

—Puede que todos la arriesguemos —dijo Moraine—. Lo que ha hecho Rand podría tener el mismo efecto que una hoguera encendida en la cumbre de una montaña para cualquier Myrddraal que se hallara en un radio de quince kilómetros.

—Tal vez… —apuntó, indecisa, Min—, tal vez deberíais disponer salvaguardas que les impidan el paso. —Lan le asestó una dura mirada. Aun cuando en ocasiones él mismo cuestionaba las decisiones de Moraine, raras veces expresaba objeciones a ellas en presencia de otras personas y no aprobaba que los demás lo hicieran. Min no se dejó amedrentar por él—. Bueno, los Myrddraal y los trollocs son una amenaza terrible, pero al menos puedo verlos. No me gusta la perspectiva de que uno de esos…, esos Sin Alma puedan entrar furtivamente aquí y degollarme sin que yo los perciba siquiera.

—Las salvaguardas que yo dispongo impiden que nos vean tanto los Sin Alma como cualquier otro Engendro de la Sombra —afirmó Moraine—. Cuando uno es débil, como lo somos nosotros, lo mejor que puede hacer normalmente es esconderse. Si hay un Semihombre lo bastante cerca como para haber… Bien, no dispongo de la capacidad para establecer salvaguardas que los maten en caso de que intenten entrar en el campamento, e, incluso si pudiera, tal medida sólo serviría para dejarnos acorralados aquí. Dado que no es posible instaurar dos clases de salvaguarda al mismo tiempo, dejo a cargo de los exploradores y los guardias… y de Lan, nuestra defensa y utilizo la clase de protección que puede sernos más útil.

—Podría dar una vuelta alrededor del campamento —propuso Lan—. Si hay algo ahí afuera que no han advertido los exploradores, yo lo encontraré.

No era una fanfarronada, sino una mera constatación de hechos. Ino incluso realizó un gesto afirmativo en señal de acuerdo.

—Si vas a ser necesario esta noche, mi Gaidin, será aquí —lo disuadió Moraine. Alzó la mirada hacia las oscuras montañas que los rodeaban—. Algo flota en el aire.

—Un compás de espera.

Las palabras brotaron de la garganta de Perrin sin que pudiera impedirlo. Cuando Moraine lo miró —miró a través de él— se arrepintió de haberlas pronunciado.

—Sí —convino—. Un compás de espera. Cercioraos de que vuestros guardias estén especialmente alerta esta noche, Ino. —No había necesidad de sugerir que los hombres durmieran con las armas al alcance de la mano, pues los shienarianos siempre lo hacían—. Que durmáis bien —deseó a todos, como si hubiera la más mínima posibilidad de hacerlo ahora.

Después se alejó hacia su cabaña. Lan se quedó el tiempo suficiente para dar cuenta de tres platos de estofado. Luego se marchó presuroso tras ella y pronto lo engulló la noche. Los ojos de Perrin refulgían con un brillo dorado mientras seguían al Guardián entre las tinieblas.

—Que durmáis bien —murmuró. De repente el olor a comida cocinada le produjo náuseas—. ¿Me toca la tercera guardia, Ino? —El shienariano asintió—. Entonces trataré de seguir su consejo.

Otros hombres acudían a la lumbre del fuego, y los murmullos de la conversación llegaron hasta él mientras subía la cuesta. Tenía una cabaña para él solo, un reducido habitáculo de troncos, con los resquicios tapados con barro, que apenas le permitía caminar erguido dentro. Una tosca cama compuesta por un colchón de ramas de pino y una manta ocupaba la mitad de su superficie. Quienquiera que hubiera desensillado su caballo había dejado también su arco al lado de la puerta. Colgó el cinturón, con el hacha y el carcaj, en un clavo y luego se quitó, estremeciéndose, toda la ropa. Las noches aún eran frías, pero el frío le impedía dormir demasiado profundamente. Con el sueño profundo, acudían a él sueños que no podía ahuyentar.

Durante un rato, permaneció tumbado bajo la manta, con la vista fija en el techo de troncos, temblando. Por fin se quedó dormido y llegaron los sueños.

CAPÍTULO 4

Sueños de las sombras

Hacía frío en la sala de aquella posada pese al fuego que ardía en el largo hogar de piedra. Perrin se frotó las manos frente a las llamas, pero no logró calentárselas. Hallaba, sin embargo, un extraño consuelo en el frío, como si éste fuera un escudo. Contra qué, no sabía precisarlo. Algo murmuró en lo más recóndito de su mente, un difuso sonido que sólo oía vagamente y que pugnaba por abrirse camino en su conciencia. —De modo que vas a renunciar. Es lo mejor que puedes hacer. Ven. Siéntate y conversaremos.

Perrin se giró y, entre las redondas y solitarias mesas diseminadas en la estancia, vio a un hombre sentado en un rincón en sombra. El resto de la habitación lo percibía confusamente, casi como si fuera una impresión y no un lugar físico, en especial cuando no lo miraba directamente. Volvió la vista hacia el fuego; ahora ardía en una chimenea de ladrillos. Inexplicablemente, nada de aquello lo

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